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domingo, 10 de septiembre de 2017

PARQUE LEZAMA, Antonio Las Heras, Buenos Aires, Argentina


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Imagen de: Taringa

PARQUE LEZAMA

Alejandra creció de golpe. Allá, entre las oscuridades provocadas por los árboles altos. Creo, pero no estoy seguro, que caminé unos pasos… Evidentemente, fui hacia ella. Pero, en ese momento, nuevos juegos de sombras y luces; unas pocas, proyectadas por la iluminación del templo, me mostraron en el piso – ese suelo conformado por baldosas centenarias - la imagen de María Teresa. Sé que me detuve casi espantado. Miré hacia los lados y nada había. La soledad y la lluvia – densa – haciéndome compañía. Y allá, a no más de veinte pasos, Alejandra… O, como diría Sábato, el fantasma de Alejandra. Pero para mí, viva o habiendo desencarnado, sólo existía ella. Esa mujer que aprendí a AMAR, así, escrito todo en mayúsculas, a través de aquel libro que, habiéndoseme impuesto desde las profundidades inconscientes de mi mente en vano siempre atormentada por angustias y búsquedas de absolutos, en ésta ocasión singular y extraña a la vez, se había transformado en realidad perceptible.
            Allí estaba Alejandra y, más acá, a causa de las sombras generadas, la imagen de María Teresa. Esa chica, esa casi mujer sufriente, asustada de la soledad que parecía querer acompañarle, con la que recorriera en tiempos que se me hacen lejanos (aunque apenas hayan pasado unos meses), el Parque Lezama con la esperanza – remota, pero justificada – de encontrar a Sábato cavilando meditaciones sentado en uno de esos fríos bancos de inhumano cemento que hay, de tanto en tanto, en los senderos.
            Beatriz apareció en mi mente. Ella, desde lejos, desde Jujuy, en aquel remoto lugar donde muriera asesinado por el enfadado marido de una de sus amantes don Juan Galo de Lavalle, custodiaba mis acciones y protegía mi existencia. Algo así como si por telepatía me dijera: “Tranquilo, siempre estoy yo; nunca faltaré.”
            Y entre la lluvia, entre esa espesa caída de agua que se empeñaba por conseguir taladrar mi impermeable y horadar la gorra a cuadros que, cual émulo de Sherlock Holmes, estaba usando, tomé la decisión de ir en busca de Alejandra quien, una vez más, prefirió esconderse entre la penumbra y el pasto crecido, entre los ladrillos y los altibajos del camino, escapando de mí, del acecho de quien la AMA, todo con mayúsculas, aunque esté lejos, muy lejos, tan lejos, oculta – se me ha ocurrido – entre las páginas de alguna primera edición de Sobre Héroes y Tumbas, tratando de engañarme, como antes lo hiciera con el mismo Sábato, haciéndome creer que está muerta cuando, en realidad, como pude establecer en mis investigaciones, escapó y nunca llegó a la tumba luego de sucedido lo que tuvo lugar en el Mirador y espera ansiosa cuanto a la vez implacable que otros, como yo, se acerquen en las lluviosas noches de otoño a buscarla con desesperación, el cuerpo transpirado, el corazón exaltado, la mente trastornada, así como antes lo hiciera Martín. Durante años.

Barrio de Villa Devoto, Ciudad de Buenos Aires, 27 de febrero de 1977

©ANTONIO LAS HERAS, poeta y escritor argentino
MIEMBRO ASESOR CULTURAL DE ASOLAPO ARGENTINA




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