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sábado, 1 de noviembre de 2025

DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS - Ángel Medina - Málaga, España

 




DÍA DE LOS FIELES DIFUNTOS                               

                                                                                     

La fecha está próxima y con su recuerdo se abre el penúltimo mes del año. Siempre igual. Recuerdo de los que se han ido. Es la celebración del día de los “Fieles difuntos” (algunos lo llaman  el “día de los muertos”) Ese día se pretende hacer presente el fin cubriendo de flores las tumbas, más no significa ello que se profundice en la última realidad humana, cuando todavía quedan muchas hojas del calendario por caer para que se inscriba nuestro nombre. Nos alejamos de la idea. Hoy no, mañana…

“Tú serás lo que ya soy yo”

¿No es una realidad lo que la inscripción de la lápida de un cementerio olvidado nos recuerda acerca de la vida y la muerte?

Los ritos a lo largo y ancho del mundo son diferentes. En México celebran la fiesta de las máscaras espectrales, de ambiente colorido y folclórico, mientras que en el Mediodía se les conjura en el recuerdo y rituales florales, que concluyen con la visita de los cementerios. Aunque el mayor escabro es el que existe en una isla de Indonesia, consistente en exhumar los cadáveres y cargarlos sobre las espaldas para llevarlos a casa y devolvérselos por un tiempo a los familiares, aseándolos, vistiéndolos con ropas nuevas y sentándolos a la mesa como un comensal más.

En Occidente, la poesía penetra en el misterio. Baste recordar aquellos versos de Jorge Manrique, que comienzan diciendo:

“Recuerde el alma dormida/Avive el seso y despierte/Contemplando cómo se pasa la vida/Cómo se viene la muerte”

Más, nada altera la realidad. Por más espléndido que sea un mausoleo de blanco mármol y figuras angélicas, lo que alberga es polvo que ha vuelto a la tierra. Hermosura por fuera y podredumbre por dentro. Así lo expresa el libro del Génesis: “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”

Cuerpo y alma en aparente antagonismo y que sin embargo constituyen una misma razón del ser hombres. Es lo que el hidrógeno y el oxígeno al agua. La materia se alimenta del instinto (el alimento, el erotismo, el poder…) en tanto que el espíritu se apoya en el sosiego interno. Más que en lo inmediato, en la confianza. Porque, a pesar suyo, el hombre es proyección de sí. Por decirlo de alguna manera: no está acabado. Y para hacerse ha de ensayar caminos que rechaza de continuo porque socavan sus intereses mundanos, y al final todo viene a coincidir en el anonadamiento de tener que, creyéndose un gigante, saberse un enano. El último clavo que lo remacha es cuando se extingue el último aliento.

En tanto se vive nos llenamos de materialidad. Es la lógica humana basada en la autosatisfacción. El materialismo niega cualquier trascendencia, y sin embargo hace recaer sobre el hombre el peso de su existencia sin darle una salida. Es un transitar sin pararse a pensar adónde conduce el camino iniciado. Traspasar el umbral es tarea de santos y místicos. Unos para acercarse a lo que vislumbran y otros para crearlo en su onirismo. Entender que Cronos detendrá su reloj es tarea de todos. Pero existe un trance en el cual el hombre se siente desnudo incluso de él (o de la comprensión que se tiene). Es ese instante en el que todos han de dejarle solo (el mundo, las pasiones, la familia e incluso las propias ideas) y ha de enfrentarse con su “yo” más auténtico, hasta “despelotarse”. Es el preciso momento en el que su fin se hace presente, cediendo la materia y abriéndose el ánima. Y angostada por las sombras de su peregrinar, en su desnudez advierte que está completamente aislada. Materialidad imposible que requiere el salto a la credulidad absoluta, cuya única salida es la aceptación del Misterio al que tal vez invoque sin obtener una respuesta precisa. Se dice que se muere tal se vive, lo cual apunta hacia una buena dosis de razón. Pero en ese santiamén puede vacilar hasta el ánimo de un asceta. Pues, ¿cómo habrá de enfrentarse el hombre a la tormenta que se ha desatado dentro de él, amenazando con arrastrarlo hasta el abismo? Pues, el ser humano “se sabe” (y por eso se siente), pero, entonces constatará que tiende a “no ser”. ¿Y cómo explicarse ese «dejar-de-ser», desbordado y angustiado por la negrura de la noche eterna que se cierne sobre él, presintiendo los dedos incorpóreos que se aprestan a arrebatarle lo más auténtico y preciado de sí, que es el “yo”? Esa tiniebla aguarda a todos sin excepción, sea creyente o escéptico.

