Nueva
mirada de lo visible
El tiempo de vivir es para todos
breve e irreparable.
Publio Virgilio Marón
Descubrimos la eufonía de la
creación, vale decir, lo agradable de la creación, la esencialidad
de la palabra poética, su valor simbólico, su capacidad connotativa, que
remiten a una consideración artística del hombre, del mundo, de las cosas.
Hablamos de una particular visión del mundo que nos ofrece el poeta en su
experiencia, en sus vivencias, en su creación; son los temas de una teoría del
lenguaje poético, de lo lírico en particular.
Desde adolescente me obsesionó
conocer en qué va transformando la poesía a su hacedor. Hay una ascensión de la
palabra poética, un designio que señala permanencia en el hombre primordial, en
el habitante desposado de su territorio. Una cosmogonía que cobija los mudos
testimonios, las nuevas creaciones en las arenas y los cielos.
Más allá de la belleza de un poema,
de su estructura, exigimos de lo poético un ahondar en lo esencial del ser
humano. La poesía es un camino, un reintegrarse en lo universal. En el acto
poético hay incantación, mito y autenticidad; una búsqueda de lo
absoluto.
Toda poética pertenece al ámbito de
las intenciones, a la intimidad del poeta. La evocación y la memoria son
tamizadas en una permanente ondulación, un tiempo desprotegido, un atributo de
la intemperie y de la soledad.
El poeta no debe perder la infancia,
el sentido del asombro, la mirada transparente de la niñez. El verdadero poeta
crece como el campesino, entre mitos y certezas, junto a la humildad de la
hierba, en un estado cercano a la pureza, desechando los bienes materiales, entre
los vaivenes de la pasión y el esplendor de los frutos. En el instante está la
insurrección, la verdad de la conciencia y de la tierra, las dimensiones del
alba y del atardecer. El diálogo abisal entre el ser y la nada. He aquí la
realidad palpable, insurrecta, deslumbrante.
La poesía no puede ser otra cosa que
una reintegración al mundo clásico, un ingrediente activo de la vida, vital,
irrenunciable. Por eso engendra emoción y deseo, ilumina la verdad en una
imagen abisal entre la conducta práctica y las posibilidades móviles del
hombre. Es el signo del diálogo interior, la insatisfacción permanente que se
aleja de filosofías sistemáticas o ideologías redentoras. Desde el poema
avanzamos en un terreno fatídico. El poeta debe tener valor, pues no responde a
cánones terrestres o celestiales. En cada acto una desesperada tentativa de
salvación que fuga y retrocede forjando palabras, cincelando un ser ético y
físico. A través de la palabra descubre la intersección de la vida y la
creación. Inmanencia y trascendencia sobre cada cosa, como una despedida del
instante cenital, de cada insospechada refracción que toma una naturaleza y un
don esencial. Exalta la belleza desde la expresión verbal llevando su
existencia, su corporeidad en un acto de devoción por el mundo.
La poesía nos ofrece el ensueño de
voces infantiles; no la nostalgia indiscutible que tiene todo ser humano, sino
las estancias del ser, la sublimación de la luz que hipnotiza la soledad del
cuarto. Por eso registramos el follaje, la rama sensible al viento, la vela
blanca en la bruma del mar. El poeta se abandona a la intuición, a la
contemplación, al espacio que estremece desde el silencio de una visión
inmóvil. Crea su infinito desde el gozo secreto.
Lo rodea la infamia, la corrupción,
la demencia de hembras alucinadas por la frustración, la desvergüenza de
hombres hastiados. Pero su poética nos envuelve en un universo claro, una
convicción íntima que hace sensible la palabra, voces modeladas por una
mitología del desorden. La inmensidad está en nosotros como la
insumisión.
Por momentos asombra en la
despersonalización del verso y paralelamente afirma su subjetividad. Destierra
el vacío creando los enigmas de lo poético, concilia libertad y destino, azar y
fidelidad. Cristaliza y vulnera al amor, halla la medida de sí mismo entre las
contradicciones, entre los fragmentos de lo cotidiano. Ofrece su respuesta
desde la desesperación y la esperanza. Extrañamente ambiguo, integra la
plenitud y el caos.
Sin recompensas futuras se sumerge en
la naturaleza tantálica, en la revelación de los vínculos y los afectos.
Sugiere un simbolismo sexual en la mujer deseada, en oposiciones increíbles y
ciertas, en un fuego sustancial y mágico. La palabra será siempre un vehículo
de una vida en permanente cambio, de confidencias; un peregrinaje misterioso y
traslúcido.
Todo y cada cosa es una amenaza de
eternidad. El poeta siempre anima una dialéctica sutil, por momentos
incomprensible. Anhela la solidaridad entre forma y existencia, sufre la
imperiosa necesidad del instante, esa fugacidad que emerge y se define por sí
misma. Hay plenitud en lo dramático, éxtasis y continuidad que le dan fuerzas
para enfrentar un mundo absurdo.
Hace falta ingenuidad. El placer de admirar, de evocar. Todo se experimenta a
partir de la infancia, a partir de lo lúdico. Desde la franqueza hallamos
felicidad; contra todo dogma enfrentamos las moradas de la supervivencia.
El verdadero poeta cree en lo
inconmensurable, en la utopía, en la sagrada unidad del silencio y la
fraternidad. Detesta los partidos políticos, las capillas literarias, los
dioses y los amos. Al cincelar el verso ofrece belleza, no sólo cristalina,
otorga un contenido moral.
Hay un carácter mimético en el
lenguaje, una experiencia estética. En el poema el lector siente una visión del
mundo pero al mismo tiempo una visión de sí mismo, una suerte de amor que
inspira y envuelve. El poema es entonces un itinerario; conciencia e imagen.
Asedia la trascendencia, la revelación, lo hondamente personal.
Carlos Penelas, Buenos Aires, septiembre de 2020
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