TRIBUNA
EL SOSÍAS DE GARDEL
Quizá
la originalidad no es más que una imitación hecha con criterio. La palabra “sosías”
proviene de la obra Anfitrión, del célebre dramaturgo romano
Plauto, en la que Mercurio se hace pasar por Sosias, el criado del general
Anfitrión, para ayudar a Júpiter a seducir a Alcmena, esposa del mismo
general. De manera que el término “sosías” tiene distintos y parecidos
equivalentes en los siguientes adjetivos: dobles, impostores, imitadores,
suplantadores de identidad, doble personalidad o personalidad múltiple.
En
el terreno de las letras no hay un Adán literario. Eso no impide, por supuesto,
que con imaginación y esmero, apoyados en quienes admiramos y nos han
precedido, no se puedan lograr sorprendentes variaciones. Ningún escritor se
admite plagiario y la mayoría cree que está modificando el mundo cuando empuña
las palabras. En cuanto a los temas, sabemos que no son demasiados y lo que
podemos hacer con ellos es recrearlos. La habilidad de un artífice está en
saber remedar prudentemente. Cuando se imita a alguien -a veces de manera
inconsciente-, se puede estar copiando; ahí está el riesgo.
A
Borges le encantaba hacer bromas sobre el espinoso asunto del plagio; decía que
si en el oficio de las letras no se sabe plagiar, lo más adecuado es ser
original. Sabio en estos asuntos, le encantaba hacer bromas al respecto. En una
oportunidad, cuando yo colaboraba con él, mientras me dictaba un texto, me
levanté para ir al baño y le pedí que me disculpara unos minutos. Cuando
regresé lo encontré de pie, afirmado en su bastón. “¡Bueno, el hábito del
plagio -se disculpó-. En este caso será un plagio urinario. Yo
también voy al baño”.
No
es desatinado conjeturar que la mayoría de los artistas aprende imitando el
estilo de aquellos que admira, lo cual no está mal, es muy sano y aconsejable
para encontrar un camino propio. En cualquier caso siempre hay paradigmas. El
psicólogo Wilhem Stekel observó que de manera atávica los bebés miran
atentamente el movimiento de labios de sus mayores y empiezan a aprenden
imitándolos para crear sus propios sonidos del lenguaje. Todo lo que hacemos en
este maravilloso camino del arte está sostenido por lo anterior. Eso sí, no hay
que dejar que se nos vaya la mano y el fervor haga que traspasemos los límites
de lo posible.
Quizá
esto se puede hacer extensivo a todas las formas del arte. Julián Miró se
llamaba este cantor de tangos, y no cantaba mal. Pero era tanta la devoción por
Carlos Gardel, que el exceso lo perdió, llevándolo a convertirse casi de un
modo grotesco en su caricatura. Esto sucedió hacia fines de la década de 1960,
cuando yo empecé a trabajar en la renombrada Radio del Pueblo de
Buenos Aires con un programa que se llamaba “Galanteadas en el Pueblo”. ¿Por
qué “galanteadas”, se preguntará mi lector? Sencillamente porque adopté el nombre
fingido de Guillermo Galante para presentarme ante el ignoto público de
radioescuchas, que yo imaginaba masivamente siguiéndome. No eran tantos, pero
algunos hubo que le prestaban atención a mi programa, muy volcado a lo
periodístico y cultural por las variadas entrevistas que hacía; por allí
pasaron con frecuencia Borges y Mujica Lainez, Marechal y Sabato, Denevi y
Gila, y mucha gente de teatro como Alberto Closas, Analía Gadé y Norma
Aleandro; algunos de ellos eran mis colaboradores permanentes. Cierta temeridad
y desmesura le dieron carácter al programa, que alcanzó un buen nivel de
audiencia; pero esos oyentes era cautivos porque antes había un radioteatro
popular, quizá el más escuchado de la Argentina, que ponía en el aire el
entonces famosísimo dramaturgo, libretista de radio, comediógrafo, actor y
director Juan Carlos Chiappe, quien también a veces utilizaba el seudónimo de
Claudio Zuviría, autor de numerosas obras de extraordinario y masivo éxito,
tales como “El Tigre Millán”, “Nazareno Cruz y el lobo” y “El principito
rubio”.
Mis
locutores eran los no menos conocidos Elda Moreno y Roberto González Rivero, el
famoso “Riverito” (que todavía, muy mayor, sigue siendo figura de la televisión
en un espacio dedicado a la Lotería Nacional). Cuando empezaba mi programa,
Chiappe se despedía con un excesivo agradecimiento cargado con palabras
conmovedoras de contagiosa emoción, que reverberaban en su límpida y
radiofónica voz: “¡Gracias Riverito, muchas gracias, todas las gracias del
mundo…!”. Una expresión celebrada por multitudes de oyentes congregados
alrededor de aparatos de radio aún alimentados por baterías, ya que en muchos
remotos sitios rurales se carecía de electricidad.
