ACIDIA
Pon en marcha tu
imaginación, lector. Proyectala hacia el espacio infinito. El cordón umbilical
que unía al astronauta con la nave se ha roto. ¿Lo ves?
Empieza a
alejarse dando tumbos. Condenado a vagar por el vacío sin posibilidad de
retorno. El momento más acuciante es cuando toma consciencia de la
incomunicación. Es el aislamiento total, consistente en el peor de los miedos.
En este caso se trata de una ficción, y por tanto de algo improbable.
Acerquémonos más
a la soledad. Me viene a la memoria un programa de televisión emitido hace
tiempo, en el cual el concursante debía someterse a un experimento de
aislamiento que consistía en permanecer durante la noche en una cripta del
cementerio, con la única compañía de un cadáver.
(Para que en
ningún momento pudiese desentenderse de la realidad, estaba rodeado de espejos,
de manera que, mirase donde mirase estaría viendo al muerto)
En buena lógica
podría pensarse que el miedo es irreal, porque si no hay que temer cosa alguna
es de alguien que yace exangüe. Y, sin embargo, el subconsciente, ese almacén
de imágenes aletargadas nos arroja la idea anticipada de lo que ha de ser la
propia soledad más absoluta. Experimentar el dejar de ser.
El hombre rechaza el abandono. Necesita la
presencia del otro. Saberse acompañado. Que su destino― esto es, él mismo― no
sea el desafecto. Pues, en el fondo, el desamor es la nada. Nadie es alguien
sabiéndose desterrado, con la única compañía de su “yo”. Ahora, para compartir
la vida. En lo venidero, por el miedo a perderla. Sólo el amor le compensará en
el presente y en el futuro.
Sin embargo, la
sociedad moderna vive deprisa. Todo es ya y aquí, comportándonos a veces como
verdaderos autómatas que actúan mecánicamente, siguiendo pautas sociales. ― Las
que marca cada época―, y acomodándolo todo a los intereses inmediatos. Es más,
se vive como si el futuro no existiese, consumiendo el tiempo a grandes sorbos.
De ahí el dicho popular: “Para dos días que hay que vivir…” Vivir para poseer y
disfrutar el hoy sin construir el ser de mañana.
Sin embargo, al
mismo tiempo convive en el hombre el deseo de infinitud. De no querer acabarse.
A poco que lo piense, se daría cuenta de ello. Pero, prefiere no pensar. A lo
sumo se dice: “Hoy no, mañana”. Pura apatía. Todo se va postdatando para
relajar ese ánimo interno que le puede mover a reflexionar sobre su destino.
Ese ir dilatando
en el tiempo de manera perezosa lo que ha de hacerse tiene dos vertientes. Una
es la gandulería o desgana en el quehacer personal de cada día. Siempre hay una
excusa, tal vez pensando que se solucionará solo, que, si no es hoy ya se hará
más adelante, o que ya vendrán otros a hacerlo. Pero, existe otra clase de
desidia peor. Es aquello que denominaba como “acidia” Tomás de Aquino, allá por
el lejano siglo XIII. La pereza del espíritu, que consiste en ir dándole largas
a esa idea que nos traspasa, pues, si bien sabemos que somos mortales, al mismo
tiempo convive en nosotros la esperanza de no ir a parar finalmente a la
“nada”.
El subconsciente
es la segunda memoria del hombre, y en él se van guardando las experiencias de
la vida. Ocurre que lo que no se reflexiona no ocupará en él lugar alguno.
Llegado el momento, cuando sea necesario responder al reto de una situación
límite, si carece de ella nada podrá respondernos, entregándonos a la más completa
incertidumbre.
Por eso, ante el
“dejar de ser” del hombre en la muerte, para no ceder a la angustiosa duda de
ese momento se impone la reflexión sobre ese deseo de infinitud, meditándola
ahora y no después. Lo que se ventila es poder comprender de alguna manera que
la vida no termina en la nada eterna, que no acaba, sino que se transforma.
Como el gusano de seda en la hora de su muerte, que se envuelve en el capullo
de la agonía para resurgir convertido en mariposa.
La respuesta de
eternidad no es otra cosa que la necesidad de saberse amado. Amor para siempre.
Que lo que el hombre no puede darse, sin embargo, esté dispuesto a recibirlo.
Bastaría con que se abriese a ese don y perseverase (“Buscad y encontrareis” Lc
11,5)
Bien sabe el
hombre que lo que no es no puede darse existencia a sí mismo. Por tanto, habrá
de admitir el creacionismo como la respuesta más razonable. El hombre sabe que
para poder actuar éticamente ha de mirarse en unos valores superiores que el
mundo no puede proporcionarle. El hombre sabe finalmente que su ansia de
infinitud no puede otorgárselo poder humano alguno.
Para poder
entender la esencia positiva de algo, a veces resulta necesario haber
comprendido su contrario. El mundo está lleno de desamores. Basta con abrir un
telediario para vernos invadidos de guerras, injusticias, persecuciones,
violencias y amores truncados. Contra-amores.
La mayor angustia
del hombre es el miedo a no ser amado, y la desesperación en la convicción de
haberlo perdido para siempre. En la soledad eterna. En ser consciente de ser y
vagar en el más completo aislamiento perpetuamente. En esto puede consistir el
infierno.
Por eso, conviene
meditar ese deseo de infinitud. No irlo dejando para mañana. Alejar de sí la
pereza metafísica de la acidia. No dejar de reflexionar para mañana, lo que se
puede hacer hoy. Enfrentarse con la más íntima de las realidades. Mantener viva
la esperanza de ser, incluso más allá de la muerte.
Si el hombre
razona desde ya por sí mismo todo esto, se estará abriendo al soporte del misterio
al que llamamos Dios. Y en el momento final, mantendrá viva la esperanza.
ÁNGEL MEDINA, Málaga, España
MIEMBRO HONORÍFICO
DE ASOLAPO ARGENTINA
Blog <autor: https://www.facebook.com/novelapoesiayensayo
Últimas publicaciones autor
·
https://www.amazon.es/Vaticano-III-Rustica-ANGEL-MEDINA/dp/8416611912
·
https://www.amazon.es/EL-HOMBRE-QUE-PENSABA-MISMO-ebook/dp/B0859M82YW
No hay comentarios:
Publicar un comentario