TRIBUNA
Herbert Spencer y el anarquista Borges
Herbert Spencer, el padre del
anarquismo individualista, leyó en su momento con entusiasmo juvenil la
sociología positivista de Auguste Comte y, muy en coincidencia con Darwin,
Lamarck y Russell, fue el otro gran filósofo de la ciencia. Postuló una teoría
de la evolución cultural, en la que desarrolla la tesis de que “la sociedad
progresa por una ley de tres estados” (el teológico, o ficticio; el metafísico,
o abstracto y el científico, o positivo). Luego justificó esos ensayos,
estudiando con cautela el desarrollo de una biología sujeta a tales principios.
Sin embargo, Spencer rechazó lo que consideraba el aspecto ideológico del
positivismo de Comte; su visión, esencialmente filosófica, estaba formada por
una combinación de deísmo y positivismo, y su intento era reformular las
ciencias sociales en términos de su principio de la evolución, que se aplica
fundamentalmente a los aspectos biológicos, psicológicos y sociológicos del
universo. En su famoso libro, The Man versus the State(El hombre
frente al Estado), desarrolló con amplitud su teoría, definitivamente
anarquista, aunque opuesta a los propósitos políticos de Pierre-Joseph Proudhon
y Piotr Kropotkin, que postulaban un camino de violencia.
Dada la primacía en que Spencer
colocaba a la evolución, su sociología podría describirse como la de un
darwinista social (aunque estrictamente hablando él era un fervoroso partidario
de Jean-Baptiste Lamarck, que en algunos aspectos se oponía a los principios de
Charles Darwin). A pesar de la popularidad de este punto de vista, una descripción
de la sociología de Spencer como tal, puede resultar menos fidedigna que
contradictoria. No obstante, sus escritos políticos y éticos referían temas
consistentes con el darwinismo social. Estas reflexiones, curiosamente, no
están registradas en sus trabajos sociológicos (también cercanos a Henry David
Thoreau y a Max Stirner), que se centran sobre todo en la construcción de una
teoría basada en los procesos de crecimiento social y su diferenciación con las
variables de complejidad entre las diversas formas de organización de una
comunidad.
Desde un punto puramente conceptual,
su conclusión lo llevaba a afirmar que una sociedad es un organismo con vida
propia que crece y, mientras más crece, sus funciones se multiplican a la vez
que se diferencian entre sí. Algo similar, observa, se da en la
intercomunicación de sus elementos que se especifican cada vez más. Aunque no
son enteramente iguales, pues mientras el organismo forma “un todo concreto”,
la sociedad forma “un todo discreto”, permitiendo en su desarrollo cierta
libertad. Es así que en los primeros conceptos aparece la conciencia
concentrada; en oposición a la sociedad, que difunde su conciencia en todo el
cuerpo sobre el que se expresa.
Bajo este postulado, Spencer
desarrolló una concepción omnímoda de la evolución como desarrollo progresivo
del mundo físico, cuyos organismos biológicos; es decir, la cultura humana y
las sociedades, están sometidas a este teorema. Probablemente contradictorio en
este particular, Spencer llegó a desarrollar buena parte de su obra como “un
exponente entusiasta de la evolución”, e incluso llegó a escribir acerca de
estos postulados antes de que lo hiciera el propio Darwin. Como buen polímata,
en la senda de un Leonardo De Vinci, podemos decir que el contundente Spencer
abarcó una amplia gama de temas, incluyendo la ética, la religión, la
antropología, la economía, la teoría política, la filosofía, la literatura, la
astronomía, la biología, la sociología y la psicología. Fue así que durante su
activa vida alcanzó una notable autoridad; sobre todo en el ámbito académico de
habla inglesa. Agreguemos que en un espacio similar, durante el siglo XX, el
otro filósofo inglés en haber logrado tal popularidad generalizada fue Sir
Bertrand Russell. Pero Herbert Spencer llegó a ser el intelectual europeo más
famoso en las últimas décadas del siglo XIX; aunque, curiosamente, su
influencia se redujo de manera drástica hacia principios de 1900. No obstante,
en 1902, poco antes de su muerte, fue nominado para el Premio Nobel de Literatura.
Borges, que se consideraba un
anarquista spenceriano nunca dejaba de referenciarlo cuando proclamaba ser su
fiel seguidor. “Bueno, si hablamos en serio, yo me defino como un anarquista
seguidor de Spencer, de los que aspiran a un máximo de individuo y a un mínimo
de Estado”, le oí comentar; y agregar después que había oído quejarse a su
padre, con un gesto de desencanto durante los años en que la familia vivió en
Europa, que muy pocos leían al talentoso Spencer. Pero don Jorge Guillermo
Borges, nunca dejó de recomendar esa lectura a su hijo. “La vida es dura e
inexplicable”, contaba Jorge Luis, que reflexionó su padre cuando caminaban
por la ciudad de Ginebra una tormentosa tarde de agosto con banderas
desplegadas al viento, mientras un parsimonioso sacerdote caminaba delante de
ellos. “Hijo mío, te pido que registres en tu cabeza muchas de las cosas que
ahora mismo estamos viendo: como por ejemplo esas banderas que flamean o ese
cura que atraviesa la calle; pues seguramente cuando tengas mi edad no existirán
más. A larga, Spencer tendrá razón”. A decir verdad, Jorge Luis Borges no
alcanzó a ver ese cambio que auguraba su padre. La vida no es tan dinámica y la
evolución es más bien lenta.
Juntos, padre e hijo, celebraron no
mucho después el advenimiento de la esperanzadora revolución rusa y las
propuestas de Lenin, que postulaban una sociedad más justa e igualitaria. El
muchacho, en su primera poesía publicada en Sevilla, celebra ese advenimiento
con un tono entusiasta y hasta festivo, titulando a su libro Los
Psalmos rojos. Luego, padre e hijo quedarían desencantados ante el avance
del estalinismo, que culminó en una dictadura inclemente y asesina.
Ambos, padre e hijo, abrazarían
definitivamente las muy pensadas teorías de Herbert Spencer; mejor conocido,
quizá, por la expresión “supervivencia del más apto”, que acuñó en Principles
of Biology, más o menos hacia mediados del siglo XIX (después de leer,
claro, The origin of especies, de Charles Darwin), un término que
sugiere fuertemente la selección natural; sin embargo, como lo hizo el propio
Spencer, los Borges extenderían la evolución hacia los reinos de la ética, sin
olvidar el uso pragmático de las teorías de Lamarck.
Jorge Luis Borges, nunca se apartaría
de ese camino. Cuando alguien le preguntaba por su posición política, respondía
con una ostensible nostalgia y gesto melancólico, que no eludía la leve
sonrisa: “Soy, como también lo fue mi padre, siguiendo la teoría de Herbert
Spencer, un anarquista individualista que postula un mínimo de Estado y un máximo
de individuo”. Algo que todos esperamos aún. Escéptico siempre hasta el
último suspiro, seguramente para escandalizar a amigos y enemigos, causa gracia
que alguna vez Borges se afiliara al Partido Conservador. “Como una broma,
por supuesto”.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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