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sábado, 6 de febrero de 2021

EN BUS HACIA LAS PAMPAS, Lucio Cañupan, Córdoba, Argentina

 








Imagen de: Pinterest 



EN  BUS  HACIA  LAS  PAMPAS
 
                                          (400 años de Cervantes y Shakespeare)
                                                                          A Salomé Moltó Moltó
 
        El recorrido es largo, pero al fin y al cabo no es motivo para grandes quejas. Sobre todo cuando me aguardaban, en el último abril, un encuentro literario con amigos a mitad de camino y mi propio cumpleaños días después. Y luego, si todo va bien, los noventa y cinco de mi madre con celebraciones en este mes de junio.
       Recuerdo que para esta fecha en el año 2011 los futbolistas del club Unión de Santa Fe recorrieron en ómnibus una distancia “súper-quilométrica” hasta la Patagonia para cumplir su compromiso de juego. Y esto se debió a que la erupción del volcán Puyahué invadió el éter con cenizas que llegaron hasta Australia, transformando aquellas jornadas en un continuo miércoles de ceniza, por cuanto las cenizas de miércoles no nos dejaban respirar habiendo de mudarse forzadamente personas, ovejas y peces. Y en ese entonces –simplemente por ser viento en contra− y con el ánimo de presenciar el fenómeno “in situ”, me tomé el servicio diurno que sale de capital a las cuatro y cuarenta de la madrugada. La partida fue a horario pero la llegada –ya sea por tropiezos o simplemente por abulia de los choferes− lo fue con retraso causando cierta inquietud a mi familia aguardándome a la vera del quingentésimo kilómetro del viaje. Sabido es que reniego del automóvil; un poco lejos y peligroso para ir solo en mi bicicleta rutera de dieciocho velocidades con tanto camionero revoltoso en la ruta; los aviones no llegan a la región…y el tren fue arrasado por el volcán de los negociados.
       De modo que –lo recuerdo vivamente−, provisto de frutas, galletas y yogur para mi acostumbrado régimen naturista, y con flamante MP3 obsequiado por mi amorcito para la ocasión cargado con la 4ª Sinfonía de Anton Bruckner, de las manos de Euterpe y Morfeo me dispuse para aguardar el día y observar la bruma.
       De pronto, inmerso en dulces ensoñaciones, un estrépito que no eran ni los timbales ni las violas de Bruckner me solivianta de mi asiento:
       − ¡Chacabuco!... ¡Chacabuco!  −vociferó el conductor.
       Ni alcancé a reaccionar y desperezarme cuando:
       − ¡Señor, señor!...Este asiento ¿es el siete?
       − En verdad no lo sé –le contesté a una simpática señorita con anteojos, pugnando empecinada por ver entre la penumbra mientras apoyaba su extensa humanidad contra la mía.  Un intenso aroma de afeite matinal invadió profusamente el entorno provocándome el deseo, no materializado por poco, de subirle los pantalones de tiro corto y bajarle la chaqueta de tiro más corto todavía a mi ocasional contertulia. Ésta no se movió un ápice.
       − ¡Y sí! Tal cual. Este asiento es el siete. ¿El suyo cual es, Sr.?   
       −A ver…ee…el uno –respondí suavemente.
       − ¿Entonces?... Porque suben más pasajeros –agregó.
       − ¿No pensará sentarse sobre mí, verdad? El siete es un número mágico, pero en tal caso va a resultar trágico.
Y ya recibió un puntapié mi bolso cargado de petates y objetos varios estacionado en el piso que el chofer, por no incomodarse en abrir la bodega, me obligó llevar entre los asientos        (− ¡sobra lugar!, −me dijo al subir en Liniers). En eso advertía como el recinto era preso de una verdadera invasión que junto con el advenimiento del alba incipiente sumaban lo tenebroso del momento. El colectivero –investido de nerviosa azafata− trataba de ubicar al disperso pasaje, mientras yo disparaba al fondo del coche en búsqueda de algún asiento con el bolso maltrecho, la cajita de encargues de mi vecino, la bolsa de regalos para mi vieja y mis hermanas, los zapatos en la mano… y ajustándome el cinturón.
       El pasillo del vehículo parecía la salida de la cancha cuando, entre tropiezos e imprecaciones alcancé a observar de reojo como aquella pícara se instalaba cómoda, cálida y dicharachera en el sitio donde yo venía durmiendo tan plácidamente.
       A esa altura de los hechos, y recobrada la calma, me dediqué a las cuentas con buenos números: veintisiete personas habían ingresado de un saque sin contar las de la parte baja del carricoche,  sumadas, para no desentonar, al jolgorio matutino. Respirando hondo y calmo, le pregunté a una vecina de asiento:
       − ¿Van lejos, señorita?
       − A Junín –me respondió lacónicamente una voz neántropa cargada de nicotismo.
       − ¡Aaahh!...uuff…¡Qué bien!
       − ¿Qué bien, qué
       − Nno- no, nada…
       En menos de una hora quedé prácticamente solo, junto a tres personas sentadas en la parte de adelante como supérstites del acontecimiento.
       Tomando un poco más de aire, sirviéndome un poco del recalentado café viajero  acompañándolo con mis bizcochos, di en reflexionar con cierto tinte filosófico sobre los sucesos acaecidos: sin duda, la mano de Vulcano muy activo por esas horas, extendió sus dedos hacia la llanura siendo el causante de todo ese batifondo.
       Y agrego en esta remembranza, que ubicado al fin en propio asiento (el uno) para observar mejor el paisaje neblinoso, habiendo ordenado mis vapuleados efectos personales, con lápiz y papel en mano hube anotado este recordatorio a modo de epítome para que sirva de lección a todos los viajeros de este mundo.
       Nada más una duda me asedió desde entonces: los miembros de esa embajada salteadora, ¿serían chacabuquenses que incursionaban a Junín, o juninenses que regresaban de una serenata en Chacabuco?
       Como dijo el Conde de Almaviva: ¡Gente indiscreta!
 
(Junio de 2016)
 
©LUCIO CAÑUPAN, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
 

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