EL RETRATO OVAL
El
castillo al cual mi criado se había atrevido a entrar por la fuerza antes de
permitir que, gravemente herido como estaba, pasara yo la noche al aire libre,
era una de esas construcciones en las que se mezclan la lobreguez y la grandeza,
y que durante largo tiempo se han alzado cejijuntas en los Apeninos, tan
ciertas en la realidad como en la imaginación de mistress Radcliffe. Según toda
apariencia, el castillo había sido recién abandonado, aunque temporariamente.
Nos instalamos en uno de los aposentos más pequeños y menos suntuosos.
Hallábase en una apartada torre del edificio; sus decoraciones eran ricas, pero
ajadas y viejas. Colgaban tapices de las paredes, que engalanaban cantidad y
variedad de trofeos heráldicos, así como un número insólitamente grande de
vivaces pinturas modernas en marcos con arabescos de oro. Aquellas pinturas, no
solamente emplazadas a lo largo de las paredes sino en diversos nichos que la
extraña arquitectura del castillo exigía, despertaron profundamente mi interés,
quizá a causa de mi incipiente delirio; ordené, por tanto, a Pedro que cerrara
las pesadas persianas del aposento -pues era ya de noche-, que encendiera las
bujías de un alto candelabro situado a la cabecera de mi lecho y descorriera de
par en par las orladas cortinas de terciopelo negro que envolvían la cama. Al
hacerlo así deseaba entregarme, si no al sueño, por lo menos a la alternada
contemplación de las pinturas y al examen de un pequeño volumen que habíamos
encontrado sobre la almohada y que contenía la descripción y la crítica de
aquéllas.
Mucho,
mucho leí… e intensa, intensamente miré. Rápidas y brillantes volaron las
horas, hasta llegar la profunda medianoche. La posición del candelabro me
molestaba, pero, para no incomodar a mi amodorrado sirviente, alargué con
dificultad la mano y lo coloqué de manera que su luz cayera directamente sobre
el libro.
El
cambio, empero, produjo un efecto por completo inesperado. Los rayos de las
numerosas bujías (pues eran muchas) cayeron en un nicho del aposento que una de
las columnas del lecho había mantenido hasta ese momento en la más profunda
sombra. Pude ver así, vívidamente, una pintura que me había pasado inadvertida.
Era el retrato de una joven que empezaba ya a ser mujer. Miré presurosamente su
retrato, y cerré los ojos. Al principio no alcancé a comprender por qué lo
había hecho. Pero mientras mis párpados continuaban cerrados, cruzó por mi
mente la razón de mi conducta. Era un movimiento impulsivo a fin de ganar
tiempo para pensar, para asegurarme de que mi visión no me había engañado, para
calmar y someter mi fantasía antes de otra contemplación más serena y más
segura. Instantes después volví a mirar fijamente la pintura.
Ya
no podía ni quería dudar de qué estaba viendo bien, puesto que el primer
destello de las bujías sobre aquella tela había disipado la soñolienta modorra
que pesaba sobre mis sentidos, devolviéndome al punto a la vigilia.
Como
ya he dicho, el retrato representaba una mujer joven. Sólo abarcaba la cabeza y
los hombros, pintados de la manera que técnicamente se denomina vignette,
y que se parecía mucho al estilo de las cabezas de Sully. Los brazos, el seno y
hasta los extremos del radiante cabello se mezclaban imperceptiblemente en la
vaga pero profunda sombra que formaba el fondo del retrato. El marco era oval,
ricamente dorado y afiligranado en estilo morisco. Como objeto de arte, nada
podía ser tan admirable como aquella pintura. Pero lo que me había emocionado
de manera tan súbita y vehemente no era la ejecución de la obra, ni la inmortal
belleza del retrato. Menos aún cabía pensar que mi fantasía, arrancada de su
semisueño, hubiera confundido aquella cabeza con la de una persona viviente.
Inmediatamente vi que las peculiaridades del diseño, de la vignette y
del marco tenían que haber repelido semejante idea, impidiendo incluso que
persistiera un solo instante. Pensando intensamente en todo eso, quedeme tal
vez una hora, a medias sentado, a medias reclinado, con los ojos fijos en el
retrato. Por fin, satisfecho del verdadero secreto de su efecto, me dejé caer
hacia atrás en el lecho. Había descubierto que el hechizo del cuadro residía en
una absoluta posibilidad de vida en su expresión que,
sobresaltándome al comienzo, terminó por confundirme, someterme y aterrarme.
Con profundo y reverendo respeto, volví a colocar el candelabro en su posición
anterior. Alejada así de mi vista la causa de mi honda agitación, busqué
vivamente el volumen que se ocupaba de las pinturas y su historia. Abriéndolo
en el número que designaba al retrato oval, leí en él las vagas y extrañas
palabras que siguen.
“Era
una virgen de singular hermosura, y tan encantadora como alegre. Aciaga la hora
en que vio y amó y desposó al pintor. Él, apasionado, estudioso, austero, tenía
ya una prometida con el Arte; ella, una virgen de sin igual hermosura y tan
encantadora como alegre, toda luz y sonrisas, y traviesa como un cervatillo;
amándolo y mimándolo, y odiando tan sólo al Arte, que era su rival; temiendo
tan sólo la paleta, los pinceles y los restantes enojosos instrumentos que la
privaban de la contemplación de su amante. Así, para la dama, cosa terrible fue
oírle hablar al pintor de su deseo de retratarla. Pero era humilde y obediente,
y durante muchas semanas posó dócilmente en el oscuro y elevado aposento de la
torre, donde sólo desde lo alto caía la luz sobre la pálida tela. Mas él, el
pintor, gloriábase de su trabajo que avanzaba hora a hora y día a día. Y era un
hombre apasionado, violento y taciturno, que se perdía en sus ensueños; tanto,
que no quería ver cómo esa luz que entraba, lívida, en la torre solitaria,
marchitaba la salud y la vivacidad de su esposa, que se consumía a la vista de
todos salvo de la suya. Mas ella seguía sonriendo sin exhalar queja alguna,
pues veía que el pintor, cuya nombradía era alta, trabajaba con un placer
fervoroso y ardiente, bregando noche y día para pintar a aquélla que tanto le
amaba y que, sin embargo, seguía cada vez más desanimada y débil. Y, en verdad,
algunos que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de su parecido como de
una asombrosa maravilla, y una prueba tanto de la excelencia del artista como
de su profundo amor por aquélla a quien representaba de manera tan insuperable.
Pero, a la larga, a medida que el trabajo se acercaba a su conclusión, nadie
fue admitido ya en la torre, pues el pintor habíase exaltado en el ardor de su
trabajo y apenas si apartaba los ojos de la tela, ni siquiera para mirar el
rostro de su esposa. Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela
eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando
pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca
y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama
en el tubo de la lámpara. Y entonces la pincelada fue puesta y aplicado el
matiz, y durante un momento el pintor quedó en trance frente a la obra
cumplida. Pero, cuando estaba mirándola, púsose pálido y tembló mientras
gritaba: «Ciertamente ésta es la Vida misma». Y volvióse de improviso para
mirar a su amada. ¡Estaba muerta!».
EDGAR ALLAN POE, Estados Unidos
1809 /1849
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