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sábado, 28 de junio de 2025

«Una historia kafkiana» - Ángel Medina - Málaga, España

 

«Una historia kafkiana»

Érase una vez un afamado escritor que hacía sus relatos tan reales que el leedor dudaba si leía o soñaba. Le gustaba profundizar en el psiquismo de los personajes y se constituía para él en una verdadera obsesión crear el morbo entre ellos y el lector. A veces se metía tanto en su piel, analizándolos, que cuando trabajaba de noche (en aquel tiempo no existían los ordenadores y rehusaba utilizar la vieja e indestructible “Remington”, prefiriendo hacerlo a mano), en ocasiones tenía la sensación que la tinta impresa en la cuartilla se agolpaba y se elevaba, a modo de pirámide, desde la base a la cúspide, hasta tomar la apariencia del monigote que estaba describiendo.

 August Lapierre esparció su mirada sobre las cuartillas, complaciéndose en el título que le había dado: “Metamorfosis de la belleza”.

Había sido un cortejador, recreando en el relato una serie de beldades a las que pormenorizaba con extrema finura. Raquel tenía los ojos del color de la esmeralda; Sofía poseía una deliciosa boca, esa clase de labios que abarcan la distancia entre los pómulos, y que al sonreír ligeramente se elevan hacia arriba, marcando el gesto de la sonrisa retenida y coqueta. Había también una pelirroja de salvaje voluptuosidad, de nombre Gisele y ascendencia francesa, una mujer ardiente y peligrosa; igualmente describía a Marta, cuyas manos eran de suave terciopelo y sus   dedos finos y alargados, con los que un hombre fácilmente se dejaría palpar. Y también una rubia muy lista ¿cómo se llamaba?... ¡ah, sí!, Estefanía, de cara ingenua, justas proporciones y cuerpo rectilíneo.

El autor de la obra era un hombre felizmente casado. Adoraba a su mujer, tal vez porque no hay mejor amante que el que antes amó estérilmente, y habiendo saboreado mil veces el oropel en su juventud, ahora, en la madurez, al encontrar lo aurífero quedó prendado.

Su esposa poesía juventud y belleza, y por más señas, un cuerpo de ensueño. Era una criolla, dulce durante el día y apasionada al caer la noche. Una morenaza de ojos grandes y rasgados, oscuros como el mar durante la tormenta, de piel tersa, suave. Una invitación constante a ser mimada.

Por motivos profesionales hubo de ausentarse de casa, si bien, cada día la llamaba varias veces; era la primera vez en muchos años que se separaba de ella y la echaba de menos. Por fin, le anunció que regresaría al día siguiente. La mujer, toda gozosa, no fue capaz de reprimir su alegría, diciéndole que le ofrecería esa noche un regalo especial: ella misma.

Todo estaba igual que lo había dejado y los rosales mostraban el esplendor de sus flores. Se fijó en la alternancia de las púas que preservaban la belleza de la flor, y sin saber por qué, como una premonición, sintió un repelús.

Nada más entrar la miró y se frotó los párpados. En aquel preciso momento se sintió invadido por una extraña sensación. Todo, si, estaba igual a como lo había dejado días antes. Pero había algo que no acababa de comprender, y fijándose en ella, con la intensidad que el artista impone a sus ojos durante la talla, se sintió prisionero de la incertidumbre. La criolla se acercó a él y depositó un dulce beso en su mejilla, mirando por el rabillo del ojo al sirviente que sonreía complacido por la vuelta de su señor. Después, le tomó de la mano y se lo llevó tras sí, escalera arriba. Una vez a solas, lejos de cualquier mirada que pudiera resultar en aquel momento indiscreta, se abrazó a su cuello y le besó apasionadamente, cerrando sus ojos. Él, empero, los mantenía abiertos, escrutando cada centímetro de su piel. Acto seguido, mostrándole una franca sonrisa, se separó de él y comenzó a desvestirse. Sin embargo, Lapierre la rechazó cortésmente, diciéndole que se encontraba cansado, en tanto continuaba la prospección de su anatomía, desde los pies a la cabeza.

