La mirada de Marianna
De niño crucé la mar muchas veces. Deslumbrado
descubrí a un escritor nacido en Verona en 1862, a piratas, a islas habitadas por
salvajes. De niño soñaba en el patio de mi casa con bucaneros, con barcos
ingleses, con abordajes. Recorría mapas, estudiaba cielos, miraba la Cruz del
Sur pensando en libros de navegación, garfios, luces marineras, hombres con
patas de palo, tempestades. Con estos ojos que han de comer la tierra he visto
a los malvados thugs, adoradores de la diosa Kali. Era un niño
valiente y decidido; era un hombre de mar.
Con
los años comprendí de a poco el significado de la palabra inmigrante, del
inmigrante gallego en particular, pero también del italiano, del belga, del
judío, del polaco… La inmigración es un tema. De adolescente escribí sobre el
amor a una tierra lejana, casi sin saber, como un impulso que venía de muy
lejos y de muy dentro. Con el tiempo decidí homenajear a esa gente. Mi padre me
hablaba de su aldea, de ovejas, de montes, de rías. Y mis tías fabulaban
historias, mitos, creencias. Había magia, supersticiones, inocencia. De a poco,
ese niño fue entendiendo universos, mundos del otro mundo, universos
individuales que eran parte de mi historia, de mi vivencia. Lentamente fui
desgranando recuerdos.
Mis compañeros de la escuela primaria fueron el portugués Yañez de Gomara, el
bengalí Tremal-Naik y un marahato cuyo nombre era Kammammuri. Todos sabían mi
devoción por lady Marianna Guillonk, la Perla de Labuán. También sabían de mi
gran amor, mis padres y hermanos. En esa casa había una biblioteca poblada en
su mayoría por autores clásicos españoles. Y consignas a la hora de la cena:
“no se apoyan los codos en la mesa al comer”, “ayudar en las tareas de la
casa”, “no humilles ni te dejes humillar”, “el enemigo del Rey eres tú”…
Cuando viajé por primera vez a Galicia regresé con ellos. Iba por callejuelas,
por senderos intentando ver con los ojos de ellos, con los ojos de don Manuel,
con la voz de mi madre – María Manuela- y canciones con voces galegas en una
casa de Piñeyro, Avellaneda. El asombro me impedía dormir, obcecado por una
idea, por un sentimiento difícil de entender, Era gente trabajadora, humilde,
honesta. Mi familia era así, rechazaban dictaduras y la hipocresía del poder.
Mi corazón latía sin parar. Tocaba muros, rejas, árboles. Buscaba sin saber.
Mariana debía estar en el bosque de Espenuca. Eso me dijeron mis amigos de
Compostela y de Ourense. Yo pensaba que caminaba a mi lado.
Me había enamorado de Mariana. Sabía que debía regresar para buscarla. Era uno
de Los tigres de Mompracem. Amaba a Marianna y ella a mí. En esos
años supe que la encontraría, que la felicidad nos esperaba, pues su mirada
lograba agitar mi corazón. Le había escrito cartas, le había prometido luchar
contra la injusticia y la maldad.
“En la noche del 20 de diciembre de 1849 un violentísimo huracán azotaba a
Mompracem, isla salvaje de siniestra fama, guarida de temibles piratas situada
en el mar de la Malasia, a pocos centenares de kilómetros de las costas
occidentales de Borneo”. Así comienza la novela Sandokán y los tigres
de la Malasia (1900), obra legendaria del escritor y marino italiano
Emilio Salgari. Admirado, recuerden, por millones de lectores. Entre ellos
Umberto Eco y Juan Marsé.
Había un universo de fantasía. Lo lúdico y lo etéreo rodeaban mi vida, mi
infancia y mi adolescencia. Hace años escribí un artículo referido a Coirós, el
lugar en el mundo de mi padre. Allí, entre otras cosas, dije: “Hay nombres que
llegan de la infancia. Nombres cargados de afecto, de mitos. Palabras que
navegan en esa niebla del ensueño, en la niebla de los hijos de la diáspora.
Podemos levantar la cabeza y decir verraco vetton. Y es hermoso el término,
bella la imaginación, utópico el pronunciar. Pero eso es parte de la
inteligencia emocional. En cambio si decimos casi balbuceando, casi como un
rezo pagano, si decimos digo, Betanzos de los Caballeros, Espenuca o Coirós,
hablamos de la infancia, de nuestros padres. Es así como vemos sus manos, sus
caricias, sus miradas. Y escuchamos sus voces”.
La poesía sucede en la intimidad. Intimidad procede del latín intimus,
el superlativo de interior, «lo que está más dentro, más al fondo». Lo secreto,
lo de uno. Es cuando nos preguntamos: ¿Qué tradición o mito nos oculta el
tiempo, la distancia, la incertidumbre, la ensoñación? Aquí estamos, entre los
incensarios de oro y la mirada de los bueyes. Sólo conozco partidas, no sé del
retorno.
De adulto uno descubre otras cosas. Tal vez más reales, tal vez cercanas a una
verdad. Pero no sé, de verdad no sé. Se trata del pasado, de un pasado que
avanza a medida que recorro la nostalgia, la textura del alma, los olores de la
tierra y del pan, el reconocimiento de los heraldos invisibles. De niño había
cruzado el mar. De adulto entendí el destino.
Buenos Aires, 17 de noviembre de 2024
CARLOS PENELAS – Buenos Aires,
Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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