Es lo que podríamos llamar el anti- evangelio del des-asistimiento, cuando el que cree creer y el que se considera incrédulo palparán por igual la indigencia de su desvestimiento, hasta el extremo de experimentar en la gravitación de las emociones el vacío absoluto, porque la muerte es tan real como destructora. Ya no hay sino carencia de todo aquello que se ha sostenido durante los años vividos. El único soporte es el del que la está saboreando, y precisamente esa extrema soledad serás la única compañera. Es el grito del crucificado ante el desamparo aparente: “Eli, Eli, lema sabactani?”. El que es, pronto dejará de serlo, lo cual implica no sólo la pérdida de la corporeidad o materia, sino la de la propia esencia. Antes de haber nacido no tenía la consciencia de ser, pero ahora, al tender a destruirse, palidece. Y en ese ínterin le sostendrá la duda de su creencia. Dejar de ser es algo inconcebible, pues, siendo, ¿cómo no continuarse de alguna manera? Todo el ser grita tratando de aferrarse a la tabla de flotación, pues reconoce que al expirar ha de sobrevenir la nada inconsistente. El agujero negro que lo engullirá. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el-no-ser? ¿A no ser, siendo? ¿Y qué es todo eso?

Y al punto le sobreviene la negación. La resistencia a dejarse. Es la primera fase del proceso.

En tanto que va abandonando lentamente el cuerpo se instala en el intelecto la inquietud y el miedo más acervo. El incrédulo, porque se ha desentendido en vida de la idea del más allá y ha cimentado todo en el tener, antes que, en el ser, relegando, cuando no ignorando lo que concierne al espíritu. El creyente, porque en su desnudez y realidad del tránsito se ha despojado de él hasta la propia fuerza de la trascendencia, sobreviniéndole la duda. Es el resorte de lo propiamente humano, que, razonando como hombre lo que intuía o creía se le escabulle por el peso del momento. Nadie querría beber del cáliz que se le impone y nadie puede rechazarlo.

Entonces, se adentra en la segunda fase: la desesperanza.

Y tanto el que se enraizó en lo divino, como el que se plantó en lo demasiado humano sobreviénele el recuerdo de lo bienaventurado. ¿Habrá algo después de la muerte? En efecto, unos admitirán haber negado la posibilidad, aunque de alguna manera ronroneara la idea por su cabeza. ¿Y si fuese cierto esas cosas que decían los curas? - se dirán- Porque en ese culminante instante el deseo de vivirse de alguna manera se aferra al clavo de la duda. Y de la mera perplejidad tiende a la afirmación, pues necesita agarrarse a la idea. Y por ello, lo invoca en una jaculatoria que antes ni siquiera había concebido. Por el contrario, el que cree, es posible que el abatimiento anide en su humanidad caída. Sí, se dirá, he razonado una y mil veces que sin trascendencia no tiene sentido la inmanencia (o lo que es lo mismo, que sin lo divino carece de sostén el injerto de lo humano). Ahora se hace acuciante la idea, pero- vacilará- ¿y si hubiese sido todo fruto de mis desvanecimientos intelectuales? ¿Quizá de la educación recibida? Y como la campana que es sacudida por el badajo, empieza a resonar en su cada vez más debilitada mente la frase del anticristo: “Dios es la proyección divinizada de los deseos y limitaciones del hombre”. 

En ese acto acontece la tercera fase: el abandono total.

Próximo ya a la desconexión, sabiendo que todo está presto a terminar, en el postrer segundo que le resta para concluir su proyecto de hombre se siente desfallecer. Ya no es capaz de soportar la intensidad de la nada que se cierne sobre él; tampoco apoyarse en todo aquello que se constituyó su razón durante la vida terrena y que configuraron sus pasiones; ni en nadie (aunque esté rodeado de gente a la que ama, pues el tránsito es personal y ha de recorrerse en la soledad de la propia compañía); ni siquiera en sí mismo, pues se sabe que camina hacia el no total de lo que se reconoce. Todo, absolutamente todo está presto a ser entregado. De la vida hasta su individualidad.

Es en ese segundo postrero cuando puede brotar un destello que ilumine su alma. Concluida la etapa terrena, abandonando de toda idea, siente en su interior la voz inubicable que le invita a la calma. La tempestad lo arrastra al abismo, pero no a la nada. Lo que no es posible merecer por la justificación de sus éxitos y fracasos se alza ante él como un Todo.

La muerte, sí, va a fulminarlo, pero él no ha sido acabado, sino que será transformado en el Misterio del que procede. El gusano, tras agotar su tiempo ha de transformarse en crisálida y el precio es la entrega. Creyente o no tiene la oportunidad de repensar – sin entender por qué- que el hombre no es una pasión inútil y que su destino no finalizará en el absurdo. Éste es el drama. No es el momento de inferir, sino de aceptar. Pasado el tiempo de búsqueda y comprensión durante los años de la existencia, le sobreviene la entrega. El grano de trigo ha de ser enterrado para que nazca la espiga.

Al final los versos de la mística vienen a responderle:

«Nada te turbe/Nada te espante/Pues todo se pasa/Al final sólo Dios queda»

Consummātum est.

ÁNGEL MEDINA – Málaga, España

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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