LOS OJOS DE CELINA
[Minicuento - Texto completo.]
En la tarde blanca de calor, los ojos de Celina me
parecieron dos pozos de agua fresca. No me retiré de su lado, como si en medio
del algodonal quemado por el sol hubiese encontrado la sombra de un sauce. Pero
mi madre opinó lo contrario: “Ella te buscó, la sinvergüenza.” Estas fueron sus
palabras. Como siempre no me atreví a contradecirle, pero si mal no recuerdo
fui yo quien se quedó al lado de Celina con ganas de mirarla a cada rato. Desde
ese día la ayudé en la cosecha, y tampoco esto le pareció bien a mi madre,
acostumbrada como estaba a los modos que nos enseñó en la familia. Es decir,
trabajar duro y seguido, sin pensar en otra cosa. Y lo que ganábamos era para
mamá, sin quedarnos con un solo peso. Siempre fue la vieja quien resolvió todos
los gastos de la casa y de nosotros.
Mi hermano se casó antes que yo, porque era el
mayor y también porque la Roberta parecía trabajadora y callada como una mula.
No se metió en las cosas de la familia y todo siguió como antes. Al poco tiempo
ni nos acordábamos que había una extraña en la casa. En cambio con Celina fue
diferente. Parecía delicada y no resultó muy buena para el trabajo. Por eso mi
mamá le mandaba hacer los trabajos más pesados del campo, para ver si aprendía
de una vez.
Para peor a Celina se le ocurrió que como ya
estábamos casados, podíamos hacer rancho aparte y quedarme con mi plata. Yo le
dije que por nada del mundo le haría eso a mamá. Quiso la mala suerte que la
vieja supiera la idea de Celina. La trató de loca y nunca la perdonó. A mí me
dio mucha vergüenza que mi mujer pensara en forma distinta que todos nosotros.
Y me dolió ver quejosa a mi madre. Me reprochó que yo mismo ya no trabajaba
como antes, y era la pura verdad. Lo cierto es que pasaba mucho tiempo al lado
de Celina. La pobre adelgazaba día a día, pero en cambio se le agrandaban los
ojos. Y eso justamente me gustaba: sus ojos grandes. Nunca me cansé de
mirárselos.
Pasó otro año y eso empeoró. La Roberta trabajaba
en el campo como una burra y tuvo su segundo hijo. Mamá parecía contenta,
porque igual que ella, la Roberta paría machitos para el trabajo. En cambio con
Celina no tuvimos hijos, ni siquiera una nena. No me hacían falta, pero mi
madre nos criticaba. Nunca me atreví a contradecirle, y menos cuando estaba
enojada, como ocurrió esa vez que nos reunió a los dos hijos para decirnos que
Celina debía dejar de joder en la casa y que de eso se encargaría ella. Después
se quedó hablando con mi hermano y esto me dio mucha pena, porque ya no era
como antes, cuando todo lo resolvíamos juntos. Ahora solamente se entendían mi
madre y mi hermano. Al atardecer los vi partir en el sulky con una olla y una
arpillera. Pensé que iban a buscar un yuyo o un gualicho en el monte para
arreglar a Celina. No me atreví a preguntarle nada. Siempre me dio miedo ver enojada
a mamá.
Al día siguiente mi madre nos avisó que el domingo
saldríamos de paseo al río. Jamás se mostró amiga de pasear los domingos o
cualquier otro día, porque nunca faltó trabajo en casa o en el campo. Pero lo
que más me extrañó fue que ordenó a Celina que viniese con nosotros, mientras
Roberta debía quedarse a cuidar la casa y los chicos.
Ese domingo me acordé de los tiempos viejos, cuando
éramos muchachitos. Mi madre parecía alegre y más joven. Preparó la comida para
el paseo y enganchó el caballo al sulky. Después nos llevó hasta el recodo del
río.
Era mediodía y hacía un calor de horno. Mi madre le
dijo a Celina que fuese a enterrar la damajuana de vino en la arena húmeda. Le
dio también la olla envuelta en arpillera:
—Esto lo abrís en el río. Lavá bien los tomates que
hay adentro para la ensalada.
Quedamos solos y como siempre sin saber qué
decirnos. De repente sentí un grito de Celina que me puso los pelos de punta.
Después me llamó con un grito largo de animal perdido. Quise correr hacia allí,
pero pensé en brujerías y me entró un gran miedo. Además mi madre me dijo que
no me moviera de allí.
Celina llegó tambaleándose como si ella sola
hubiese chupado todo el vino que llevó a refrescar al río. No hizo otra cosa
que mirarme muy adentro con esos ojos que tenía y cayó al suelo. Mi madre se
agachó y miró cuidadosamente el cuerpo de Celina. Señaló:
—Ahí abajo del codo.
—Mismito allí picó la yarará —dijo mi hermano.
Observaban con ojos de entendidos. Celina abrió los
ojos y volvió a mirarme.
—Una víbora —tartamudeó—. Había una víbora en la
olla.
Miré a mi madre y entonces ella se puso un dedo en
la frente para dar a entender que Celina estaba loca. Lo cierto es que no
parecía en su sano juicio: le temblaba la voz y no terminaba las palabras, como
un borracho de lengua de trapo.
Quise apretarle el brazo para que no corriese el
veneno, pero mi madre dijo que ya era demasiado tarde y no me atreví a
contradecirle. Entonces dije que debíamos llevarla al pueblo en el sulky. Mi
madre no me contestó. Apretaba los labios y comprendí que se estaba enojando.
Celina volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Trató de incorporarse. A
todos se nos ocurrió que el veneno no era suficientemente fuerte. Entonces mi
madre me agarró del brazo.
—Eso se arregla de un solo modo —me dijo—. Vamos a
hacerla correr.
Mi hermano me ayudó a levantarla del suelo. Le
dijimos que debía correr para sanarse. En verdad es difícil que alguien se cure
en esta forma: al correr, el veneno resulta peor y más rápido. Pero no me
atreví a discutirle a mamá y Celina no parecía comprender gran cosa. Solamente
tenía ojos —¡qué ojos!— para mirarme, y me hacía sí con la cabeza porque ya no
podía mover la lengua.
Entonces subimos al sulky y comenzamos a andar de
vuelta a casa. Celina apenas si podía mover las piernas, no sé si por el veneno
o el miedo de morir. Se le agrandaban más los ojos y no me quitaba la mirada,
como si fuera de mí no existiese otra cosa en el mundo. Yo iba en el sulky y le
abría los brazos como cuando se enseña a andar a una criatura, y ella también
me abría los brazos, tambaleándose como un borracho. De repente el veneno le
llegó al corazón y cayó en la tierra como un pajarito.
La velamos en casa y al día siguiente la enterramos
en el campo. Mi madre fue al pueblo para informar sobre el accidente. La vida
continuó parecida a siempre, hasta que una tarde llegó el comisario de Chañaral
con dos milicos y nos llevaron al pueblo, y después a la cárcel de Resistencia.
Dicen que fue la Roberta quien contó en el pueblo
la historia de la víbora en la olla. ¡Y la creímos tan callada como una mula!
Siempre se hizo la mosquita muerta y al final se quedó con la casa, el sulky y
lo demás.
Lo que sentimos de veras con mi hermano fue
separamos de la vieja, cuando la llevaron para siempre a la cárcel de mujeres.
Pero la verdad es que no me siento tan mal. En la penitenciaría se trabaja
menos y se come mejor que en el campo. Solamente que quisiera olvidar alguna
noche los ojos de Celina cuando corría detrás del sulky.
BERNARDO KORDON - Argentina
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