LAS MARCAS DEL DIABLO
“Fiat iustitia et pereat
mundus”
Admito que dudo siempre
que leo esta sentencia de los estoicos. No se puede hacer justicia si ello
conlleva la destrucción del mundo. Pero, el mundo no se aviene a la justicia si
no es por el temor o el arrepentimiento, lo cual conlleva dolor de cuerpo y
alma, que forma parte de la vida. El hombre necesita sentirse perdonado, pero
para ello sabe que también él ha de perdonar.
Es la sexta petición: “Perdónanos, como perdonamos a nuestros deudores…”
Cuando miro a la caverna
profunda del hombre siento resonar en mi interior el eco de mi pregunta: ¿somos
realmente humanos? ¡No! No es posible que la deshumanización llegue a tal grado
en nombre de la probidad. Y no obstante he de admitirlo: ira, venganza,
mentira, miedo, odio, intereses bastardos, e incluso abjurar del sagrado deber
de implantar la justicia, cediendo al poder o convirtiéndose en cómplice para
la perpetuación del crimen. Por fortuna, aún queda un resquicio de la
conciencia, y conscientes del mal obrado, a veces la recriminación empuja a la
restitución del delito, más allá de las leyes escritas.
Colecciono cuentos
incontables. Y ojeando en una vieja tienda de libros encontré uno realmente
singular. Una suerte de relato que no se sabe bien si es real o ficticio, o tal
vez ambas cosas, aunque ciertamente inimaginable. Una cadena de sangre que
brota del odio y la perversión, que tal un géiser expulsa sus rencores de la
tierra de promisión que constituye al ser humano.
La historia hablaba de un
amor fuera de lo común. Esa clase de sentimiento que a todos conmueve, pero que
puede ser a la vez fuente de destrucción. Plaga que se desparrama aniquilando
en una cadena sucesoria lo que encuentra a su paso, tal la lava devastadora de
un volcán, lavando la anterior decisión con otra nueva barbarie, hasta el punto
de poder considerarse al hombre como el mal de sí mismo. Pero, vayamos a la
historia.
Había una vez un rey
apuesto y maduro, que aún conservaba la gallardía, al tiempo que un corazón
noble curtido en las mil batallas libradas durante la vida. Era generoso y
amado, pero implacable en la justicia, además de temeroso de Dios, reprimiendo
con la espada toda manifestación herética o demoníaca.
Un día halló el consuelo a
su cansancio mundano en una hermosa doncella, con la que se desposó. La mujer
era joven, de melena larga y pelirroja, grandes ojos glaucos, nariz rectilínea,
pómulos contenidos y boca alargada, todo ello enmarcado en un rostro afilado y
de piel pálida. El único inconveniente residía en que era plebeya, y los
consejeros reales habían preparado su boda con una poderosa princesa,
desagradablemente fea. Para ellos primaban los intereses de estado, entendiendo
bien, que a la sombra del monarca mangoneaban la política en su propio
beneficio, y que ni decir tiene que la unión de las dos realezas daría más
prosperidad y poder al reino, por lo que aquella mujer era considerada como una
advenediza.
Era ella criatura devota,
pero muy instruida, algo que en aquellos años del Medievo no era precisamente
una consideración virtuosa para la terrible sociedad machista.
Un día, hablando con uno de los nobles comentó
que un teólogo está para abrir caminos a la “Barca de Pedro”, y aun siendo
alguna vez heterodoxa su idea no debe ser condenado y obligado a retractarse.
Esta conversación fue trasladada al inquisidor, el cual, instrumentalizado por
los enemigos de la reina acabó de acusarla de herejía ante el rey, y éste, no
teniendo posibilidad de oponerse, a pesar de su autoridad, sometida la corona a
la tiara debió acceder y se vio la causa contra ella. Durante la vista, el
clérigo descubrió en el inicio de sus senos unas manchas, lo que según Ludovico
Sinistrani, en su inquietante guía inquisitorial “Las marcas del diablo”,
equivalían a la brujería. Y afrentándola, movido por los turbios manejos y la
promesa de ser recompensando por los conspiradores, prosiguió sus acusaciones,
llegando a solicitar que descubriese sus partes más íntimas para corroborar sus
palabras, y hallando una verruga, certificó la acusación formalmente.
