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martes, 8 de noviembre de 2016

SELECCIÓN de GRANDES POETAS y ESCRITORES de PARAGUAY

GRANDES POETAS Y ESCRITORES

PARAGUAY
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Augusto Roa Bastos
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LAMENTO DE LA ESPIGA DE LA TARDE

Rubio color de la espiga,
no te mueras por la tarde,
que el hombre mira sin ojos
y sin voz llora penares,
     por la tarde...

Rubio color de la espiga,
bajo la nieve del aire
no te mueras, no te mueras,
ni vuelvas color de sangre,
     por la tarde...

El arado de la muerte
ara con rejas chirriantes.
Los campos quedan en llamas
derruidas las ciudades,
     por la tarde...

Con lúgubre sonsonete
canta el labriego salvaje,
cegando luz de horizontes,
sus cantares, sus cantares,
     por la tarde...

Todos los hombres se han muerto.
A lo largo de una calle
un rubio niño en harapos
duerme abrazado a un cadáver,
     por la tarde...

Y el viento agita la espiga,
y el agua lava la sangre;
un viento loco de angustias,
un agua de soledades,
     por la tarde...

...Todos los hombres se han muerto
por la tardé...

Cuando se despierte el niño,
cuando la espiga madure,
     por la tarde...
el viento se habrá dormido
y el agua, en las soledades...,

y en el silencio, silencio,
del día que no se acabe,
granará la roja espiga
     de la tarde...



Augusto Roa Bastos (Asunción, Paraguay 1917 -2005) Narrador y poeta paraguayo, el escritor más significativo del siglo XX en Paraguay y uno de los grandes novelistas de la literatura hispanoamericana. Recibió el Premio Cervantes, noviembre de 1989.
Parte de su obra: en 1953 publicó su colección de cuentos El trueno entre las hojas, al que le siguió, en 1960, la novela Hijo de hombre y El baldío (1966), Madera quemada (1967) y Moriencia (1969), Yo el Supremo, 1976, Vigilia del almirante (1992), El fiscal (1993), Contravida (1994) y Madama Sui (1995). Los pies sobre el agua (1967), Cuerpo presente y otros cuentos (1971), Lucha hasta el alba (1979), Antología personal (1980), Contar un cuento y otros relatos (1984).





Elvio Romero
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ESOS DÍAS EXTRAÑOS

Vienes de afuera. Traes
vitales adherencias en la mirada clara.
Se te ve el regocijo. El júbilo te invade.
Repites nombres, cosas. Y al punto te detienes
en ese espacio grave de distancia que existe
en ese espacio grave de distancia que existe
entre el fervor que traes y el silencio que habito...

¿Qué tengo? ¿Qué contorno
de penumbra me sella y me fatiga?
¿Bajo qué precipicios cierro los ojos tristes
y apenas ya converso con brumas imprecisas?
¿Qué sucede que apenas te conozco,
que tu mirada clara se me borra en las manos
y me enredo en mi noche y mis recuerdos?

Pronto ves que no entiendo.
Que no estoy. Que no escucho.
Que irremediablemente me pierdo en esa umbría
donde, ciego y perdido, rompo mis pobres báculos
que he bajado a una estancia de fiebres invasoras
de donde extraigo, huraño y melancólico,
mis diarias cosechas, mis vinos silenciosos.

Algo quieres decirme. Algo quieres contarme.
Pero no estoy. No siento. Persisto en mi guarida.
Me hospedo en esa niebla donde a veces me pierdo,
bajo la estera oculta donde me afano y doblo,
en la triste carlanca donde enfundo mi sangre,
en mi agujero amargo.



Elvio Romero, nacido en Yegros, Caazapá, Paraguay en 1926 el 1 de diciembre en 1926, muere el 19 de mayo de 2004 en Buenos Aires, Argentina.
Parte de su obra: "Días roturados" 1948, "Resoles áridos" 1950, "Despiertan las fogatas" 1953, "El sol bajo las raíces" 1956,"Despiertan las fogatas" 1953, "Los innombrables" 1959, "De cara al corazón" 1961, "Esta guitarra dura" 1961, "Destierro y atardecer" 1962, "Libro de la migración" 1966, "El viejo fuego" 1977, "Los valles imaginarios" 1984 y "Flechas en un arco tendido" 1994. En 1991 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Paraguay.



