"Versos tristes "
“Maldita suerte la
del poeta
Siempre invocando la
muerte
Triste pues es su
negra suerte
Cuando todo le
inquieta.
Será su sensibilidad,
Quizá su corazón
destrozado
Donde la tristeza se
ha alojado
Y es toda su
realidad.
¿Qué salida es la que
toca
Cuando se deshace el
encanto
La risa se trueca en
llanto
¿Y lo sensible se
ahueca?
El recuerdo es
nostalgia,
La nostalgia sufrir,
Sufrir es pura elegía
Queda sólo el morir.
Cuando esa tristeza
nos alcanza
Preludio que es de la
muerte
Asemejándonos al
poeta
Sintiendo su
penetrante lanza
Sabiendo que no hay
ya meta
Sólo resta anhelar su
suerte”
Recordando estos
sus versos evoco a aquella niña con coletas y gafitas. No era niña, sino mujer.
Pizpireta, luminosa y sensible. En parte soy yo quien la visto, pues me tengo
por una especie de modisto que la conoce al desnudo más raso, incluso más que
ella a sí misma. Por eso, sé que convive en la niña el sentimiento más puro que
eleva a los mortales a la calidad de dioses:
el amor. Bien que lo sé, pues represento lo más impenetrable de su intimidad. Y
aunque presumo de ser intangible, inubicable y muchos me niegan, todo pasa por
mi propio tamiz. Soy su yo más escondido. Su alma imperecedera.
Un día me confió
su gozo por la vida, hablándome de la naturaleza. Admiraba la decisión de las
disciplinadas hormiguitas. Se deleitaba con el aleteo de la dulce mariposa de
colores, vistiendo su traje de gala. Se desperezaba con la llegada de la
primavera, alterándose la sangre de sus venas. Y al llegar el invierno, acogía
con alegría las nieves que lloraba el consternado y grisáceo cielo.
También amaba el
arte. La poesía era su lubricante y a través de ella se expresaba su espíritu
más allá de los convencionalismos. Se conmovía escuchando los versos de
Rondeles “si quieres nos amaremos, sin decirlo con tus labios”, y también la
sonatina “la princesa está triste... ¿qué tendrá la princesa?”, de Darío; o
bien se inquietaba recreando a Lorca: “Amor de mis entrañas…”. Se sentía vital
desentrañando a Aleixandre “Cuerpo feliz que fluye entre mis manos, rostro
amado contemplando al mundo”. O también, aquello de “cristalina luz que hiere
el fuego…como un cuerpo que se amontona de dicha”. Se turbaba con las
composiciones nerudescas, aquellos versos alegres que decían del deseo del
amante, anhelando poder convertirse en hijo para dejarse amamantar en sus
pechos núbiles. De todos, Machado era su sublimación. “Sólo tu figura, como una
centella blanca en mi noche oscura”.
La niña era pura
sensibilidad al servicio del amor. Amaba la naturaleza. Al día y a la noche. Lo
impenetrable del misterio del principio y el fin. También a su príncipe azul.
Esa realeza que se instala en nuestra… ¿cabeza? ¿En el corazón? ¿O quizá en la
imaginación, que a fuerza de darle vueltas tal un caleidoscopio se acaba
idealizando, convirtiéndose en algo tan frágil como una copa de cristal de
bohemia?
Un día comenzó a
calar frío en su corazoncito. La niña
era pura pasión. Fuego que incendiaba, pero sólo recibía brasas. Entonces, su
sensibilidad empezó a inclinarse hacia el lado oscuro. Aquellos insectos
laboriosos mostraban ahora para ella sus poderosas mandíbulas, devastando todo
a su paso. Los lepidópteros voladores se le antojaban la metamorfosis de viles
gusanos que otrora reptaron por el suelo. El estío desecaba su ánimo y el
invierno helaba su sangre, sumiéndola sus largas noches en la melancolía. Lo
que la poesía era antes rosa, se convirtió en espina. Versos tristes. Sólo
afloraba a su cabecita las estrofas del quebranto.” Un beso ardiendo se rasga”…”
está presa en sus oros, está presa en su tul”… “hermosura delicada, junto al
filo de la nada” “templaré mi corazón de suerte, que la mitad se incline a
aborrecerte”. Todo lo que antes era frescura ahora era acervo. Hiel. Neruda
supo anticipar su sentir: “La misma noche que hace blanquear los mismos
árboles, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”
La pluma del vate puede ser vino generoso,
pero también de alta graduación. Si mal se bebe, embriaga, comunicando al alma
una fatiga agotadora. ¡Ay, esa alma! ¡Si
lo sabré yo!
Aquel día, o
mejor, fue una noche, me confió un secreto, desahogándose entre sollozos. Me
dijo que, si bien ella amaba todo, no era feliz. Y continuando su soliloquio, acentuó
que no comprendía cómo amando tanto, no recibía el mismo amor. Me confesó que
el mundo y las personas no saben amar. Ya no quería luchar más y deseaba morir.
Había gastado todo su esfuerzo en querer y se estaba secando en un pozo vacío
de amargura.
Con mi presencia
silenciosa, procuré consolarla. Le dije que entendía su pasión amándolo todo,
lo inerte y la carne. También, que ella había dado el amor que tenía, y que el
apego consiste, aún sin recibirlo, en estar dispuesto a amar a fondo perdido.
Un grano de querencia es suficiente para redimir lo que se ama, ajeno y propio.
Me escuchaba
absorta. Sin pestañear. Muda. Y cuando me di cuenta, volaba yo hacía un espacio
donde el caos es inexistente y sólo existe la perfección. La niña de las
coletas y las gafitas había muerto de melancolía. No sé si llegó a escuchar lo
último que le dije para consolarla. Se había marchado por amar demasiado el
amor. Tanto amor mata y ella murió por desear plantarlo a su alrededor.
Yo, su alma,
ascendiendo vi su cuerpo sin vida, aunque me queda el consuelo de que su rostro
reflejaba una sonrisa que me recordaba a la luna cuando estira su sonrisa cual
Gioconda. En el fondo, tengo la impresión que muriendo encontró al fin el amor
que anhelaba. Era lo que quise explicarle.
ANGEL MEDINA, Granada, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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