DÍA
DE LOS FIELES DIFUNTOS
La fecha está próxima y
con su recuerdo se abre el penúltimo mes del año. Siempre igual. Recuerdo de
los que se han ido. Es la celebración del día de los “Fieles difuntos” (algunos
lo llaman el “día de los muertos”) Ese
día se pretende hacer presente el fin cubriendo de flores las tumbas, más no
significa ello que se profundice en la última realidad humana, cuando todavía
quedan muchas hojas del calendario por caer para que se inscriba nuestro
nombre. Nos alejamos de la idea. Hoy no, mañana…
“Tú serás lo que ya soy
yo”
¿No es una realidad lo que
la inscripción de la lápida de un cementerio olvidado nos recuerda acerca de la
vida y la muerte?
Los ritos a lo largo y
ancho del mundo son diferentes. En México celebran la fiesta de las máscaras
espectrales, de ambiente colorido y folclórico, mientras que en el Mediodía se
les conjura en el recuerdo y rituales florales, que concluyen con la visita de
los cementerios. Aunque el mayor escabro es el que existe en una isla de
Indonesia, consistente en exhumar los cadáveres y cargarlos sobre las espaldas
para llevarlos a casa y devolvérselos por un tiempo a los familiares,
aseándolos, vistiéndolos con ropas nuevas y sentándolos a la mesa como un
comensal más.
En Occidente, la poesía
penetra en el misterio. Baste recordar aquellos versos de Jorge Manrique, que
comienzan diciendo:
“Recuerde el alma
dormida/Avive el seso y despierte/Contemplando cómo se pasa la vida/Cómo se
viene la muerte”
Más, nada altera la
realidad. Por más espléndido que sea un mausoleo de blanco mármol y figuras
angélicas, lo que alberga es polvo que ha vuelto a la tierra. Hermosura por
fuera y podredumbre por dentro. Así lo expresa el libro del Génesis: “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem
reverteris”
Cuerpo y alma en aparente
antagonismo y que sin embargo constituyen una misma razón del ser hombres. Es
lo que el hidrógeno y el oxígeno al agua. La materia se alimenta del instinto
(el alimento, el erotismo, el poder…) en tanto que el espíritu se apoya en el
sosiego interno. Más que en lo inmediato, en la confianza. Porque, a pesar
suyo, el hombre es proyección de sí. Por decirlo de alguna manera: no está
acabado. Y para hacerse ha de ensayar caminos que rechaza de continuo porque
socavan sus intereses mundanos, y al final todo viene a coincidir en el
anonadamiento de tener que, creyéndose un gigante, saberse un enano. El último
clavo que lo remacha es cuando se extingue el último aliento.
En tanto se vive nos
llenamos de materialidad. Es la lógica humana basada en la autosatisfacción. El
materialismo niega cualquier trascendencia, y sin embargo hace recaer sobre el
hombre el peso de su existencia sin darle una salida. Es un transitar sin
pararse a pensar adónde conduce el camino iniciado. Traspasar el umbral es
tarea de santos y místicos. Unos para acercarse a lo que vislumbran y otros
para crearlo en su onirismo. Entender que Cronos detendrá su reloj es tarea de
todos. Pero existe un trance en el cual el hombre se siente desnudo incluso de
él (o de la comprensión que se tiene). Es ese instante en el que todos han de
dejarle solo (el mundo, las pasiones, la familia e incluso las propias ideas) y
ha de enfrentarse con su “yo” más auténtico, hasta “despelotarse”. Es el
preciso momento en el que su fin se hace presente, cediendo la materia y
abriéndose el ánima. Y angostada por las sombras de su peregrinar, en su
desnudez advierte que está completamente aislada. Materialidad imposible que
requiere el salto a la credulidad absoluta, cuya única salida es la aceptación
del Misterio al que tal vez invoque sin obtener una respuesta precisa. Se dice
que se muere tal se vive, lo cual apunta hacia una buena dosis de razón. Pero
en ese santiamén puede vacilar hasta el ánimo de un asceta. Pues, ¿cómo habrá
de enfrentarse el hombre a la tormenta que se ha desatado dentro de él,
amenazando con arrastrarlo hasta el abismo? Pues, el ser humano “se sabe” (y
por eso se siente), pero, entonces constatará que tiende a “no ser”. ¿Y cómo
explicarse ese «dejar-de-ser», desbordado y angustiado por la negrura de la
noche eterna que se cierne sobre él, presintiendo los dedos incorpóreos que se
aprestan a arrebatarle lo más auténtico y preciado de sí, que es el “yo”? Esa
tiniebla aguarda a todos sin excepción, sea creyente o escéptico.
