MI ABUELA EN EL
SINDICATO
(En tiempos de República)
Mi abuela
corría desesperada hacia la sede del sindicato. Las amenazas recientemente
escuchadas le bullían en la mente. “¿Qué se habrán creído?”, se decía.
Los
comentarios suelen ser más alarmantes que los motivos que los sustentan. Pero
en la mente humana basta una pequeña noticia sobre cualquier acontecimiento
para que se divulgue rápidamente y el temor tome dimensiones exacerbadas.
Ese
comentario sarcástico de la vecina, con una ligera sonrisa insinuando más de lo
existente, martilleaba la mente de mi abuela.
Su cuñada
había llegado desde el convento. La guerra la había obligado a colgar los
hábitos y, no teniendo dónde ir, se había recluido en casa de su hermano
Francisco, mi abuelo.
Toneta, mi
abuela, la había acogido con todo cariño, porque para ella, ante todo, primaba
el lazo familiar, y su cuñada, monja o civil, era la hermana de su marido.
- ¿Qué es eso
de que vendrán por ella? - le espetó al Secretario del sindicato, tan pronto
éste pudo atenderla.
- ¿Pero, qué
dices? ¿No ves lo ocupado que estoy?
- Sabes que
mi cuñada está en casa. ¡En casa de su hermano!, porque habéis clausurado el
convento. ¿A dónde crees que puede ir? Ya me han dicho lo del coche de la
calavera y... ¡tendréis que pasar sobre mi cadáver antes que llevárosla!
- ¿Pero qué
dices? ¿Estás loca, Toneta? Vete a casa tranquila que nadie va a hacerle nada a
tu cuñada. ¿No te das cuenta de que estamos en guerra y tenemos muchas otras
cosas que atender, antes que meternos con tu cuñada?
- Y eso del
“paseíto” - se atrevió a decir mi abuela.
- ¡Anda ya!,
¡vete! - le repuso el Secretario enfrascado en un montón de papeles.
La guerra
había abierto la puerta a una situación nueva. Cocentaina, al igual que toda la
provincia, había quedado del lado de la República, los voluntarios marchaban al
frente.
Los
sindicatos de CNT, mayoritario, y de UGT reorganizaban la economía
estableciendo colectividades. El pueblo había tomado en sus manos la dirección
de la sociedad.
Había que
atender los frentes de guerra y alimentar a toda la población. Se estaba
poniendo en práctica un método completamente nuevo de organización social.
Mi abuela
volvió a casa más tranquila. La angustia, que la dominaba y que la había
empujado a ir a ver al Secretario del sindicato, se desvanecía.
El encuentro
de la mañana le seguía martilleando. No llegaba a calibrar la gravedad de la
situación pero la guerra recién estallada creaba una permanente angustia en el
ánimo de todos y más en un sencillo hogar como el suyo: el hijo estaba presto
para irse al frente requerido por el gobierno de la República y la hija mayor
acababa de quedar viuda, asesinado su marido por el ejército sublevado en una
de las calles de Barcelona, el mismo 18 de julio.
Alguien le
había dicho a mi abuela por la mañana: “¡Ah! ¿Que tienes a una monja en casa?
¡Ya iremos por ella y le daremos un “paseíto”!”
Se hablaba en
corrillos, se susurraba en voz baja que se visitaban casas de algunas personas,
manifiestamente de derechas o religiosas, y se las llevaban en coche a dar un
“paseíto” según se decía. Muchas de estas personas, que se creían
desaparecidas, al terminar la guerra salieron de sus escondrijos. Habían estado
sencillamente escondidas como topos.
Los topos que
produjo el fin de la guerra en la parte republicana corrieron peor suerte,
algunos murieron en malas condiciones, otros estuvieron muchos años escondidos,
otros fueron fusilados tras abandonar sus escondrijos o cargaron con largas
penas de cárcel, pese a que la mayoría de ellos no tenían las “manos manchadas
de sangre” acusación que el franquismo usaba para ejecutar a muchas personas
del pueblo.
SALOMÉ MOLTÓ, periodista, poeta y escritora española
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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