CARLITOS VA A LA CANCHA
Tenés
cuatro años, chiquilín. Cuatro años te alcanzan para patear con cierta
efectividad la pelota. Para tomar la leche solo, para ir al baño, para mirar en
la tele tus programas favoritos. Cuatro años son mucho para eso. Al menos
alcanzan. Como alcanzás el estante de arriba cuando querés bajar las galletitas
que mami, cuando tiene plata, compra y pone allí.
Carlitos,
podés hacer todas esas cosas y muchas más. Pero — a veces se olvidan quienes tienen
la responsabilidad de tu cuidado — hay otras que vos no podés hacer, no debés
hacer, y lo que es más importante, hay cosas que vos no sabés aún ni querrías
hacer. Pero los otros no entienden… porque quizás no pensaron nunca que no
estás en condiciones de hacer lo que hacen los mayores. Y que los mayores no
siempre saben o piensan lo que hacen.
—Ponele
un pullover al Carlitos, que me lo llevo a la cancha.
Y
lleno de alegría, vas con papá a la cancha. Mamá se queda en casa, lavando la
ropa. Mamá no tiene oportunidad de matar el tiempo: el tiempo la mata a ella
entre el cuidado de sus seis hijos, las compras, el lavado de la ropa… Mamá no
trabaja, papá sí… Dicen.
Llegan
a la cancha, entran, suben al lugar más alto de la tribuna del club. Te cuesta
subir, pero llegan. Desde allí ves muy chiquitos a los jugadores, mientras a tu
alrededor la gente grande salta, grita, dice palabras que a vos, en casa, no te
dejan decirlas, y tiran cosas para abajo. Papá te había recomendado que no te
movieras de su lado para no perderte. Tenés ganas de ir al baño y se lo decís a
papá. Él te contesta que hagas allí mismo, que no pasa nada. Nunca pasó
nada. Te lo dice sin mirar, sin
explicarte cómo hacerlo, porque están frente a una jugada difícil para el club
de sus amores y no quiere perdérsela. Vos te arreglás como podés.
Al
final, ganan. Todos saltan. Se sacan la camisa y saltan. Vos miras hacia un
costado y ves que algunas personas de arriba empujan a las de abajo hasta
hacerlas caer. Y después son muchas las personas que caen. Vos te asustas.
Salen
de la cancha. Papá te sube a babuchas y así andan unas cuadras. Van a tomar un
colectivo que los llevará a casa. Aparece un grupo de hinchas que tiene la
camiseta del club de ustedes, gritando, tirando piedras contra los negocios
mientras la gente que pasa corre a refugiarse. Y papi saltando, saltando. Vos
estás otra vez asustado. Papá los sigue mientras grita, y vos te bamboleas
sobre sus hombros. En un momento dado papá tropieza y casi se caen, vos y él.
Pero no: sigue saltando y gritando. ¡Habían ganado uno a cero! Dos cuadras después aparece un camión repleto
de gente con las camisetas del equipo contrario.
Las
personas que están con ustedes, inclusive tu papá, les dicen cosas feas a los
simpatizantes del equipo perdedor. Después dejan de tirar piedras contra las
vidrieras y los autos, y las tiran contra el camión. Ellos tiran con hondas.
Después sacan revólveres, de esos que alguna vez viste por la tele
Vos
escuchás unos ruidos muy fuertes y enseguida una cosa que te golpea, pero nada
de dolor. Sólo te parece que algo ha entrado muy derecho en tu cuerpo, y
empezás a ver sangre en tu pullover. Vos gritas, pero tu papá grita más y sigue
saltando. Hay que saltar porque el equipo de ustedes había ganado: ¡uno a cero!
La cabeza de papá se moja con tu sangre. Mientras él salta, los dos gritan: tu
papá por el triunfo y porque quiere que los contrarios se vayan. Vos porque
estás asustado al ver el color rojo que toma tu pullover y por el dolor que
comienza en el lugar del golpe que recibiste y que no podés tocar porque papá
te sostiene sobre sus hombros reteniendo tus manos y sin mirarte.
Después
pensás en mamá y no sentís más nada: ni dolor, ni gritos, ni la molestia de los
saltos de papá. Ya no sentís ni sentirás más nada, Carlitos. Papá sí: él siente
la cabeza mojada, se toca, se da cuenta que no es la transpiración, y te baja
hasta sus brazos. Y en ellos estás un rato, hasta que te sacan de allí y te
suben a una ambulancia.
Mamá, que se había quedado en casa —porque papá tiene derecho a distraerse un poco los domingos, dicen—, se detiene unos instantes y lleva su mano al corazón. Un pensamiento quiere adueñarse de ella, pero mami no se lo permite: ¡tiene tanto que hacer!
EDUARDO JOSÉ BORAWSKI CHANES,
Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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