María Concepción Leyes de Cháves
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ROMANCE DE LA NIÑA FRANCIA

Un toque de corneta quebró la calma de la tarde. Al oírlo, hombres y mujeres cerraron puertas y ventanas, se retiraron a los ángulos más apartados de sus aposentos y permanecieron quietos respirando apenas.
Las casas parecían replegadas bajo las inclinadas vertientes de los corredores; los cerrados portales encogíanse dentro de las paredes de grueso adobe; ni el perro ladraba a la distancia. El toque de corneta se alejó por un extremo de la calle; por el otro apareció un jinete, encorvado sobre la montura de un forro carmesí. La alfombra de arena, tibia de sol, apagaba el rumor de los cascos de su caballo. El sombrero de fieltro de anchas alas, no permitía distinguir más que el pronunciado mentón y la trenza larga, bien peinada. Una chaqueta abotonada le ceñía el magro talle. Era el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, El Supremo, que realizaba su paseo habitual. Esa tarde dirigíase a su quinta de Ybyra-í, donde pasaría el fin de semana.
 Ya se perfilaba ante él la casona entoldada de jazmines y madreselvas cuando dejó la senda que venía siguiendo, y tomó otro camino angosto, poco trillado, casi oculto en el espartillar. Atravesó el bosque y se halló frente al río, en cuyo azogue mirábase la selva extática y el sol muriente. A la izquierda, una mansión de techumbre rojiza se alzaba sobre el verdor intenso de los naranjos; alrededor, crecía el césped a la altura del hombre. Ante ella apeóse El Supremo y penetró en el interior.
Salió a su encuentro una anciana de blancos cabellos, rosado cutis y ojos verdiazulados. Era doña Ninfa Cañete, su prima lejana y su única amiga. Francia la saludó con recelosa afabilidad; había perdido aquel arte de la conversación que en su juventud sustituyera uno de sus principales atributos de superioridad. Sentado en un sillón de vaqueta claveteado, don José Gaspar parecía esperar a alguien.
No demoró en presentarse una niña que frisaría en los veinte años; sus ojos grandes, negros y luminosos, la amplia frente, el nacimiento de los cabellos rebeldes, parecían copiados del anciano. Mas, ¿de quién había heredado el cutis mate, las formas esbeltas, el aire decidido, franco y alegre? Nadie podría decirlo. Era un enigma. –Siéntate, niña –ordenó El Supremo. La áspera expresión de su semblante habíase dulcificado levemente.
 La conversación se hizo embarazosa; prevalecían los silencios. La joven se hallaba preocupada y vacilante. Evidentemente algo pugnaba en su espíritu, algo grande, ávido, más fuerte que el respeto, mejor dicho, que el tremendo temor que inspiraba aquel señor de un pueblo. Pero la niña no era tímida. Sabía bien lo que anhelaba, y lo anhelaba ardientemente, con todas las fuerzas de su juventud solitaria, de su temperamento decidido y valiente. Habló respetuosamente, pero con firmeza.
Amaba a un joven que la había pedido en matrimonio; pero el mozo no osaba presentarse al Supremo, sin contar con la seguridad de su benevolencia. Terminó implorando el asentimiento que la haría feliz.
Prietos los labios, tenso el semblante, Francia escudriñaba la fisonomía de la joven desaprensiva, que se lanzaba a la conquista de su dicha. Por su mente desfilaron recuerdos. Su juventud corrida en pos del amor, sin asir el verdadero; la secreta inclinación fugaz que en la plenitud de su existencia le había dejado una paternidad, reducida a simple tutoría, sobre aquella niña cuyo verdadero nombre sólo él conocía. ¿Un extraño pretendía arrebatarle la única supervivencia de su vida afectiva y sentimental? ¿Querrían disputarle una tutoría, a él, que no admitía el más pequeño menoscabo de su autoridad? Desconocía la ternura, y aquella criatura audaz intentaba enternecerle. Había sufrido la afrenta de su porfía pasional insatisfecha, y aquella hija quería apropiarse, precisamente de lo que le había hurtado el destino. Sintió recrudecer su íntimo conflicto personal. En su rostro bilioso ardió una chispa sardónica, pero tenía demasiada conciencia de su poder para oponerse con todo el peso de su personalidad al pedido de esa pobre muchacha, sujeta más que ninguno a su puño dominador. – ¿Cómo se llama tu pretendiente? –limitóse a preguntar, con voz opaca, después de un lapso de silencio.
