Bienvenidos

domingo, 25 de agosto de 2019

Herbert Spencer y el anarquista Borges, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

Resultado de imagen para ROBERTO ALIFANO

TRIBUNA

Herbert Spencer y el anarquista Borges
Herbert Spencer, el padre del anarquismo individualista, leyó en su momento con entusiasmo juvenil la sociología positivista de Auguste Comte y, muy en coincidencia con Darwin, Lamarck y Russell, fue el otro gran filósofo de la ciencia. Postuló una teoría de la evolución cultural, en la que desarrolla la tesis de que “la sociedad progresa por una ley de tres estados” (el teológico, o ficticio; el metafísico, o abstracto y el científico, o positivo). Luego justificó esos ensayos, estudiando con cautela el desarrollo de una biología sujeta a tales principios. Sin embargo, Spencer rechazó lo que consideraba el aspecto ideológico del positivismo de Comte; su visión, esencialmente filosófica, estaba formada por una combinación de deísmo y positivismo, y su intento era reformular las ciencias sociales en términos de su principio de la evolución, que se aplica fundamentalmente a los aspectos biológicos, psicológicos y sociológicos del universo. En su famoso libro, The Man versus the State(El hombre frente al Estado), desarrolló con amplitud su teoría, definitivamente anarquista, aunque opuesta a los propósitos políticos de Pierre-Joseph Proudhon y Piotr Kropotkin, que postulaban un camino de violencia.
Dada la primacía en que Spencer colocaba a la evolución, su sociología podría describirse como la de un darwinista social (aunque estrictamente hablando él era un fervoroso partidario de Jean-Baptiste Lamarck, que en algunos aspectos se oponía a los principios de Charles Darwin). A pesar de la popularidad de este punto de vista, una descripción de la sociología de Spencer como tal, puede resultar menos fidedigna que contradictoria. No obstante, sus escritos políticos y éticos referían temas consistentes con el darwinismo social. Estas reflexiones, curiosamente, no están registradas en sus trabajos sociológicos (también cercanos a Henry David Thoreau y a Max Stirner), que se centran sobre todo en la construcción de una teoría basada en los procesos de crecimiento social y su diferenciación con las variables de complejidad entre las diversas formas de organización de una comunidad.​
Desde un punto puramente conceptual, su conclusión lo llevaba a afirmar que una sociedad es un organismo con vida propia que crece y, mientras más crece, sus funciones se multiplican a la vez que se diferencian entre sí. Algo similar, observa, se da en la intercomunicación de sus elementos que se especifican cada vez más. Aunque no son enteramente iguales, pues mientras el organismo forma “un todo concreto”, la sociedad forma “un todo discreto”, permitiendo en su desarrollo cierta libertad. Es así que en los primeros conceptos aparece la conciencia concentrada; en oposición a la sociedad, que difunde su conciencia en todo el cuerpo sobre el que se expresa.
Bajo este postulado, Spencer desarrolló una concepción omnímoda de la evolución como desarrollo progresivo del mundo físico, cuyos organismos biológicos; es decir, la cultura humana y las sociedades, están sometidas a este teorema. Probablemente contradictorio en este particular, Spencer llegó a desarrollar buena parte de su obra como “un exponente entusiasta de la evolución”, e incluso llegó a escribir acerca de estos postulados antes de que lo hiciera el propio Darwin.​ Como buen polímata, en la senda de un Leonardo De Vinci, podemos decir que el contundente Spencer abarcó una amplia gama de temas, incluyendo la ética, la religión, la antropología, la economía, la teoría política, la filosofía, la literatura, la astronomía, la biología, la sociología y la psicología. Fue así que durante su activa vida alcanzó una notable autoridad; sobre todo en el ámbito académico de habla inglesa. Agreguemos que en un espacio similar, durante el siglo XX, el otro filósofo inglés en haber logrado tal popularidad generalizada fue Sir Bertrand Russell. Pero Herbert Spencer llegó a ser el intelectual europeo más famoso en las últimas décadas del siglo XIX; aunque, curiosamente, su influencia se redujo de manera drástica hacia principios de 1900. No obstante, en 1902, poco antes de su muerte, fue nominado para el Premio Nobel de Literatura.
Borges, que se consideraba un anarquista spenceriano nunca dejaba de referenciarlo cuando proclamaba ser su fiel seguidor. “Bueno, si hablamos en serio, yo me defino como un anarquista seguidor de Spencer, de los que aspiran a un máximo de individuo y a un mínimo de Estado”, le oí comentar; y agregar después que había oído quejarse a su padre, con un gesto de desencanto durante los años en que la familia vivió en Europa, que muy pocos leían al talentoso Spencer.​ Pero don Jorge Guillermo Borges, nunca dejó de recomendar esa lectura a su hijo. “La vida es dura e inexplicable”, contaba Jorge Luis, que reflexionó su padre cuando caminaban por la ciudad de Ginebra una tormentosa tarde de agosto con banderas desplegadas al viento, mientras un parsimonioso sacerdote caminaba delante de ellos. “Hijo mío, te pido que registres en tu cabeza muchas de las cosas que ahora mismo estamos viendo: como por ejemplo esas banderas que flamean o ese cura que atraviesa la calle; pues seguramente cuando tengas mi edad no existirán más. A larga, Spencer tendrá razón”. A decir verdad, Jorge Luis Borges no alcanzó a ver ese cambio que auguraba su padre. La vida no es tan dinámica y la evolución es más bien lenta.
Juntos, padre e hijo, celebraron no mucho después el advenimiento de la esperanzadora revolución rusa y las propuestas de Lenin, que postulaban una sociedad más justa e igualitaria. El muchacho, en su primera poesía publicada en Sevilla, celebra ese advenimiento con un tono entusiasta y hasta festivo, titulando a su libro Los Psalmos rojos. Luego, padre e hijo quedarían desencantados ante el avance del estalinismo, que culminó en una dictadura inclemente y asesina.
Ambos, padre e hijo, abrazarían definitivamente las muy pensadas teorías de Herbert Spencer; mejor conocido, quizá, por la expresión “supervivencia del más apto”, que acuñó en Principles of Biology, más o menos hacia mediados del siglo XIX (después de leer, claro, The origin of especies, de Charles Darwin), un término que sugiere fuertemente la selección natural; sin embargo, como lo hizo el propio Spencer, los Borges extenderían la evolución hacia los reinos de la ética, sin olvidar el uso pragmático de las teorías de Lamarck.
Jorge Luis Borges, nunca se apartaría de ese camino. Cuando alguien le preguntaba por su posición política, respondía con una ostensible nostalgia y gesto melancólico, que no eludía la leve sonrisa: “Soy, como también lo fue mi padre, siguiendo la teoría de Herbert Spencer, un anarquista individualista que postula un mínimo de Estado y un máximo de individuo”. Algo que todos esperamos aún. Escéptico siempre hasta el último suspiro, seguramente para escandalizar a amigos y enemigos, causa gracia que alguna vez Borges se afiliara al Partido Conservador. “Como una broma, por supuesto”.

©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA






No hay comentarios:

Publicar un comentario