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SE VENDE A DIOS
Al genial J. G.
Ballard, quien asombró mi mente con sus proyecciones acerca de las
consecuencias que el materialismo-hedónico generaría en la sociedad mundial,
honrando particularmente su magistral relato “El hombre subliminal” (Libro
“Zona de Catástrofe”, 1967), con advertido espanto…
Y en particular, al colega en las letras, Prof. Norberto Pannone, Presidente de ASOLAPO ARGENTINA;
amigo-hermano del alma en la fe y en humanidad, en comunión con el Maná de la Palabra, para la redención del
mundo…
… Abrazados todos al Maná de la Palabra para
comprender al Misterio de los Misterios, como seres mistagógicos, inteligentes
y cosmogónicos que somos, dispuestos a alcanzar la Verdad verdadera en las
coordenadas del singular espacio tiempo que nos toca vivir…
Con gran afecto admirativo…
Adrián N.
Escudero (Santa de la Vera Cruz – Argentina) – Octubre 2018.
I – Aquel era, sin dudas, un pueblo desgraciado.
Tan desgraciado como el Cura[1]
del pueblo.
El pueblo y el Cura eran desgraciados, porque eran
carecientes.
El pueblo no carecía de bienes. Carecía de alma.
El pueblo desgraciado era un pueblo desalmado.
El pueblo demostraba su desgracia en tanto que, a pesar
de que todos (todos) sus habitantes rebozaban de bienes materiales; sin
embargo, estaban tristes, angustiados.
El pueblo era negativo. Y cuanto más negativo era, más
bienes materiales venían a su territorio.
El pueblo no entendía por qué, cubierto de bienes, no era
feliz.
El Cura del pueblo trataba, sin éxito, de que lo
entendieran.
El pueblo no creía en Dios.
El Cura, insistente, elocuente, inútilmente lo intentaba.
El pobre y desgraciado Cura del pueblo desgraciado, ya
ronco, ya casi sin habla…
II - Un día la gente desgraciada del pueblo desgraciado,
cuando llegó al Shopping lleno de
bienes, con muchos bienes para comprar esos bienes que su alma les urgía como
un barril sin fondo, se encontró con una sorpresa.
Una insólita, supina, increíble, inaudita, soberbia y
desgraciada sorpresa.
El Cura desgraciado, del pueblo, se había instalado en el
Shopping Barroco (aprovisionado de
antiguo por sus Renacentistas y Maderistas sucursales).
El pueblo del Cura no podía creer lo que el Cura del
pueblo había hecho.
El Cura del pueblo había levantado una suerte de altar
montado con el más exquisito marketing que, cualquier libro de comercialización
del siglo XVII (y que habría despertado la envidia de los futuros genios del Harvard por venir), podría haber
aconsejado para tan singular stand de venta.
El Cura del pueblo vendía a Dios.
En pedacitos, como en el templo sagrado, vendía a Dios.
Solo el templo había cambiado. Pero Dios era el mismo.
Los pedacitos de Dios eran redondos y blancos, y
purísimos y dulcísimos.
El Cura del pueblo decía que eran golosinas, caramelos
celestiales. Y no sentía los remordimientos de Judas por venderlo de ese modo…
III - Más aún, decía al pueblo que lo miraba absorto
oficiar su nuevo oficio de vendedor marketinero,
que si le guardaban en un cofre, que él también vendía, sería el amuleto
perfecto para luchar contra la desgracia de sus almas desalmadas.
Les decía que, así como el cuerpo necesita cuatro comidas
al día para estar fuerte y vigoroso, el alma también necesita de alimento para
estar viva y fuerte y feliz.
Los ingredientes del caramelo que vendía, que podía
consumirse como alimento o guardarse en un cofre llamado “teca” para ahuyentar
la desgracia que atormentaba a sus almas desgraciadas, y que había que besar
con confianza todos los días aunque sea una sola vez al día, estaban escritos
en papel con cierre al vacío donde yacía aquella golosina blanca, y redonda, y
purísima y dulcísima, como un pancito recién horneado en la panadería del Shopping.
De hecho, muchos compraron el caramelo porque era un
pedazo de Dios, y podían exhibirlo en un aparador junto a una cerámica ática
del siglo VI a. de JC o a una vigorosa imitación de un cuadro de Miguel Ángel
Buonarrotti. Otros no lo hicieron porque pensaron que el Cura desgraciado, del
pueblo desgraciado, se burlaba de ellos; otros dejaron para más adelante
decidir la compra o no; preguntarían a aquellos que lo habían comprado, qué tal
era aquel producto extraño.