 –José Antonio Rojas de Aranda –respondió la niña, y palideció de súbito; había intuido una prevención enigmática.
Don José Gaspar apretó los finos labios. Aquellos Rojas de Aranda eran famosos por su capacidad de seducción. Uno de ellos, muchos años antes, había provocado la perpetua desarmonía entre el amor y su destino. En el juego de este otro se trocaban las cartas; en sus manos se hallaba consagrar la dicha, o marcar la pérdida definitiva. – ¿Dónde se ven? –inquirió con perfecto disimulo de sus emociones. –En la iglesia de Trinidad, los domingos, después de misa –contestó la muchacha que no tenía otro nombre que el de “la niña”.
 El Supremo, con fría dignidad, volvió el rostro hacia su mejor amiga. –Ninfa –dijo, autoritario–. La Niña no volverá a poner los pies en la iglesia –la prohibición se cumplirá hasta diez años después de su muerte–; y tanto tú como las criadas –agregó– cuidarán de que no salga al patio, menos a pasear por los alrededores –y la niña morirá sin haber vuelto a ver el cielo libre sobre su frente.
El Supremo miró las ventanas enguirnaldadas de jazmines; la parra, continuación del alero y, más allá el naranjal. Como iluminado por súbita revelación, añadió: –Mañana enviaré un mastín que atarán bajo la viñalera.
Salió al patio, montó a caballo y perdióse en el bosquecillo envuelto en los velos del anochecer. Detrás dejaba la tragedia sin evasión posible, la desdicha que se consumaría en secreto, ahogada por el mutismo receloso del ambiente.
La niña lo vio alejarse como al adversario de su existencia. Comprendía que no podría vivir sin Rojas de Aranda, y se reprochó el no haberse explicado mejor, el no haber rogado, implorado. Pero estas actitudes repugnaban a su orgullo, a su temperamento tan inflexible como el de su padre.
Los moradores de la quinta dormían desde el anochecer. Sultán, el fuerte perro guardián, tendía sus sentidos como tentáculos hacia los vientos. Únicamente la niña manteníase insomne, los nervios tensos, en muda inmovilidad cerca de la ventana.
A medida que transcurría la noche, le latía el corazón con ansiedad más viva y más ardiente. Escrutaba el campo, el huerto manchado de claro y obscuro. Diríase que presentía la proximidad del jinete que venía orillando el río lunado. El caballero avanzaba con preocupación, envuelto en su poncho, calado el sombrero hasta las cejas. No serían las diez de la noche cuando penetró en el bosque; ocultó en él su caballo y, a pie, por caminos de atajo, se dirigió a la quinta de doña Ninfa.
En la casa reinaba un silencio que parecía no tendría fin. El emponchado airoso, de movimientos elásticos y andar seguro, deslizóse entre los naranjos. El perro guardián retozaba a su lado. Llegó al pie de la ventana, echó el sombrero sobre la nuca y descubrió su rostro. Entre los barrotes introdujo la mano, y asió por la cintura la silueta femenil que le aguardaba en la penumbra. La figura alta y esbelta de la niña Francia asomó a la reja.
 – ¿Has presentado nuestra petición? –preguntó el mozo; en su voz vibraba la caricia.
La niña resumió la conversación que tuvo con El Supremo. –Mañana traerán otro perro –finalizó desolada, como si aquello encerrara la amenaza más inquietante para su sensibilidad. –Pronto me será tan adicto como Sultán –repuso él, sonriente, deseando alejar las preocupaciones de su amada.
