TRIBUNA
A 120 años de
su nacimiento otro poco del humor de Borges
En
ocasiones, sobre todo cuando se trataba de tomarse en broma a sí mismo, el
humor de Borges solía ser desopilante, y muy desconcertante. De esta manera,
nuestro célebre escritor fue generando una obra verbal paralela a su obra
escrita que competía con ella y la enriquecía todo el tiempo. Sucedió que la
fama le dio a este tímido irreductible, a este invulnerable temeroso de los
demás (que no era vulnerable por lo que comúnmente se teme a los otros; es
decir, por lo que suele afectarnos, sino por los posibles diálogos elementales,
carentes de literatura, conque lo abordaban muchos mediocres periodista,
carentes de conceptos); digo que estas simplezas le fueron dando una seguridad
social de sí mismo que lo hizo ganar en desparpajo y osadía. Y así, a fuerza de
tanto reportaje, se animó a criticar públicamente a los próceres Federico
García Lorca, Antonio Machado y Guy de Maupassant; al primero lo calificó de
“andaluz profesional”, al segundo de “ignoto hermano de Manuel Machado” y, al
tercero, en la mismísima Sorbona, de “sumiso escritor que nació imbécil y murió
loco”.
Por
supuesto que no fue todo. Divertido y travieso, aquí, en la Argentina, también
dejó un tendal sin un solo títere con cabeza. Empezando, claro, por nuestra
obra gauchesca cumbre, el Martín Fierro, de quien dijo,
refiriéndose al personaje “que era un vulgar cuatrero criminal y racista”.
Siguió luego con casi todos los mitos nacionales, pasando desde el
sacrosanto tango (“esa música sensiblera y prostibularia”) al
venerado Carlos Gardel (“un malevo sentimental que adocentó la canción de
Buenos Aires”). Y así por el estilo, de este y del otro lado del Océano,
rescató a muy pocos; digamos que a Quevedo y Cervantes, en España, a Flaubert y
Victor Hugo, en Francia y entre nosotros a Leopoldo Lugones y Enrique Banchs, a
Silvina Ocampo y a don Ezequiel Martínez Estrada.
Con
los escritores contemporáneos casi nunca se comprometió. Se disculpaba diciendo
que, como estaba ciego, no los había leído. Yo quizá cometí la imprudencia de
leerle, en dilatadas mañanas, más o menos hasta la mitad Cien años de
soledad, del egregio Gabriel García Márquez, hasta frunciendo el ceño que
me interrumpió diciendo: “Bueno, creo que ya empieza a repetirse; con cincuenta
años hubiera sido suficiente, ¿no le parece?”
He
dicho, o creo haber dicho, que para nuestro escritor pocas cosas le merecían seriedad.
Acaso algún recuerdo familiar, el dolor por la pérdida de algún amigo, el amor
no correspondido; pero siempre trataba de encontrarle el lado gracioso que lo
llevaba a reírse de sí mismo. Recuerdo que en almuerzo con nuestro amigo común,
el periodista Horacio de Dios, trajo a colación como una traición amorosa lo
llevó ante un dentista para que le sacara dos muelas que le molestaban, sin el
uso de ninguna anestesia. “A un sufrimiento hay que quitarlo con otro
sufrimiento mayor”, nos aconsejó sin pretender darnos un consejo.
No
viene mal, quizá, para ilustrar un poco más nuestras ideas, que recordar
aquella famosa sentencia latina Verba volant scripta manent (que
el proverbial orador Cayo Tito Vespasiano, usara como advertencia ante el
implacable y justiciero senado romano, cuyo significado es “las
palabras vuelan, lo escrito queda”), donde se resalta la fugacidad de las
palabras, a menudo llevadas por el viento, frente a la permanencia de las cosas
escritas. Pero, todos sabemos que el devenir de la ciencia arrasó después con
esta remota cita, dando aparentemente a los latinos una temeraria seguridad,
que demolieron más tarde Thomas Alva Edison y Emil Berliner, al dejar grabadas
para siempre las voladoras palabras, sumándole a la calidad escrita, la melodía
y el tono de voz del que carecen la tinta y el papel en el libro. Y aquí, me
parece, podemos volver al fabuloso Borges oral, beneficiado por los gentiles
inventores que, más tarde, con el cine y la televisión se le agregó la imagen.