El rey sufrió un indecible
tormento, pero, respetando la legalidad hubo de consentirlo hasta concluir el
proceso. Y sin poder eludirlo, fue condenada por el tribunal, que solicitó el
permiso real para ser quemada viva, a fin de purificarla. El fuego devoró a la
inocente criatura, que se consumió entre gritos, sufriendo un horrible tormento
durante más de media hora, desprendiéndose la piel de su cuerpo hasta momificarse.
El consorte se sintió morir con ella, destellando en sus pupilas un odio
incontenido. Finalmente, concluido el auto de fe el pueblo llano desfiló ante
su monarca, comentando su firmeza en el cumplimiento de la ley, no habiéndose
sustraído a ella ni la mujer a la que amaba ciegamente.
Pero, la conciencia es
como una gota de agua que machacona e insistentemente va horadando la roca. Y
así, conforme pasaba el tiempo el inquisidor fue padeciendo, primero el
desánimo, después la duda, más tarde la confusión y finalmente el
arrepentimiento. Como Judas, renunció a su recompensa, y abrumado por el peso
de lo que había hecho decidió contárselo al rey. Una vez hubo concluido, su
señor estalló en justa cólera, mas enseguida supo controlarla, sustituyéndola por
una siniestra sonrisa, pidiéndole que hiciese una declaración por escrito. Una
semana más tarde, los heraldos recorrieron aldeas y caminos invitando al pueblo
sencillo, pobres, tullidos, amas de casa y ancianos, con la única excepción de
los niños, a fin de asistir a un banquete en el palacio. También fueron
convocados los nobles y el dominico que presidía el Santo Oficio.
Todos permanecían en un
gran salón a la espera de que se abriesen las puertas del comedor, dejándose
oír el monótono golpeteo de un martillo, hasta que por fin un heraldo anunció
que podían entrar para la celebración.
La sala era rectangular,
pero bastante ancha y grande. En medio se había dispuesto una gran mesa con
cubiertos y vajilla de plata, a excepción de dos, que eran de oro. Junto a uno
de ellos había un ramo de lilium, símbolo de la pureza, arropado por sendas
rosas rojas y blancas entremezcladas. La cabecera de la mesa estaba presidida
por el soberano, tras el cual había una cortina espesa que cubría un proscenio.
La del otro extremo permanecía el asiento vacío. Alrededor, se distribuían, a
un lado los nobles y al otro los súbditos. Una vez estuvieron dentro, las
puertas fueron cerradas, custodiadas por dos alabarderos. A una señal del
maestro de ceremonias comenzaron a ser servido los manjares. Fuentes cubiertas,
en cuyo interior se hallaban cabezas de lechones, aderezados con verduras;
carnes rojas de venados recubiertas con salsas rojas, todo ello regado por unos
caldos deliciosos y olorosos, tanto blancos como tintos, y finalmente frutas
variadas de las huertas reales. Cuando todos se hubieron saciados, tomó la
palabra el anfitrión.
― Os he convocado para
hacer justicia- aireó el escrito que tenía en su mano- Será como siempre ha
sido. Nos, el rey, decidiré el veredicto y sentencia y el pueblo todo será
testigo de ella.
Al conjuro de aquellas
palabras, algunos palidecieron, aún sin entender.
― ¿Qué tiene que decir
nuestro venerable inquisidor? - dirigió la mirada hacia el religioso.
― No puedo sino admitir el
delito por mí perpetrado- respondió trémulo- Fui seducido y comprado, sobornado
por las prebendas de algunos de estos nobles a fin de acusar a la reina de la
infamia que todos conocéis. Prefiero confesar y purgar aquí mi pecado que
perder la paz eterna en el infierno. Y, siendo grande mi culpa, grande habrá de
ser mi expiación.
Ante el estupor de los
asistentes, el fraile introdujo los dedos en las cuencas de sus ojos,
sacándolos fuera, arrojando los globos sanguinolentos encima del tapete.
