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sábado, 29 de enero de 2022

EL INDIO MALO, Norberto Pannone, Buenos Aires, Argentina

 




EL INDIO MALO

 

 

            Lo vio venir por el camino, al paso antojadizo del caballo. Su silueta grotesca balanceándose sin respeto en el lomo del matungo carente de recado. Un cuero gastado de oveja obraba a manera de cojinillo. Su figura se recortaba entre los álamos secos que bordeaban la calle, perfilando la imagen incongruente en el telón de la tarde polvorosa de aquel domingo ventoso de julio. Parecía no tener apuro.

            La vieja Dominga lo miró otra vez y dudó si sus sentimientos eran de rabia, de lástima o de odio.

Eran las dos de la tarde.

Algunas gallinas descoloridas, porfiando contra el viento, picaban ilusiones por el patio de tierra. Un par de galgos flacos mostraban sus costillas refugiados al costado del maltrecho horno de barro donde se cocinaba de tanto en tanto alguna hogaza de harina amasada con apuro y con bastante sal. En un corral construido de palos y caprichosas ramas de algarrobo, un par de famélicos y míseros caballos permanecían con las ancas al viento, aguantando con sus clinas tusadas al extremo al tozudo pampero. Más allá, debajo de una planta de mora, una chancha gruñía mientras amamantaba con flacura a unos tres o cuatro lechones entecados y panzones. Detrás del miserable rancho de barro, a unos cincuenta metros, un paupérrimo montecito de acacias esparcía por el suelo sus hojas desahuciadas, mientras, alguna paloma montera emitía desde sus ramas su vespertino canto lastimero.

            La Dominga entró al rancho y esperó que el chino hiciera su aparición por el umbral de la única puerta que existía. De sobra sabía que, después, cuando el ladino comenzara a roncar en el catre, le tocaría acomodar el matungo en el corral.

Apretó los dientes cuando escuchó los gritos desaforados del indio malo en el patio. Sabía de sobra que traía como siempre, su malhumor y su infortunio de borracho prepotente. Ahora, vendrían los reproches, las puteadas y las amenazas: “¡Loz voy a reventar a tiros hijos ’el diablo! ¡No zirven pa’ nada! ¡¿Dónde están los inútiles ‘e suz hijos?¡, y pateando los miserables bancos de madera que estaban en la cocina, agitaba en el aire el oxidado 38 que había comprado en un remate del boliche de los gringos. Visto de frente, se advertían las puntas de los plomos que se asomaban para espiar, burlándose del miedo atroz del pobre chinaje que se amontonada aterrorizado en el rincón donde estaba el cajón de la leña y la bolsa con los marlos.

Hasta las pulgas del cuzco ratonero pararon las orejas y se acurrucaron temerosas entre los cuartos del animal.

El indio se sentó a la mesa ocupando la cabecera y pidió de comer. La Dominga le alcanzó un plato de sopa de zapallo, un pedazo de pan y la damajuana. El chino se acomodó y empezó a tomar el brebaje ruidosamente, de tanto en tanto, se empinaba el recipiente hasta fastidiarlo. Después de cada empine, exhalando múltiples amenazas, tomaba el revolver por el caño y golpeaba fuertemente sobre la mesa. A veces, revoleaba el arma por sobre su cabeza y vociferaba que “loj iba a matar a todoz”.

Después de varios tragos de sobremesa, donde el silencio era lo único que se oía, el chino eructaba con placidez estentórea. Luego, arrastrando su borrachera se tiraba en el catre donde a los pocos minutos, dormía su sueño de macho cabrío, acompañado de asque-rosos ronquidos. Su Colt 38, lo acompañaba alerta, dormitando ocasionalmente entre sus manos, gozoso en el cómodo mecimiento del pecho del hombre.

La Dominga esperó con paciencia a que el Indio profundizara su sueño de borracho y, con dedos de seda, le sacó el revolver de las manos, tomó una vieja asada que estaba apoyada junto al horno del pan y sigilosamente se dirigió al montecito de acacias que estaba detrás del rancho. Cavó profundamente y enterró para siempre aquel malévolo instrumento de tortura en las profundidades del terreno, luego, para disimular, esparció con sumo cuidado las hojas secas sobre la tierra removida.

Demás está decir, que el chino durmió su fiera borrachera hasta el otro día.

Cerca del mediodía, se despertó y buscó afanosamente el revolver que siempre lo acompañaba. Manoteó entre las mantas, miró debajo del catre, buscó en su cintura y... nada, el arma había desaparecido. Se incorporó de un salto y buscó sobre la mesa y el fogón..., el 38 largo no estaba! –“¡Qué lo parió!”, murmuró confundido. De inmediato,  se le escapó la bestia por la boca: -¡¡¡Dominga, donde ha puesto el 38!!!

-No ze patrón, respondió parsimoniosamente su mujer sin levantar la vista de las papas que estaba pelando, acá no lo ha tráido... desiguro lo olvidó ayer en el boliche... o lo haberá estraviau po’ el camino...

El indio amagó un insulto pero no dijo nada. La miró un largo rato y se rascó la cabeza tratando de pensar. Desde ese día, su agrio carácter fue mejorando poco a poco.

 

©NORBERTO PANNONE, poeta y escritor argentino


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