Es lo que podríamos llamar
el anti- evangelio del des-asistimiento, cuando el que cree creer y el que se
considera incrédulo palparán por igual la indigencia de su desvestimiento,
hasta el extremo de experimentar en la gravitación de las emociones el vacío
absoluto, porque la muerte es tan real como destructora. Ya no hay sino
carencia de todo aquello que se ha sostenido durante los años vividos. El único
soporte es el del que la está saboreando, y precisamente esa extrema soledad
serás la única compañera. Es el grito del crucificado ante el desamparo
aparente: “Eli, Eli, lema
sabactani?”. El que es, pronto dejará de serlo, lo cual implica no sólo la
pérdida de la corporeidad o materia, sino la de la propia esencia. Antes de
haber nacido no tenía la consciencia de ser, pero ahora, al tender a
destruirse, palidece. Y en ese ínterin le sostendrá la duda de su creencia.
Dejar de ser es algo inconcebible, pues, siendo, ¿cómo no continuarse de alguna
manera? Todo el ser grita tratando de aferrarse a la tabla de flotación, pues
reconoce que al expirar ha de sobrevenir la nada inconsistente. El agujero
negro que lo engullirá. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el-no-ser? ¿A no ser, siendo? ¿Y
qué es todo eso?
Y al punto le sobreviene
la negación. La resistencia a
dejarse. Es la primera fase del proceso.
En tanto que va
abandonando lentamente el cuerpo se instala en el intelecto la inquietud y el
miedo más acervo. El incrédulo, porque se ha desentendido en vida de la idea
del más allá y ha cimentado todo en el tener, antes que, en el ser, relegando,
cuando no ignorando lo que concierne al espíritu. El creyente, porque en su
desnudez y realidad del tránsito se ha despojado de él hasta la propia fuerza
de la trascendencia, sobreviniéndole la duda. Es el resorte de lo propiamente
humano, que, razonando como hombre lo que intuía o creía se le escabulle por el
peso del momento. Nadie querría beber del cáliz que se le impone y nadie puede
rechazarlo.
Entonces, se adentra en la
segunda fase: la desesperanza.
Y tanto el que se enraizó
en lo divino, como el que se plantó en lo demasiado humano sobreviénele el
recuerdo de lo bienaventurado. ¿Habrá algo después de la muerte? En efecto,
unos admitirán haber negado la posibilidad, aunque de alguna manera ronroneara
la idea por su cabeza. ¿Y si fuese cierto esas cosas que decían los curas? - se
dirán- Porque en ese culminante instante el deseo de vivirse de alguna manera
se aferra al clavo de la duda. Y de la mera perplejidad tiende a la afirmación,
pues necesita agarrarse a la idea. Y por ello, lo invoca en una jaculatoria que
antes ni siquiera había concebido. Por el contrario, el que cree, es posible
que el abatimiento anide en su humanidad caída. Sí, se dirá, he razonado una y
mil veces que sin trascendencia no tiene sentido la inmanencia (o lo que es lo
mismo, que sin lo divino carece de sostén el injerto de lo humano). Ahora se
hace acuciante la idea, pero- vacilará- ¿y si hubiese sido todo fruto de mis
desvanecimientos intelectuales? ¿Quizá de la educación recibida? Y como la
campana que es sacudida por el badajo, empieza a resonar en su cada vez más
debilitada mente la frase del anticristo: “Dios es la proyección divinizada de
los deseos y limitaciones del hombre”.
En ese acto acontece la
tercera fase: el abandono total.
Próximo ya a la
desconexión, sabiendo que todo está presto a terminar, en el postrer segundo
que le resta para concluir su proyecto de hombre se siente desfallecer. Ya no
es capaz de soportar la intensidad de la nada que se cierne sobre él; tampoco
apoyarse en todo aquello que se constituyó su razón durante la vida terrena y
que configuraron sus pasiones; ni en nadie (aunque esté rodeado de gente a la
que ama, pues el tránsito es personal y ha de recorrerse en la soledad de la propia
compañía); ni siquiera en sí mismo, pues se sabe que camina hacia el no total
de lo que se reconoce. Todo, absolutamente todo está presto a ser entregado. De
la vida hasta su individualidad.
Es en ese segundo postrero
cuando puede brotar un destello que ilumine su alma. Concluida la etapa
terrena, abandonando de toda idea, siente en su interior la voz inubicable que
le invita a la calma. La tempestad lo arrastra al abismo, pero no a la nada. Lo
que no es posible merecer por la justificación de sus éxitos y fracasos se alza
ante él como un Todo.
La muerte, sí, va a
fulminarlo, pero él no ha sido acabado, sino que será transformado en el
Misterio del que procede. El gusano, tras agotar su tiempo ha de transformarse
en crisálida y el precio es la entrega. Creyente o no tiene la oportunidad de
repensar – sin entender por qué- que el hombre no es una pasión inútil y que su
destino no finalizará en el absurdo. Éste es el drama. No es el momento de
inferir, sino de aceptar. Pasado el tiempo de búsqueda y comprensión durante
los años de la existencia, le sobreviene la entrega. El grano de trigo ha de
ser enterrado para que nazca la espiga.
Al final los versos de la
mística vienen a responderle:
«Nada te turbe/Nada te
espante/Pues todo se pasa/Al final sólo Dios queda»
Consummātum est.
ÁNGEL MEDINA
– Málaga, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA

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