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sábado, 6 de enero de 2024

ACIDIA - Ángel Medina, Málaga, España

 



ACIDIA                                                                          

Pon en marcha tu imaginación, lector. Proyectala hacia el espacio infinito. El cordón umbilical que unía al astronauta con la nave se ha roto. ¿Lo ves?

Empieza a alejarse dando tumbos. Condenado a vagar por el vacío sin posibilidad de retorno. El momento más acuciante es cuando toma consciencia de la incomunicación. Es el aislamiento total, consistente en el peor de los miedos. En este caso se trata de una ficción, y por tanto de algo improbable.

Acerquémonos más a la soledad. Me viene a la memoria un programa de televisión emitido hace tiempo, en el cual el concursante debía someterse a un experimento de aislamiento que consistía en permanecer durante la noche en una cripta del cementerio, con la única compañía de un cadáver.

(Para que en ningún momento pudiese desentenderse de la realidad, estaba rodeado de espejos, de manera que, mirase donde mirase estaría viendo al muerto)

En buena lógica podría pensarse que el miedo es irreal, porque si no hay que temer cosa alguna es de alguien que yace exangüe. Y, sin embargo, el subconsciente, ese almacén de imágenes aletargadas nos arroja la idea anticipada de lo que ha de ser la propia soledad más absoluta. Experimentar el dejar de ser.

 El hombre rechaza el abandono. Necesita la presencia del otro. Saberse acompañado. Que su destino― esto es, él mismo― no sea el desafecto. Pues, en el fondo, el desamor es la nada. Nadie es alguien sabiéndose desterrado, con la única compañía de su “yo”. Ahora, para compartir la vida. En lo venidero, por el miedo a perderla. Sólo el amor le compensará en el presente y en el futuro.

Sin embargo, la sociedad moderna vive deprisa. Todo es ya y aquí, comportándonos a veces como verdaderos autómatas que actúan mecánicamente, siguiendo pautas sociales. ― Las que marca cada época―, y acomodándolo todo a los intereses inmediatos. Es más, se vive como si el futuro no existiese, consumiendo el tiempo a grandes sorbos. De ahí el dicho popular: “Para dos días que hay que vivir…” Vivir para poseer y disfrutar el hoy sin construir el ser de mañana.

Sin embargo, al mismo tiempo convive en el hombre el deseo de infinitud. De no querer acabarse. A poco que lo piense, se daría cuenta de ello. Pero, prefiere no pensar. A lo sumo se dice: “Hoy no, mañana”. Pura apatía. Todo se va postdatando para relajar ese ánimo interno que le puede mover a reflexionar sobre su destino.

Ese ir dilatando en el tiempo de manera perezosa lo que ha de hacerse tiene dos vertientes. Una es la gandulería o desgana en el quehacer personal de cada día. Siempre hay una excusa, tal vez pensando que se solucionará solo, que, si no es hoy ya se hará más adelante, o que ya vendrán otros a hacerlo. Pero, existe otra clase de desidia peor. Es aquello que denominaba como “acidia” Tomás de Aquino, allá por el lejano siglo XIII. La pereza del espíritu, que consiste en ir dándole largas a esa idea que nos traspasa, pues, si bien sabemos que somos mortales, al mismo tiempo convive en nosotros la esperanza de no ir a parar finalmente a la “nada”.

El subconsciente es la segunda memoria del hombre, y en él se van guardando las experiencias de la vida. Ocurre que lo que no se reflexiona no ocupará en él lugar alguno. Llegado el momento, cuando sea necesario responder al reto de una situación límite, si carece de ella nada podrá respondernos, entregándonos a la más completa incertidumbre.

Por eso, ante el “dejar de ser” del hombre en la muerte, para no ceder a la angustiosa duda de ese momento se impone la reflexión sobre ese deseo de infinitud, meditándola ahora y no después. Lo que se ventila es poder comprender de alguna manera que la vida no termina en la nada eterna, que no acaba, sino que se transforma. Como el gusano de seda en la hora de su muerte, que se envuelve en el capullo de la agonía para resurgir convertido en mariposa.

La respuesta de eternidad no es otra cosa que la necesidad de saberse amado. Amor para siempre. Que lo que el hombre no puede darse, sin embargo, esté dispuesto a recibirlo. Bastaría con que se abriese a ese don y perseverase (“Buscad y encontrareis” Lc 11,5)

Bien sabe el hombre que lo que no es no puede darse existencia a sí mismo. Por tanto, habrá de admitir el creacionismo como la respuesta más razonable. El hombre sabe que para poder actuar éticamente ha de mirarse en unos valores superiores que el mundo no puede proporcionarle. El hombre sabe finalmente que su ansia de infinitud no puede otorgárselo poder humano alguno.

Para poder entender la esencia positiva de algo, a veces resulta necesario haber comprendido su contrario. El mundo está lleno de desamores. Basta con abrir un telediario para vernos invadidos de guerras, injusticias, persecuciones, violencias y amores truncados. Contra-amores.

La mayor angustia del hombre es el miedo a no ser amado, y la desesperación en la convicción de haberlo perdido para siempre. En la soledad eterna. En ser consciente de ser y vagar en el más completo aislamiento perpetuamente. En esto puede consistir el infierno.

Por eso, conviene meditar ese deseo de infinitud. No irlo dejando para mañana. Alejar de sí la pereza metafísica de la acidia. No dejar de reflexionar para mañana, lo que se puede hacer hoy. Enfrentarse con la más íntima de las realidades. Mantener viva la esperanza de ser, incluso más allá de la muerte.

Si el hombre razona desde ya por sí mismo todo esto, se estará abriendo al soporte del misterio al que llamamos Dios. Y en el momento final, mantendrá viva la esperanza.

 

ÁNGEL MEDINA, Málaga, España

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA

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