LA INTRUSA
2 Reyes, i, 26.
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo,
el menor de los Nilsen, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de
muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón.
Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche
perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe.
Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La
segunda versión, algo mas prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las
pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque
en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de
los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor
recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada
Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió
nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La
azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya
no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio
de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los
Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en
catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo
rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena
rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la
sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es
imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la
policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no
llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos,
cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo
cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe
ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa
Brava. esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal
quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta
entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando
Cristián llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una
sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la
lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y
el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana
era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se
sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las
mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a
Arrecifes por no sé que negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que
había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco;
se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de
la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con
alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de
Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus
mejores pilchas. La mujer iba y venia con el mate en la mano. Cristián le dijo
a Eduardo:
—Yo me voy a una farra en lo de Farias. Ahí la tenes a la Juliana; si la
queres, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo
mirándolo; no sabía qué hacer, Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no
de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa
sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien
por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no
pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y
encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos
cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y
Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre
no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, mas allá del deseo y
la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los
humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas , Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que
lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que
Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar
alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero
que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y
que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo
largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron
llenar una bolsa con todo lo que tenia, sin olvidar el rosario de vidrio y la
crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la
carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los
caminos estaban muy pesados y serian las cinco de la mañana cuando llegaron a
Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho;
Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta
entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor,
quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las
trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron
salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o
harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenia
que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que
sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando
turno. Parece que Cristian le dijo:
—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la
tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La
Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado;
los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero
el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe que rigores y qué
peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con
ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la
discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo
(los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del
almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristian le dijo:
—Veni; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué,
aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino
de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y
dijo sin apuro:
—A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté.
Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará mas perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vinculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.
JORGE
LUIS BORGES – Buenos Aires, Argentina
(1899–1986)

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