La bicicleta del viejo
Regresar a la casa de los viejos era desenfundar
la infancia guardada en un cofre. Podía sentir la complicidad de los rincones
escondiendo momentos de calma, alegría y, sobre todo, de furia. Allí solía
encontrarme con mi anciana madre. Otras veces con mis hermanos que regresaban
para no perder el olor con el que crecimos. A la tardecita era común que
saliéramos a pasear por el barrio. A la vieja le gustaba esa rutina conmigo.
Era una forma de mantener frescos los recuerdos. Se sentía una niña llevando un
globo. Luego el tiempo del encuentro se fue alargando por las responsabilidades
que retrasan los hábitos cotidianos. Los retornos al hogar se hicieron más
largos. Aunque el contacto se sostenía, la presencia era lejana como el
horizonte.
Una tarde la vieja abrió su mano y el globo de
los recuerdos partió con ella. Nos volvimos a encontrar todos. Dejar atrás el
poco imaginado despedirse del apego maternal fue un suplicio. Con mis hermanos
tratamos de poner en orden ciertas cosas. El hogar maternal se asemeja al útero
que uno retorna en busca de calor y protección.
Mantener la casa con vida. Esa fue la voluntad
de nuestra madre. Revisando me topé con la puerta de hierro. Encadenada desde
los tiempos cuando mi viejo se encerraba ahí. Nadie ingresaba sin su permiso.
Quien violara esa regla era sometido al castigo del señor de la casa: nuestro
padre. Solía pasar largos ratos después del trabajo y antes de la cena. Una
habitación prohibida. Las conjeturas anudaban el mito sobre ese lugar. Después
que falleció, nadie se animó a romper esa regla. La curiosidad se difuminaba
con solo recordar los golpes de una mano dura como adoquín.
Me quedé paralizado frente a ella. Los malos
momentos se hacían carne. Un frio estremecedor recorría la piel. Era increíble
como una simple puerta me volvía a situar en esas vivencias. Duró hasta que
llegó mi hermano gritando:
-Ja, ja, ja encontré la puta llave del señor
Jekyll. Vamos a entrar.
- ¿Estás seguro? ¿Mirá si dejó alguna trampa?
dije incrédulo.
- ¡Dále boludo! ¿Tantos años y te vas a quedar
parado como un cagón? ¿No te dan ganas de descubrir que escondía ese viejo
rudimentario?
- La verdad que no. Eso es pasado. Casi no me vienen
recuerdos suyos. Sólo de los maltratos. Y a veces de su sonrisa. Corta y
cerrada.
- Bueno, dále entrá poeta.
Encendimos la luz y lo primero que me sorprende
es el orden. Mi viejo era así. Yo también. Su mesa de trabajo está intacta.
Caigo de asombro al ver una biblioteca. Nunca imaginé que mi viejo leía. Yo soy
así. Sus herramientas colgadas. Sobre la mesa la famosa caja de herramientas
con el candado de combinaciones. La cambiaba todas las semanas. Un par de
cofres. Un cuaderno con una cartuchera llena de lapiceras. A mi
viejo le gustaban esas cosas. A mi también. En un rincón frio y oscuro, la
bicicleta de papá. Un magistral rodado. Deseada por mí, jamás pude usarla.
Menos desde aquel fatídico día en que la usamos para ir y venir por el largo
pasillo que comunicaba como una cadena cada uno de los departamentos. Se la
rayamos. Apenas eso, una sutil raspadura. Suficiente para que se convirtiera en
un dragón desbocado y nos corriera lanzando insultos y manotazos como si fueran
potentes llamaradas.
Tuvimos que escondernos hasta que volviera
nuestra madre e intercediera. En sus intervenciones ella también era víctima de
su brutalidad. Así de miedo le teníamos.
La bicicleta estaba lista para dar una vuelta al
mundo. Mi papá la usó durante más de treinta años. Después de pasarle una
franela relucía como si estuviera nueva. Equipada con todo lo que necesita un
ciclista: inflador y la famosa carterita de los parches. Espejito, timbre y las
cintas de su gloriosa Italia. Sin embargo, fui interrumpido por los alaridos
azorados de mi hermano:
- ¡Mirá, loco! Un cuaderno. Por lo que pude
revisar son escritos del viejo. ¡Vamos a leerlo! gritaba excitado.