Venturosamente
para el arte de la retórica y, en algunos casos, desdichadamente para él,
nuestro Borges, a través de la mordacidad y del sarcasmo, se hizo un
especialista de la injuria, y hasta le dedicó un célebre ensayó que tituló “El
arte de injuriar”; sobre todo en el controvertido juego de la política, donde
sus opiniones aún siguen irritando a los intolerantes carentes de humor o de
lucidez, que no admiten ni le perdonan su anti peronismo. Aunque con
generosidad, por supuesto, me admitió a mí que lo comparara con Perón, pues
ambos eran dos criollos viejos, maestros de la ironía y del doble sentido. En
este terreno Borges se divertía mucho, muchísimo consigo mismo; al tiempo que
desconcertaba a los demás. Si uno repasa su descomunal iconografía no es raro
sorprenderlo, casi siempre, con una sonrisa o una risa de oreja a oreja. Es
probable que la difícil coincidencia de ceguera e inteligencia lo aislaran de
maravillas para elucubrar sus siempre geniales comentarios.
Yo
vivo repitiendo que uno de los dones que le debo a la vida es mi dilatada
relación con Borges, en la que alternaba simultáneamente como amigo, discípulo
y colaborador. Tuve la felicidad de estar a su lado durante dilatados años, que
se prolongaron en una década. Cuando nos vemos con mi admirado amigo, el poeta
Luis García Montero, siempre recordamos aquella mañana en que Borges lo recibió
en su casa y yo lo presenté como “un joven poeta venido de Granada”.
-¡Caa-ram-ba!
-exclamó Borges meneando la cabeza con una risita de complicidad, o
complacencia- yo fui joven alguna vez, pero no sé si he llegado a ser poeta”.
Otra
mañana (yo trabajaba con él desde las 9 hasta la 1 o las 2 de la tarde),
después de atender en el teléfono un llamado de París, me dijo, sin ocultar la
emoción:
-¡Bue-eee-no,
qué gran noticia! -y empezó a reír con toda la cara iluminada-. Alifano, he
conseguido engañarlos a todos. Soy un perfecto impostor.
-¿Por
qué, Borges? -pregunté intrigado.
-El
llamado era de la editorial Gallimard para darme la buena
noticia de que me incluirán en una colección donde estaré ilustremente
acompañando a escritores como Gustave Flaubert, Victor Hugo, Honoré de Balzac y
Paul Claudel. ¿Qué me cuenta, he conseguido engañar a esa gente?
-¿No
entiendo, Borges? -volví a preguntar.
-Pero
sí, un generoso error de estos editores. Incluirme a mí, que soy un atrevido
plagiario, junto a esos creadores. ¿Me parece mentira?
Y
elaboró enseguida este comentario definitivamente afín a su sorprendente humor:
-Quizá
a mi padre le hubiera resultado tan divertido como a mí; él tenía mucho sentido
del humor. Mi madre no; ella creía sinceramente que yo tengo talento… ¡Pobre
madre, qué equivocada estaba! Yo soy un discreto y hábil maestro de la
variación; que en otras palabras significa un atrevido plagiario. Lo cual es
lícito, porque no hay Adán literario, ya todo está escrito o formulado. Lo que
sucede es que hay que saber plagiar; de lo contrario es preferible tener la
irresponsabilidad de ser original.
¡Qué
maravilla tener ese sentido del humor! Asombroso que un genio literario, sin
duda el más literario de la historia de la literatura si lo tomamos frase por
frase, ya que es el único que admite la obra completa con idéntica calidad del
primero al último texto, se tomara en broma. No tomarse en serio es la
consigna, me parece, para considerarnos quizá menos astutos que lúcidos, y
lúdicos a la vez, pues nada en el fondo es tan serio como para tomárnoslo tan
en serio, en especial a nosotros mismos. Borges nos dejó esa gran lección que
bien vale la pena tener muy en cuenta.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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