Al día siguiente, volvió a repetirse la misma escena. La mujer, sin pronunciar explícitamente palabra alguna volvió a mostrarle sus dientes de marfil, en tanto que con un gesto de niña traviesa le invitaba a participar con ella de la fiesta del amor. Pero el escritor volvió a mostrar su reticencia. La situación se prolongó por espacio de varios días, hasta que finalmente ella se decidió por preguntarle:

― ¿Qué te ocurre, August? Desde que regresaste, me has rechazado una y otra vez. ¿Acaso no te gusto ya?

El escritor se atragantó antes de responder. Y juzgando que debía hacerlo, le dijo:

―No sé qué ha sucedido, mi amada Rebeca. He encontrado todo igual que cuando salí de esta casa. Todo, excepto lo más importante para mí: ¡tú!

― ¿Yo? - se extrañó por aquellas palabras que no acertó a comprender- Nada he cambiado, además que tu ausencia duró poco. ¿A qué te refieres?

―Soy yo el primero en no entenderlo. Pero, cuando te miré- y persiste lo que veo- encuentro que, siendo la misma persona, sabiéndote mi mujer, mostrándote tal y como siempre has sido para mí… ¡te encuentro cambiada!  Tus ojos no son ya garzos, como las cristalinas aguas del profunda mar. Tu boca, que antes era como un fresón jugoso es ahora estirada, como el perfil de la luna en su cuarto creciente. Tu melena, negra como una noche cerrada, se ha tornado pelirroja. Tus manos pequeñas se han transformado en largas y los dedos alargados. Y tu cuerpo esculpido a base de un cincel, en el que se apreciaba la precisión de sus sinuosas curvas, ahora lo veo rectilíneo. Por eso, porque te amo profundamente, me resisto a tocarte, porque lo que en ti veo, sé que no te pertenece, y sería como profanar el sagrado altar de tu cuerpo.

Rebeca dio un respingo y prorrumpió en sollozos. Él le dijo que le concediera tiempo para poder clarificar su confuso pensamiento. Pero, por más vueltas que le daba, de igual manera que un caleidoscopio, a base de remover la figura, cada vez se tornaba más compleja. Finalmente, se decidió acudir a un psiquiatra.

Después de escucharle atentamente e ir tomando nota de lo que juzgaba interesante, el restaurador de mentes le dijo.

―Tiene usted un cocodrilo debajo de su cama. Y para que no se lo coma, ha de sacarlo de allí. Usted es un hombre que se dedica a escribir. Es sabido, que el que a tal menester se presta, en buena parte concede al relato, y sobre todo a sus protagonistas, escenas que bien podrían corresponderse con su propia vida. Por eso, los personajes femeninos de la obra que está trabajando, son en realidad la proyección de mujeres a las que usted amó antes de casarse y que ahora, en su mente, han vuelto a hacerse presentes. El subconsciente es un almacén que permanece cerrado, pero cuando se abre una rendija, como con la lámpara de Aladino, salen de él sus duendes. Vivencias del pasado, que tienden a actualizarse caprichosamente, escapando a nuestro control consciente. De esta manera, su intelecto ha concebido el retrato mezclado de aquéllos amores: los ojos de Raquel; la boca de Sofía; el cabello de Gisele; las manos y dedos de Marta y finalmente la figura de Estefanía. Y hasta es posible que, sin usted autorizarlo, pudieran aflorar algunas más con el tiempo. Por eso, debe eliminar esos personajes de su cabeza. Solo así, se librará de ellos y volverá a recuperar la apariencia de su esposa. Por último, deberá contarle la verdad a ella.

August Lapierre salió cariacontecido, si bien se decidió a acometer la tarea impuesta. Cuando habló con Rebeca, ésta se sintió confundida. No obstante, aunque el tiempo pone las cosas en su sitio, no acababa de eliminar aquellos huéspedes incómodos. Al contrario, cada vez que la miraba, según qué parte de su cuerpo, encontraba a las otras mujeres, bien provocándole con la mirada, sonriéndole, aireando la cabellera, extendiendo sus manos hacia él o contoneando la figura. Hasta que su testa empezó a mostrar signos de enajenación.