Mas allá que ese descubrimiento fuera increíble,
yo seguía emperrado con la bicicleta. Le dije que después me contara. La
observaba lentamente mientras los recuerdos dolorosos insistían en molestar mi
atención. Le pasaba la mano como si la lustrara con seda. En ese momento sentía
que se desataban todas las ganas que chocaron con la negativa del señor Hyde. O
Jekyll. Era el tiempo de darle rienda suelta a los deseos de un niño que nunca
dejó morir. Así que tomé el inflador, le di duro a las ruedas y de un tirón me
la llevé a la calle.
Al principio, le costó arrancar. Claro. Tantos
años de abandono la dejaron contracturada diría mi amigo Mane cada vez que
jugaba al fútbol después de un largo parate. El andar se embebía con el aire
barrial de viejas callecitas de empedrado. El sol les había tomado cariño a los
fierros y los hacia brillar.
Sentía inflarse el pecho ante cada pedaleada
propulsado por los latidos del corazón. El viento con sus dóciles manos va
quitando años, arrugas y preocupaciones. Soy un niño feliz mientras la
bicicleta, como un cometa, tomaba velocidad. Un viaje al pasado logrando el
deseo más grande. Montar la bicicleta de mí viejo. Prohibida y negada. Tocarla
implicaba hacerse de los castigos
Mientras recorría el barrio una rara sensación
distrajo mí disfrute. La visión se nubló de golpe. Como esas tormentas que de
un sopetón lo corren al sol a los empujones. Un sonido tremendo bombardea mis
oídos. Era una voz pasiva, agresiva. Comienzo a perder el control. Sonaba como
a mi padre. No es para vos esa bicicleta. Déjala. Bájate. Rompés todo. La
situación se iba a apoderando de mi al punto de chocar con un frondoso cordón
de la Plaza Héroes de 1990. La caída fue de película. Me dejó varias marcas.
Similares a las que me dejaba mi viejo cuando me castigaba. La bicicleta quedó
patas para arriba. La rueda delantera doblada como un clip. El manubrio
descogotado. Tirado contra las hamacas de la plaza, apenas levanté la cabeza
para ver la bicicleta derrapada como un boxeador en el rincón. Lo último que
recuerdo es ver la figura de mi viejo. Sentado en el banco con cara: te lo
dije, rompés todo. Después de eso el cuerpo empieza a temblar de frio y
sucumbí.
Abrí los ojos y el dolor se hizo presente antes
que la sonrisa sarcástica de mi hermano. Me costaba acomodarme, una enfermera
me ayudó. En mi cabeza resonaban los cimbronazos del accidente. Fue como chocar
contra un camión. Un vaso de agua le dió frescura a mi paladar el cual lo
sentía tieso. Mis manos raspadas como pequeñas brasas ardían al mínimo
movimiento
Atiné a preguntar qué hacia ahí. ¿Qué me ocurrió
para estar internado? Lo último que recuerdo es pasear en la bicicleta del
viejo. De repente su intimidante presencia detrás de mío Después, no sé.
-Yo te completo el relato, se precipitó mi
hermano cortando mi intento de recordar algo más.
- Te la pusiste lindo contra el cordón de la
plaza. Justo el más alto. Se ve que estabas medio boludo porque hay que serlo
para llevárselo puesto. Vos caíste en las hamacas y la bici se trompeó con la
palmera. Perdió feo el rodado. Vos la sacaste barata.
- ¿En serio? decía sin caer en la cuenta de lo
sucedido.
- Si posta. La estas contando porque justo pasó
la ambulancia y te hicieron las atenciones primarias.
- Puta madre. La saqué en grande entonces.
- ¿Grande? ¡Baratísima! La bici no va a volver a
rodar más. Quedó chatarra.
- Zafaste que papá no vive sino…Te las comés
todas juntas, agrega mi hermana Hortensia.
-El viejo. Él me hizo esto. Es su
maldición. La bicicleta estaba maldita
Con esfuerzo alzo la cabeza para mirar el sofá
de invitados, justo al lado de la ventana. Lo ví a mi viejo haciendo el gesto
de vas a cobrar. Y su sonrisa corta y cerrada.
©Diego Loprese
Buenos Aires, 22 de septiembre de 2021
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