LA CONFIANZA
“Cogito, ergo sum”,
esta es la cuestión. Pensar o no pensar, equivaldría aquí la célebre frase
cartesiana. Porque, muchas veces nos enredamos con el pensamiento…a base de no
pensar. ¿Pensar, el qué? Sencillamente esto: que todo discurre en el sujeto y
por tanto lo que sucede es cómo me posiciono ante el objeto.
Quiero decir: las cosas
son lo que son, pero yo me entenderé con ella desde mi percepción. Esto es, la
traducción que del objeto haga inteligentemente. Pero, es obvio que para este
menester se impone pensar. Parodiando a Shakespeare podríamos recitar: “Pensar
o no pensar, esa es la cuestión”. Y a base de dejarnos manipular por los medios
de comunicación, que todo nos lo dan hecho, el no-pensar va paso de convertirse
en un deporte nacional. (Si no, díganme ese maligno proyecto de abandonar el
entendimiento del aprendizaje para delegar el conocimiento en la Wikipedia de
turno)
Desde la perspectiva de
que todo ha de ser pensado y razonado, y dependiendo de cómo me lo haga entender,
está claro que pueden darse muy diversas interpretaciones. Todo lo cual suscita
la duda, pues el mecanismo de acción del pensamiento es la duda sistemática de
todo. ¿Cómo puedo estar seguro de algo que es ajeno a mí, si de lo que se trata
es de que aquello que es pura objetividad (la cosa) he de darle forma dentro de
la testa, o sea, subjetivarla? Si no, piénsese, por ejemplo― estamos hablando
de la indecisión; no nos perdamos― en la relación afectiva. ¿Cómo alcanzar la
convicción, y menos aún la certeza, de que nos guardan fidelidad? No. No es
posible. Acabaríamos neuróticos bañados en la duda continua. Sin confianza no se
puede vivir. Dígasele, si no a los trapecistas de un circo, que han de saltar
al vacío sin más sostén que las manos de su compañero. ¿No habrán de
confiarse? De nada podemos estar seguros
al cien por cien. Y no nos calentemos la chola dándole vueltas, que es sencillo
de entender. Todo se constituye en duda, porque tenemos que arriesgar la
respuesta― por supuesto después de sopesarla― Ante uno se abren varios caminos:
desentendernos, dudar, negar o afirmar. Confianza se llama la respuesta.
Riesgo, si se prefiere. Pero ante la duda― en el fondo todo lo es como venimos
diciendo― no cabe otra cosa. La vida y
el hombre son así.
Llegado aquí― no olvidemos que estamos racionalizando el raciocinio― podríamos argüir lo siguiente: que no puedo estar seguro de nada, aunque le conceda mi voluntad y procure en principio admitir esa cosa objeto de mi pensamiento― ¿Por qué? Sencillamente, porque siempre tendré una duda razonable al tratar de responderme sobre algo ajeno a mí mismo.
Correcto. Hemos llegado
a entender la diferencia entre la “cosa” objetivable y el sujeto que la piensa.
¿Y por qué no invertir el orden para hacerlo más asequible o al menos
práctico? Veamos, ¿no sería mejor tratar
de ver si me entiendo mejor o peor a mí mismo, con o sin esa cosa?
¿Qué “cosa” poner aquí
para mejor comprensión? Se me ocurre una: la «Cosa». La causa primera y última
de todo, incluido yo mismo. El Misterio que ha de ser sustento de todo, si
queremos sostener que todo efecto ha de tener causa.
Traigamos aquí la otra
no menos frase de Pascal: “Credo, ergo sum”. Porque creo, existo. Me sé.
Hagámonos la pregunta:
¿qué puede un hombre saber de Dios, sino lo inexplicable, de igual manera que
la gota en el mar, aun siendo mar, al sentirse rodeada del agua por todas
partes no puede abarcar la inmensidad? La relación sólo cabe en la
confianza. En ella misma es inabarcable,
pero he de darme una explicación razonable para mi inteligencia. ¿Cuál ha de
ser el camino, entonces?
Sencillamente el
contrario al iniciado. Lo antes dicho. No puedo relacionarme con la Cosa de tú
a tú, pero sí es posible entender cómo puedo comprender mi existencia mejor― ya
estoy buscándome a mí directamente― con o sin esa cosa.
Descendiendo al plano
coloquial. Puedo decir: “no existe”, pues me resulta imposible, y más,
demostrarlo. Siempre se me escapa. Pero, también puedo decir:” sí existe”, si
bien no podré acreditar ninguna de las dos conclusiones. ¿Sin embargo―
desenredando el pensamiento, aunque reflexionando―, cómo afirmarme? O, mejor
aún, dicho en Román paladino: ¿cómo puedo explicarme yo a mí mismo?
Lo primero que sé es que lo que no es no puede darse existencia a sí mismo. Y, no obstante, yo existo. Luego, a poco que lo piense habré de haber recibido esa existencia desde fuera. Y como la “nada” nada me dice, habré de situar ahí mi primer acto de confianza razonable.
Lo segundo, es lo
desconcertante de la vida. Haber sido arrojado a ella para tener que padecer y
finalmente morir. Si se me ha dado la existencia, sería una crueldad que todo
viniese a concluir en la nada. Venir de la nada para ir a parar a la nada, ¿qué
sentido conceder a ese planteamiento? A lo cual podría responderme. Puro azar.
A lo que habría de seguir otra interpelación: ¿Y qué prueba la casualidad?
¡Nada! Entonces, la criatura, es decir, yo, sería un absurdo. Un caos. Pero
también `puedo responderme. ¡No! El azar no existe. Lo que existe es la
causalidad. (de lo contrario habría de sostenerse algo insostenible: que
existen efectos sin causas, al menos sin una causa primera). Ha de haber una
causa primera y última que respondan a la interpelación que me hago no ya sobre
esa “Cosa”, sino de mí mismo. Viene a
cuento recordar el grito de Michelet, del cual se hace eco nuestro inmortal
Unamuno, cuando a la hora postrera grita aquello de ¡Mi “yo”, que me lo
arrebatan!”. Y es que ahí reside la esencia del hombre: en su ansia de vivir,
sabedor de que no puede prolongarse. No tiene capacidad para demostrar ni su
origen ni su destino, pero siente ese deseo como parte vital de él mismo.
Esencia del ser. Y estas razones fuerzan más al “sí” que al “no”, a pesar de no
poder demostrarse la racionalidad ni irracionalidad del deseo de perpetuarse.
Ahí habrá de situarse el segundo acto de la confianza.
Razones válidas para
inclinarnos hacia la confianza radical. Algo que, a pesar de las aparentes
contradicciones de la vida nos hagan caer en la cuenta, que más allá de la
incertidumbre lo que se ventila es mi propio ser. Entender mejor de mí o no.
Eso dependerá de dónde se ponga esa confianza, que ni es racional ni
irracional, pero sí razonable.
Ángel Medina, poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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