AHORA QUE RECUERDO AL
CHINO
“'Tal vez un día me pueda ir de estas tierras a aquellas que anhelo', se
decía para sí el Chino ya en esa época mientras se comía enteros sus guardados trozos
de esperanza”.
El Chino Landázuri había arribado felicísimo
a Solonós —tierras de propiedad de don Recuerdo Del Bien—, meses después de
graduarse de Bachiller con la nota más alta y de granjearse el respeto de
quienes complotaban contra su éxito. Su
arribo lo había hecho sin dinero alguno, sorteando así una serie de
dificultades económicas y de otra índole. Ahora que recuerdo, después de
graduarse de esa institución con honores altos, se dedicó a buscar trabajo acorde a su campo en el terruño de su
arribo; terruño que, aunque paupérrimo y enfrascado en una guerra intestina, le
resultó mágico y entrañable; había sido construido con piedras planas y
puntiagudas, y sostenía el peso de edificios tanto fríos como acogedores de
adobe, piedra y cemento, en los que más de una vez lo habían hospedado y
alimentado con tortillas de maíz y tamales de chipilín, y hasta enchilado.*
—“Tal vez un día me pueda ir de estas tierras
a aquellas que anhelo”, se decía para sí el Chino ya en esa época mientras se
comía enteros sus guardados trozos de esperanza.
—“Dicen que, al regresar de allá, del
Trópico de Cáncer, donde desde aquí se ve besarse el cielo con la tierra, se viene
con mayores credenciales; entonces, las puertas se abren de par en par por acá
donde el cielo parece tan huraño con la tierra”, comentaba casi diariamente a
sus amigos cual si fuera disco rayado.
Con el deseo de que su sueño comience
hacérsele realidad, un día decidió visitar a don Recuerdo del Bien en su
despacho austero del segundo piso. Fue invitado a entrar y a sentarse.
—“Regrese a su tierra; allá lo están
esperando”, le recomendó don Recuerdo. Se me escapa el mes, la fecha, el día y la
hora en que tal conversación aconteció; lo que sí recuerdo bien es que a la
sazón él era un joven bastante apuesto, sencillo, aparentemente introvertido,
inteligente, buen lector, de mediana estatura y que, por su abolengo familiar, y
por su esmerada educación, solía vestir bien y cuestionar lo que le parecía vulgar.
Pero traía en sus espaldas el peso del sueño frustrado de ser cantante; no
obstante, en una ocasión, recibió la invitación para debutar en la televisión
nacional y, más tarde, se habría de rozar con reconocidas personalidades de las
letras solonenses. ¿Qué más quería?
—“¡Que triunfe, el señor Landázuri!”, le
había deseado doña Tere, su admirada profesora, cuando ella recibió sus saludos
y se enteró de los rumbos de quien había emulado su interés por las máquinas viejas
de escribir, las bibliotecas, la oratoria y hasta los gatos. Él guardaría por
siempre en su corazón tales deseos. Gimió al enterarse tardíamente de la muerte
de doña Tere.
Al oír la recomendación de don Recuerdo, el
Chino se estremeció y visualizó a su viuda madre doña Aleja —bella flor de un vergel
que fue— en la ventana de su casa campesina, decorada
por dentro con calendarios de años idos y por fuera con viejas macetas de
geranios color rosa, a la espera de la llegada de uno de sus hijos. Al mismo
tiempo, la visualizó acompañada de aquellos perros corrientes y raquíticos que
él había dejado atrás, y exponiendo, desde esa misma ventana, que le infundía
delgada esperanza, sus últimas y marchitas corolas a los rayos del sol
inclemente de la región costera. También visualizó con nostalgia el baile de
las hojas al ritmo del viento vespertino y cómo los rayos del sol rostizaban las
del cafetal y del jardín ahora desolado del patio de su casa, que por su
jardinero chorreaba lágrimas por sus talluelos; es que habían pasado ya los
primeros siete años que no sentía las caricias de las jóvenes manos de su
jardinero, regándolo en verano y aporcándole en invierno sus raíces despiertas
bajo la tierra; esto es, respectivamente, cuando ni las veraneras crecían ni
nadie podía detener la crecida del río que arrasaba aquel puente viejo a través
del cual el joven jardinero habría de pasar miles de veces; su destino siempre era
aquel pueblo bullicioso cual mar abierto, por una carretera más hendida que los
cascos de un jumento de la comarca.
