EL NIÑO DEL MAR
A los Sueños…
Especialmente, a los que, como mi padre José Manuel Agustín Escudero, jamás dejaron de intentarlo... Mi
padre y amigo. Mi padre y maestro. Mi padre, pujante y servidor del Bien Común
y de la Familia. Mi padre amable y consecuente lector e impulsor de mis letras,
junto a mi madre, santa servidora de la Familia del Bien Común, Zulema Angélica González. In memoriam…
Y ahora, en particular, al siempre generoso y hospitalario
amigo en las letras y hermao en la Fe y Humanidad: es consagrada escritor
argentino, Prof. Norberto Pannone, Director
Responsable de ASOLAPO-ARGENTINA; y, por su digno intermedio a todos los
amantes irrenunciables del Mar y sus misterios…
…Más allá del tiempo y la distancia, de la tierra y del
Cielo, llevados a gachas por el rumor cabalgante de sus aguas de sueños y
realidades, y de sus archipiélagos de consuelo y serenidad… Abrazados al Maná
de la Palabra desde ésta, mi ciudad colonial, constitucional, cultural,
cervecera, lagunera y camalotal…
Adrián N. Escudero (Santa Fe de la Vera
Cruz, Argentina) – Julio 2019
Soy tan sólo un pequeño hipocampo de luces arracimadas sobre una
montaña ondulada como olas de libros encrespados en mi Botica de
Autor…
El mar…
Desde las arenas penumbrosas de mi memoria vino aquel
recuerdo.
Quién sabe qué
extraña brisa sopló sobre ella y, una tras otra, el polvo amarillento de los
años rezumó las palabras por los intersticios del tiempo, anárquicas e
inseguras –al principio-, ordenadas y sensibles –después-, hasta pergeñar mi
imagen de niño solitario discurriendo sobre las arenas mansas –al principio,
pero luego agitadas-, de otra realidad.
Arenas de las
playas del mar al que continuamente visitaba, como quien visita a su mejor
amigo, pues el mar era mi amigo, y
era sabio e inconmensurable como el fondo y matiz de las verdades que mi alma
perseguía…
“Había sido una
larga búsqueda”, diría él.
Hablo de mi
padre.
Pero el niño
miraba al mar y el mar miraba al niño, y lo hacía con un millón de ojos de
espuma, y el niño llamaba al mar y el mar llamaba al niño con otro millón de
bocas chorreantes, y el niño saludaba al mar y el mar saludaba al niño con
otro, y otro, y otro millón de olas de aplausos y chasquidos, y el mar
comenzaba a cantar y hacía cantar al niño, y ambos esperaban la somnolienta
oquedad de la noche para despedirse, el niño brotado de sal y de una humedad
nueva y nutriente, y el mar humanizado, después de correr como los hombres, de
hablar y cantar, de gritar y soñar como los hombres –pequeños-, como los niños
de enero que descubren, ¡al fin!, que están vivos…
Del polvo seco y
acre de un vetusto cajón de escritorio de antaño, forjado en la madera
misionera y olorosa del peteribí, brotó aquel recuerdo.
Fue en aquel día
que papá preguntó, grave pero amablemente: “Hijo, ¿a quién preferís? ¿A él o a
mí?”.
Y hubo de
repetirlo tres o cuatro veces al menos, porque el mar, advertido acaso,
fermentaba al unísono ecos de lluvias antiguas y cántaros de adobe que se
rompían en mis oídos, ahogándolos en la dimensión de la nostalgia.
Es que me había
encontrado nuevamente –como tantas veces- feliz, mirando el mar, y sus aguas de
toboganes elásticos sabían de mi alegría por él, y se movían ansiosas queriendo
atraparme. Y yo me sentía hermoso y sublimado, con unas manos suaves y
sacerdotisas que tomaban puñados de arena como incienso ofrecido a la brisa
perenne del mar, y una especie de lluvia de oro de sol quedaba prendida –a mis
cabellos cortos y negros- como la mirada abismal de aquel soberano manto de
agua viva…
Y me sentía solo
con mi cuerpo desnudo ante la tibia inquisición del sol. Sin voces de
advertencia, adivinando el futuro de mis pensamientos. Libre y liviano. Volando
sobre las cadencias verdes y brillantes, verdes y azules, verdes, azules y
calipsas, navegando mí sombra, estremecido… Día por día. Esquivando nubes
errantes.
Hasta el próximo
grito.
Sí, había sido
una larga búsqueda diría como siempre en tanto él…
Hablo de mi
padre.
Sólo que esta
vez comprendería y no habría muslo dolorido ni reproches ni ojos mojados con un
agua extraña a la mansa liquidez del mar.
Había
comprendido, por cierto, lo que él significaba para mí frente a ese otro él, es decir, el mar y sus doncellas
maternales. Y trataría de explicármelo.
Y dijo que él no
era otra cosa más que… la realidad: casi una máscara forzosa que apenas atinaba
a sonreír con la amorosa hipocresía del que ama pero sufre. Las arrugas de su
rostro empecinado lo signaban irremediablemente.
El mar, en cambio,
dijo, eran mis sueños… Mi paraíso personal. El cúmulo anhelado de mis más
recónditas querencias. La amplitud de la libertad de mis objetivos. Aunque yo
intuyera sólo esto. Nada más. (Diez años es poco tiempo para obrar de otro
modo).
Y allí estaba.
Tan sereno y superior, que hasta el sólido mar calló, luego del tercer llamado.
Pero no venía a
traicionarme. Venía a obsequiarme el regalo de su dolida, más, al cabo, sabia
adultez… Y esta vez dijo:
“Quiero ayudarte
a navegar, Gustavo. Hijo, digo, si querés, claro”. (“¿A quién preferís?”,
resonaba en mi mente todavía).
“Tengo un
barco”, agregó. Y me ayudaba. Lo hacía de veras.
El mar chilló
entonces al darse cuenta, y, no muy convencido, dijo no obstante: “Andá con tu
padre. Es humano como vos. No dudés. Andá con él…”.
“Pero…”.
“Construí un
barco. Un pequeño barco para navegar”, insistió papá. “¿No entendés aún?”,
clamó el mar. “No hay necesidad de elegir. Tendrás que aceptar su propuesta
porque no podrás dejar de ser hombre, pero si navegas en mí, tampoco
abandonarás tus sueños… ¿Comprendés? Y ya no se agitó más.
“¿Un… barco?,
sonreí.
Y esta vez,
insisto, ya no hubo enojos ni muslo dolorido. Sólo la amable conferencia que
terminó por aclararme lo que el mar había tratado, a su sabio modo, de
explicarme. Sobre la vida, claro.
“¡Corramos!”.
“¡Sí!”.
Pero papá se fue
pronto. Al mundo de lo invisible, creo. Y quizás eso, o la costumbre de ver al
mar ir y venir bajo mis pies, o el no haber aprendido a tiempo a navegarlo, el
hecho es que aquí estoy…
Era yo muy chico
por aquellos días.
Ahora no. Ya no.
Ahora soy viejo
(más que mi padre por aquellos mismos días). Y no tengo mar.
Tampoco niños
que buscar sobre la arena, mientras sopla una brisa que regresa el polvo amarillento
de mis años, al vetusto cajón del escritorio de madera misionera y olorosa, de donde
habían brotado esos recuerdos…
Sin embargo, no
he perdido la esperanza que, de pronto, algo bueno suceda. Aún conservo la
maqueta del barco de papá, y puedo volver a construirlo.-
©ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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