El
beneficioso asunto es que yo la pegaba de rebote y recibía innumerables llamados
telefónicos y cartas de todo el país, que me hicieron creer que era toda una
figura. Me sentía un grande de la radio. No era para menos, el mismo Chiappe,
del que me hice amigo, cada tanto me prodigaba un elogio y me propuso actuar en
su troupe; empecé a representar un papelito de malo (de muy tercer orden, por
supuesto) que me hizo viajar durante una temporada por buena parte del país.
Hasta que un día recibí una flor de pateadura y decidí no actuar más con el
grupo. Masivamente, la gente que concurría a ver la obra en los teatros
pueblerinos se posesionaba de los personajes y esperaba a los actores a la
salida del teatro para celebrarlos; todo lo contrario ocurría con los villanos,
que eran apostrofados y a veces atacados por los crédulos más violentos. Y me
tocó ligarla a mí.
En
aquellos días, mi productor en la radio era un folklorista llamado Elio Fort,
que se escudaba bajo el apropiado pseudónimo de “Alico del Monte” para
interpretar sus canciones camperas; quizá el primer amigo que creyó casi ciegamente
en mí, aún no sé por qué (en su momento me referiré a Elio Fort o Alico del
Monte, que merecen algo más que una simple mención, ya que era un excelente y
finísimo cantor y guitarrista de folklore, admirado por Atahualpa Yupanqui,
Eduardo Falú y otros grandes; pero el pobre no tuvo suerte y se quedó flotando
en las orillas, resignado a su tarea de productor radial). El caso es que me
armó ese programa diario en el que yo, casi descaradamente, imitaba a varios
locutores, tales como los maestros Antonio Carrizo, Jorge Fontana y Guillermo
Fernández Luro y, en especial al que fue paradigma de lo que es hoy la
radiofonía argentina, me refiero al incomparable “peruano parlanchín”, Hugo
Guerrero Martinheitz.
Allí
llegó una tarde, para que le haga una entrevista y cantar a micrófono abierto,
el gardeliano Julián Miro, todo un caballero el hombre. Era conocido del
productor y vino con sus guitarristas para ocupar la ajustada hora de mi
programa. Don Julián era sastre de oficio y un próspero emprendedor, que fabricaba
preciosas corbatas y camisas. En lo artístico, quizá bastante patético, todo un
pretendido Carlitos Gardel de segunda o tercera mano. Imitaba los mismos
gestos, se peinaba a la gomina con raya casi al medio y pelo aplastado,
recalcaba la idéntica sonrisa, hablaba de un modo nasal arrastrando las
palabras; y aunque infructuosamente trataba de parecer su voz a la del etéreo
“Zorzal criollo”, no era Gardel, y había un imposible por delante para siquiera
aproximarse. Sin duda, porque Carlos Gardel hubo unos solo y se fue a unir con
los más en el trágico accidente aéreo de Medellín, en 1935, dejando ese vacío
que ningún otro cantor de tangos pudo llenar, y acaso no se llenará jamás.
Por
aquella época existía la costumbre de contratar números vivos en los cines y
Julián Miró, como lo había hecho Gardel en sus comienzos, cantaba en los
intervalos de las películas. Tenía su público que lo seguía. Alguna vez alguien
me contó que lo puso en contacto con el legendario bandoneonista Aníbal Troilo
para ser incorporado a su orquesta; pero, al parecer, a “Pichuco”, no le
convenció el sosía de Gardel y muy elegantemente, después de tomarle una
prueba, se lo sacó de encima con estas palabras: “No, amigo, usted es
demasiado importante para cantar en una orquesta; su camino es seguir como
solista”.
Y
así siguió Julián Miró cantando en los cines y en las cantinas de los barrios
de La Boca y del Abasto, no sé hasta cuando, porque yo le perdí la pista. Es
probable que haya dejado los escenarios para dedicarse a su rentable negocio,
la fabricación de “corbatas y camisas Miró, que alimentan su mirada”,
toda una moda en el Buenos Aires de aquellos días, donde creo que le fue mejor
que con el canto. Yo nunca más supe de él.
Quizá
la originalidad no es más que una imitación hecha con criterio. Pero imitar a
Carlos Gardel es un imposible; sin duda, más difícil que hacerse pasar por
Mercurio asumiendo el rol de Sosías. Le queda grande a cualquiera.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor
argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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