Un día hallaron el cuerpo sin vida de una hembra que, a pesar de su trágico fin, aun meciéndose por el cuello atado al tronco de un árbol, sus pupilas desorbitadas proyectaban el glauco de una gema. Lapierre se fijó en su mujer, y volvió a encontrar en ella la mirada de antaño en sus grandes ojos oscuros y rasgados.

 Semanas después descubrieron flotando en el río una hermosa muchacha sonriente. Lapierre se fijó en su mujer, y en lugar de la boca curvada como el satélite que nos ilumina halló aquellos labios frutales que constantemente le invitaban al beso.

 Pasó algún tiempo y la esquela necrológica del diario de la localidad invitaba a la misa por el eterno descanso de una mujer de pelo rojizo. Lapierre se fijó en su mujer y observó con agrado que había vuelto a ella el color de su propio cabello.

 El telediario se despachó aquel día informando de un accidente de coche, con la consiguiente pérdida de una mujer, cuyos largos dedos les costó a los bomberos ímprobos esfuerzos para conseguir arrancarlos del volante. Lapierre se fijó en su mujer y constató que sus brazos y manos habían recuperado las medidas de antaño.

Y no pasaron muchos meses cuando desapareció misteriosamente la joven de cuerpo rectilíneo, cara ingenua y medidas antropomórficas ideales. Entonces, haciendo acopio de sus energías, concentró toda su mente, descargando el último personaje y volvió a ver en ella la autopista de su cuerpo.

La noche era apacible y cerrada, escuchándose el cric-cric de los grillos en el jardín y el ronquido del perro a pie de la escalera. Al fiel criado le habían concedido el día de descanso; estaban solos los dos y la besó con frenesí. Deseaba recuperar el tiempo perdido, y tomándola de su pequeña manecita, tiró suavemente de ella, llevándola hasta el dormitorio. Mientras se desnudaba con parsimonia, le preguntó cómo había conseguido solucionar el problema mental que la hacía para él representación de otras mujeres. Y conociendo el manuscrito de “Metamorfosis de la belleza”, pensó que debía de tratarse de la pasión que como escritor ponía en ella. August se recreaba al haber recuperado a su amada, pues de igual manera que sucede con los sueños, que, aun tratándose de algo irreal, es para la mente del soñante tan real como la propia vivencia en la vigilia, había conseguido matar el cocodrilo que amenazaba con comérselo a él, y la consiguiente pérdida de la criolla. En aquel momento sonó el timbre de la puerta de la finca de manera insistente. Sorprendido, se revistió y fue a abrirla, encontrando para su sorpresa a la policía. Interrogado, hubo de confesar sus crímenes, alegando que no tuvo más remedio que matar a sus personajes para salvarse él y asimismo su amor.

Al conocer la historia, estando Rebeca sola en la casa, sabiéndose la causa del desequilibrio de su marido, amándolo, quiso poner fin a la tragedia, si bien tuvo la precaución de poner antes en marcha una cámara para filmar su suicidio. Después, abrió la espita del gas y se acomodó dulcemente en el tálamo en el que durante tanto tiempo había aguardado el instante de ofrecerse a su consorte. Lentamente, el gas fue invadiendo la estancia y la vida comenzó a escapar de su cuerpo. Y, aunque no era capaz de advertirlo, recostada como estaba, sus ojos se fueron tornando vidriosos; la boca, constituida en mueca, se desdibujó, estirándosele; debido a  la invasión del combustible, el cabello  daba la impresión de estar  modificando su color; sus dedos, por las contracciones  al arañar las sábanas parecían  estar  alargándose y en los últimos estertores, sabiendo que la vida se le escapaba, destensándose,  las curvas se esparcieron, dando la impresión de hacérsele  más rectilínea la figura.

¿Y que fue finalmente de Lapierre?

Según cuentan los viejos del lugar pasó años en un centro carcelario; al cabo del tiempo, cuando salió, la obsesión no se había borrado de su mente, aumentándola cada vez que el morbo le hacía visionar el vídeo de su inmolación, en el que ella experimentaba la metamorfosis que su fantasía había imaginado. Y esta vez, no ya en su pensamiento, sino en la cinta grabada. Y así, viejo y achacoso cayó en la vesania, no sabiendo si todo había sido real o producto de su fantasía, o quien sabe, un sueño morboso.


ÁNGEL MEDINA – Málaga, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

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