Don Recuerdo del Bien le acotó con firmeza:
“Chino, mire, Solonós, y sus alrededores, es una tierra ya ocupada por
excelentes jornaleros que, además, son estables en su trabajo”. El Chino lo
miró callada y fijamente. Es que en esos años dorados en los que a él le
florecía la vida y los sueños por alcanzar a golpe de imposibles, don Recuerdo,
un binacional que hablaba a la perfección el idioma solonense, regía, como
dueño que era, los destinos de esas tierras del saber y de otras cosas más, bonitas
y feas. Al Chino, entonces, le temblaron sus manos sudorosas, sintiendo al
mismo tiempo impotencia, rabia, vergüenza y desazón que se guardó en sus
adentros. No supo qué replicar. Sintió la sensación de ser nadie. El “¡Que
triunfe, el señor Landázuri!”, le vino a su mente y le bajó al corazón…
Pero pudo levantarse, despedirse y
salir, creo recordar, sin saber a dónde, pensando que todo mundo había oído lo que
don Recuerdo le había recomendado y acotado. Vi que sus lágrimas rodaban hasta por
donde ya no cabían en su rostro. También vi cuando un sujeto de gran estatura, cuyo
origen era desconocido, le abrazó su alma y la arropó con su grandeza; además, vi
cuando ese sujeto de un modo extraño le llenó a rebosar su corazón, no de sangre,
sino de su amor que hasta se le derramaba pecho abajo; pero el Chino supo y no
supo siempre cómo esparcirlo y lo dejaba escapar por los resquicios del desamor.
—“A mí no me cabe duda”, le mandó a decir
su madre en una carta, “que tú, hijo mío, al igual que el Zaratustra de Nietzsche,
has confirmado en tu temprana edad lo que has aprendido en aula, mas no todavía
en el trajín de tu vida; esto es: lo bueno y lo malo de los pueblos y tierras,
y que en la vida siempre hay noches al lado de la luz del día y hay luz del día
al lado de las noches más espesas. Sé valiente, que yo ya estoy a punto de
acabar la pelea de la buena batalla de la vida, y el tiempo de mi partida está
cercano”.
Supe que, a partir de entonces, al Chino le
parecía que, en cada invierno y verano, las tierras solonenses despedían un
olor a ajeno en vez de a humedad y polvo, respectivamente. También supe que la
nostalgia lo invadiría más que nunca, especialmente durante lo azulado de las
tardes parecidas a las que había vivido en su infancia, cuando regresaba de
bañarse en el río; mucho más cuando el día se iba apagando a sorbos bajo el
cielo abierto de Solonós. Una vez lavada su alma, dejaba de llorar; de vez en
cuando le llegaban retazos de cartas de su madre y hermana mayor escritas a mano,
también pidiéndole — ¡qué coincidencia! — que regresara, y compartiéndole sobre
las novedades de la parentela.
Después de todas estas cosas, según me
dijeron, el Chino tomó mayor conciencia de cómo los días se marchaban uno tras
otros. Y que, después de un tiempo estirado cual elástico, se fue con uno de
ellos para siempre de Solonós, feliz y donde solo él sabía.
*Expresión que alude a la sensación picoso-amarga del “chile” al cual en
otros contextos del mundo se lo conoce como “ají”.
del libro
inédito Microcuentos de Solonós: entre la realidad y la ficción. Ciudad de México
©GEORGE REYES, poeta y escritor mexicano
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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