EL
INDIO MALO
Lo vio venir por
el camino, al paso antojadizo del caballo. Su silueta grotesca balanceándose
sin respeto en el lomo del matungo carente de recado. Un cuero gastado de oveja
obraba a manera de cojinillo. Su figura se recortaba entre los álamos secos que
bordeaban la calle, perfilando la imagen incongruente en el telón de la tarde
polvorosa de aquel domingo ventoso de julio. Parecía no tener apuro.
La
vieja Dominga lo miró otra vez y dudó si sus sentimientos eran de rabia, de
lástima o de odio.
Eran las dos de la tarde.
Algunas gallinas descoloridas, porfiando
contra el viento, picaban ilusiones por el patio de tierra. Un par de galgos
flacos mostraban sus costillas refugiados al costado del maltrecho horno de
barro donde se cocinaba de tanto en tanto alguna hogaza de harina amasada con
apuro y con bastante sal. En un corral construido de palos y caprichosas ramas
de algarrobo, un par de famélicos y míseros caballos permanecían con las ancas
al viento, aguantando con sus clinas tusadas al extremo al tozudo pampero. Más
allá, debajo de una planta de mora, una chancha gruñía mientras amamantaba con
flacura a unos tres o cuatro lechones entecados y panzones. Detrás del
miserable rancho de barro, a unos cincuenta metros, un paupérrimo montecito de
acacias esparcía por el suelo sus hojas desahuciadas, mientras, alguna paloma
montera emitía desde sus ramas su vespertino canto lastimero.
La
Dominga entró al rancho y esperó que el chino hiciera su aparición por el
umbral de la única puerta que existía. De sobra sabía que, después, cuando el
ladino comenzara a roncar en el catre, le tocaría acomodar el matungo en el
corral.
Apretó los dientes cuando escuchó los
gritos desaforados del indio malo en el patio. Sabía de sobra que traía como
siempre, su malhumor y su infortunio de borracho prepotente. Ahora, vendrían
los reproches, las puteadas y las amenazas: “¡Loz voy a reventar a tiros hijos
’el diablo! ¡No zirven pa’ nada! ¡¿Dónde están los inútiles ‘e suz hijos?¡, y
pateando los miserables bancos de madera que estaban en la cocina, agitaba en
el aire el oxidado 38 que había comprado en un remate del boliche de los
gringos. Visto de frente, se advertían las puntas de los plomos que se asomaban
para espiar, burlándose del miedo atroz del pobre chinaje que se amontonada
aterrorizado en el rincón donde estaba el cajón de la leña y la bolsa con los
marlos.
Hasta las pulgas del cuzco ratonero
pararon las orejas y se acurrucaron temerosas entre los cuartos del animal.
El indio se sentó a la mesa ocupando la
cabecera y pidió de comer. La Dominga le alcanzó un plato de sopa de zapallo,
un pedazo de pan y la damajuana. El chino se acomodó y empezó a tomar el
brebaje ruidosamente, de tanto en tanto, se empinaba el recipiente hasta
fastidiarlo. Después de cada empine, exhalando múltiples amenazas, tomaba el
revolver por el caño y golpeaba fuertemente sobre la mesa. A veces, revoleaba
el arma por sobre su cabeza y vociferaba que “loj iba a matar a todoz”.
Después de varios tragos de sobremesa,
donde el silencio era lo único que se oía, el chino eructaba con placidez
estentórea. Luego, arrastrando su borrachera se tiraba en el catre donde a los
pocos minutos, dormía su sueño de macho cabrío, acompañado de asque-rosos
ronquidos. Su Colt 38, lo acompañaba alerta, dormitando ocasionalmente entre
sus manos, gozoso en el cómodo mecimiento del pecho del hombre.
La Dominga esperó con paciencia a que el
Indio profundizara su sueño de borracho y, con dedos de seda, le sacó el
revolver de las manos, tomó una vieja asada que estaba apoyada junto al horno
del pan y sigilosamente se dirigió al montecito de acacias que estaba detrás
del rancho. Cavó profundamente y enterró para siempre aquel malévolo
instrumento de tortura en las profundidades del terreno, luego, para disimular,
esparció con sumo cuidado las hojas secas sobre la tierra removida.
Demás está decir, que el chino durmió su
fiera borrachera hasta el otro día.
Cerca del mediodía, se despertó y buscó afanosamente el revolver
que siempre lo acompañaba. Manoteó entre las mantas, miró debajo del catre,
buscó en su cintura y... nada, el arma había desaparecido. Se incorporó de un
salto y buscó sobre la mesa y el fogón..., el 38 largo no estaba! –“¡Qué lo
parió!”, murmuró confundido. De inmediato,
se le escapó la bestia por la boca: -¡¡¡Dominga, donde ha puesto el
38!!!
-No ze patrón, respondió
parsimoniosamente su mujer sin levantar la vista de las papas que estaba pelando,
acá no lo ha tráido... desiguro lo olvidó ayer en el boliche... o lo haberá
estraviau po’ el camino...
El indio amagó un insulto pero no dijo
nada. La miró un largo rato y se rascó la cabeza tratando de pensar. Desde ese
día, su agrio carácter fue mejorando poco a poco.
©NORBERTO PANNONE, poeta y escritor argentino
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