Imagen de: Infobae.com
LA
CABINA EN FIN DE AÑO
La cabina de un camión es un reducto pequeño, dos asientos con dos literas atrás. Un gran ventanal, no con vistas al mar, más bien con vistas al asfalto.
La raya blanca,
continua o discontinua, es la que más se conserva en la retina.
La cabina cumple
multitud de funciones; es comedor, salón, cuarto de aseo, incluso cocina. Es el
espacio más pequeño con más cosas concentradas.
Para el conductor es su refugio. Cuelga bolsas con provisiones, productos de higiene personal, incluso un hornillo minúsculo. Aquí se duerme obligatoriamente, se descansa a veces, se piensa mucho y se sueña, mientras las ruedas en su continuo circular te conducen a infinidad de sitios, a lugares sorprendentes, aunque la rutina se circunscriba a áreas de servicios, a interminables cargas y descargas. No hay espacio donde el brazo alargado del conductor no llegue. Atrapa algo de dentro de una bolsa, se lo come mientras imperturbablemente las ruedas tragan y tragan kilómetros.
La imaginación vuela a sitios queridos donde una mujer y unos niños esperan, viven y crecen casi al margen del obligado circular de las incansables ruedas, ruedas que surcan caminos, que unen fronteras, que llevan y traen infinidad de mercancías, mientras el padre, el hijo, el esposo piensa en los suyos, traza mil proyectos ilusionados que se frustran constantemente, porque el conductor casi nunca deja su volante. Nadie ha viajado tanto, nadie ha estado más preso.
Es verlo todo
atado a un volante, creer que vuelas pero que nunca llegas.
Es un ser y no
ser. Estar en todas partes y no estar en ninguna verdaderamente ni gozar de nada
en profundidad. Admirar hermosos paisajes, recorrer los lugares
más recónditos,
conocer lo más dispar, tratar a mucha gente sí, pero no gozar de los tuyos, más
que en espacios de tiempo fugaces. Y mientras, los niños crecen, la mujer ve
apagarse su ilusión, sus proyectos de futuro en convivencia. Los problemas se
resuelven solos o no se resuelven, la vida se desarrolla fuera y aparte.
El camionero es
consciente de la gran responsabilidad que tiene en las manos, de los que
dependen de su salario, de las mercancías que tienen que estar el día y a la
hora precisa, también es consciente de la máquina que conduce y que se convertiría
en una bomba rodante al más pequeño error. No puede haber ni un momento de
flaqueza, ni el más pequeño error, ni la confusión más nimia porque las
consecuencias serías funestas.
La máquina es más
afortunada que el conductor, el dueño la engrasa, la limpia, la atiende con
mecánicos y repuestos adecuados, al conductor se le presiona al infinito, cada
vez más y más trabajo. No tienen nada de extraño los accidentes en carretera.
Si no hay más no son por las trabas del patrono, sino, por el alto grado de
responsabilidad de los conductores.
Y una nochevieja
el camionero sale de la cabina telefónica y se mete en la del camión. Los suyos
se preparan, allá lejos, para celebrar el fin de año.
Todos están bien,
el pequeñín ha tenido un poco de fiebre, la madre lo atiende, ella guarda “eso
rojo” de intimidad –le ha dicho– se lo pondrá cuando él vuelva, si queda humor.
Tiene que llegar
ineludiblemente a Holanda, le ha dicho el jefe; los suyos están lejos, sin él como
siempre.
Es entonces
cuando la cabina parece más pequeña que nunca, los gritos del brindis, que oye,
más agudos y sin poderlo evitar por la ruda mejilla del camionero se desliza
una lágrima.
Las tres rosas
rojas que había comprado porque ella iba a acompañarlo en ese viaje, no dirán
nada de su pena, se irán marchitando sobre el salpicadero mientras las ruedas
siguen su continuo e infinito rodar.
©SALOMÉ MOLTÓ, poeta y escritora argentina
MIEMBRO HONORÍFICO
DE ASOLAPO ARGENTINA
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