Después, tambaleándose, se desplomó sobre su asiento. Entonces, el soberano
hizo un gesto y acudieron seis fornidos negros armados con punzantes dagas, en
tanto arrojaba con furia sobre la mesa la confesión escrita que obraba en su
poder, creándose una densa atmósfera que presagiaba mayor desgracia.
― ¡Miserables! – gritó
mientras escudriñaba cada rincón y señalaba con la mirada a cada uno de ellos.
Y, poniéndose en pie,
retrocediendo unos pasos, descorrió las cortinas. La visión que se les ofreció
era dantesca. Ante sus temerosas miradas se alzaba un trono de color escarlata,
y atado a él para sostenerla en su verticalidad, una momia coronada con una
diadema de gemas, revestida con sus mejores ropas de gala. A su alrededor se
encontraban seis ataúdes vacíos.
― ¡He aquí a vuestra reina
y mi reina! - gritó furibundo- ¿Qué habrá de hacerse con quien ostenta una
corona, sino rendirle pleitesía?
El rey pronunció el nombre
de cada uno de los nobles que habían participado en su nefasta suerte, siendo
empujados por las alabardas de los coraceros y obligados a acercarse hasta
aquel solio macabro y nauseabundo. El olor era putrefacto, habiendo sido
exhumada unas horas antes, hasta el punto de que era posible contemplar algunos
gusanos que asomaban por la calavera. Todos ellos fueron forzados a desfilar
ante el cadáver, tratándola tal si permaneciese en el reino de los vivos y no
en el de los ausentes, pues lo que quedaba de ella eran los restos y algunos
jirones de piel resecada. Hubieron de besarle la mano e inclinarse ante su
majestad, con la complacencia de aquel que un día fue su esposo y hubo de
aceptar el dictamen del tribunal eclesiástico, admitiendo y haciendo cumplir su
condena. Y, concluyendo el ceremonial obligó a todos a besar la zona genital de
la osamenta, como desacato al pronunciamiento de haber sido enjuiciada bajo las
llamadas pruebas de las “marcas del diablo”
Una vez concluido el acto,
gritó en viva voz a todos:
― ¡Ésta es la pleitesía
que se le debe a una reina! ¡Ahora queda la aplicación de mi justicia y la
expiación del crimen!
Chasqueando los dedos, la
guardia redujo a los reos, inmovilizándoles. Y ante el horror de todos y el
pavor de ellos, hundieron los forzudos los puñales en sus pechos, abriendo un
socavón en la carne y destrozándoles las costillas, arrancándoles finalmente el
corazón, depositándolos a los pies del trono de la extinta. Sólo el clérigo
ciego fue respetado.
Luego, preso de una rabia
ciega, y sobre todo del recuerdo de haber sido quien autorizó la ejecución
introdujo las manos en las llamas de la chimenea que calentaba el cuarto, hasta
que quedaron completamente chamuscadas y deformes.
No creo que se trate de
ninguna habladuría, y a buen seguro que algún testigo presencial que permaneció
en el anonimato fue el autor de lo que aquí se dice.
La narración concluía con
un epílogo. No pudiendo valerse por sí mismo, el inquisidor fue desterrado a
una cueva solitaria, debiendo vivir de la caridad de algunas almas piadosas.
Pero, la vida tiene en ocasiones extrañas coincidencias. El buen rey, pasado el
tiempo, sintió el peso de la conciencia igualmente. Su sentido religioso le
hizo comprender que, si bien el delito perpetrado contra su amada era terrible,
no fue menos su actitud hacia los que lo cometieron. Y renunciando al trono
decidió purgar en vida sus pecados. Dicen los más viejos del lugar que el
monarca sin corona fue a parar a la misma cueva que habitaba el fraile ciego,
quedándose con él, y desde aquel momento fueron el uno para el otro el
complemento necesario. Los ojos del rey guiaban la ceguera del fraile, y las
manos del clérigo suplían los muñones del soberano. El arrepentimiento les
condujo a la piedad. Ahora, sí, podían invocar el perdón de sus faltas.
©ÁNGEL MEDINA, poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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