IV - Solo un pequeño niño, de unos tres años, que estaba
empezando a deletrear palabras, se puso a leer las indicaciones y
contraindicaciones del empaque del producto.
Luego de balbucearlas sin entender nada, leyó los
ingredientes que lo componían; estaba en letra muy, pero muy chiquita, como es
propio de todo contrato que se considere tal (donde lo importante siempre está
en la letra chica).
Decía, silabeando…:
“El-Cu-er-po-y-la-San-gre-de-Cris-to”.
Su ángel de la Guarda, astuto y atento, le sopló al oído:
el Cuerpo de Cristo, Dios hecho hombre y redentor del Universo, es la materia
orgánica que necesita el alma para desarrollar sus músculos y arterias; y la
Sangre de Cristo, precisamente, la sangre que necesita el alma para que circule
por ella el oxígeno del Espíritu Santo, que es la alegría con que el Padre Dios
ama a su Hijo, Jesucristo, y a todos los hombres del Universo.
Por supuesto, como usted comprenderá, no sólo que lo que
le cuento no es un cuento y sucedió realmente en el pueblo desgraciado donde
vivo con un Cura desgraciado a causa de la desgracia del pueblo, sino que el
Ángel de la Guarda dijo todo lo que dijo en lenguaje de niño, y de niño de tres
años…
Ah; también le recordó que sólo aquellos que se hicieran
como niños podrían no solo entender sino gustar y aprovechar al máximo las
delicias del caramelo que vendía el Cura.
V - Lo hermoso de todo esto, es que, de aquí en más, el
gerente del Shopping, que se llevaba
parte de las ganancias del pobre Cura -pero algo feliz- del pueblo no tan pobre
ahora y algo feliz, renovó el contrato de alquiler del stand donde el Cura
vendía pedacitos de Dios, por plazo indeterminado…
Entonces el Cura del pueblo, repitió las palabras de su
Maestro y Señor de todo y de todos: “He aquí que vengo, a hacer nuevas todas
las cosas”.
Ahora el pueblo empezaba a colmarse de Gracia.
Fue aquella la primera sonrisa que curvó sus labios,
después de doce años de vano ejercicio sacerdotal en aquel pueblo que había
sido desgraciado.
VI – Y vio Dios que todo lo que había hecho con el Cura y
el pueblo, era bueno.
VII- Y al séptimo día, descansó. Pero fue porque algo
notable, de pronto, había sucedido: es que las campanas de la Iglesia volvieron
a sonar, la Basílica reabrió sus puertas, el Cura arrojó a un cesto el mameluco
distintivo de la Catedral del Consumo y calzó gozoso sus ornamentos sagrados; y
en una misa colmada de contritos fieles, pudo distribuir -como así correspondía
desde hacía más de mil seiscientos años, gratuitamente,
el Pan de Dios. Nunca más, eso creyó, tuvo necesidad de vender los pedazos de
Dios. Limosna a voluntad.
De hecho, el stand del rubro en el Shopping quedó sin clientela, el contrato con el Cura (feliz)
cancelado “por razones materiales”, aduciendo sus dueños ante el pueblo que, a
partir de ahora, cerrarían por vacaciones…
Nadie lo creyó. Pero como con cada hombre, nace un ser
nuevo, inteligente y libre, alguien profetizó que, oportunamente, la historia
volvería a repetirse. Una y otra vez. Una y otra vez…
©NÉSTOR ADRIÁN ESCUDERO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
BREVE RESEÑA CURRICULAR
– Octubre 2018
ADRIÁN NÉSTOR ESCUDERO. Nacido en Santa Fe,
Argentina, el 12 de enero de 1951. E-mail: adrianes@hotmail.com.
Casado, cuatro hijos
y seis nietos (por ahora, y a la espera de los que vendrán, a Dios gracias). Como
Dr. Contador Público Nacional (1975) y Magíster en Dirección de Empresas (CT –
1998), se desempeñó en la gestión privada y pública. Ejerció la docencia y
cargos académicos universitarios en el Área de Administración de Organizaciones
y Área de Gestión Educativa (FCE-UNL, 1972/1980 y FCE-UCSF, 1980-2000).
[1] Recordando
al siervo de Dios, P. Antonio Di Bella (OG),
quien me convocara – indigno fiel-, un 15 de agosto de 1984 (Festividad de
“Nuestra Señora del Tránsito”, a trastrocarme en aquel burrito que llevó a mi Señor Jesús a la Jerusalén del Calvario,
Muerte y Resurrección; ello, mediante el
ejercicio del Ministerio Extraordinario de la Eucaristía y las Exequias. In memoriam
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