Cuando Rojas de Aranda abandonó la ventana y saltó el cerco de la heredad, ocho hombres armados le cortaron el paso, y lo llevaron preso a la ciudad. La suerte que le cupo aún no se ha esclarecido.
La niña Francia nunca había conocido el sano regocijo de la libertad. Acostumbrada a la obediencia no contrarió a los que la rodeaban. Pasaba los días en su aposento, sentada, sin hablar ni mirar a nadie; pero las noches le pertenecían. ¡Cuántas veces saltó del lecho, se aproximó a la reja, miró el campo lunado, apostrofó a la soledad, maldijo al que había derrumbado sus ilusiones y quedó llorando hasta el amanecer!
Su paciente resignación se rompió el día en que le anunciaron la presencia de El Supremo. – ¡No quiero verlo! –Gritó en un arranque ardiente, casi salvaje. – ¡No quiero verlo! –repetía, arrastrada por las dos mulatas a través de los callados aposentos.
Jadeante, la boca llena de espuma y una extraña luminosidad en la mirada, quedó de pie, ante don José Gaspar. – ¡Te odio! ¡Tú no eres mi padre! –clamó con voz aguda. La risa puso en su rostro la trágica máscara de la demencia.
Doña Ninfa la miró espantada. Parecíale imposible que su pupila no hubiera caído al instante, fulminada por sus propias palabras.
El Supremo no volvió a recorrer el sendero abierto en el espartillar. Tampoco olvidó la aseveración violenta. A su muerte ordenó que el importe de su sueldo no cobrado se repartiera entre los soldados y donó la quinta de Ybyrary a las mulatas que le servían. Ante el mundo dejaba inexistente su paternidad. A solas, quizás, habría recomendado a las criadas que cuidaran de la Niña Francia.
Muerta doña Ninfa, las dos mulatas herederas del dictador Francia se trasladaron a la ciudad con la Niña. Por turno, las mujeres recorrían las casas de las principales familias y vendían productos de industria casera. El chismorreo nada podía arrancarles acerca de la enigmática mujer que vivía con ellas. Al primer amago de interrogación, cubrían las cestas de mercaderías y se alejaban, herméticas, hurañas, como perseguidas por un conjuro.
Habitaban en la calle Palma, a tres cuadras de la Catedral, en una casa que hoy sirve de local a una librería. En la mirilla enrejada, abierta en el recuadro superior de la puerta, las personas que iban a misa de madrugada advertían la presencia de una mujer de alborotados cabellos y amplia frente dolorida, que contemplaba a los transeúntes con los ojos atormentados, escrutaba intensamente los semblantes y seguía con la mirada la silueta de los que se le escapaban al pasar. Daba la impresión de que padecía de incurable nostalgia, de que había pasado la noche en aquel sitio, avizorando la sombra que diluyó el pasado, y que se hallaba cansada de haber buscado tanto y tan inútilmente.
Nadie reconocía en ella a la Niña Francia. Días, años enteros, con refinada y lenta crueldad, el destino había dejado pasar sobre su naturaleza apasionada y ardiente, el encierro, el fastidio, la envilecedora vigilancia de las dos siervas que no habían tenido juventud, que no olvidaban el antiguo temor y vivían poseídas por una obscura obsesión de fidelidad.
Anonadada en la monotonía del aislamiento, en el vano vértigo de los sentidos, la custodia mezquina y deprimente de las mulatas habían acabado por amasarla, con la mezcla de almidón destinada a la fabricación del chipá casero.
No conocía a nadie más allá de las puertas cerradas. No poseía nada con qué encandilar a sus cancerberas para sobornarlas. El mundo ignoraba su nombre. ¿A quién implorar? Solamente en sus ojos quedaba la imagen del que la deslumbró una vez, el único que hubiera podido destellar un milagro en su vida, y al que perdió sin haberlo alcanzado. Había desaparecido también el poderoso, quien, al menos, por reacción ante sus rebeldías, hubiera introducido un cambio en su vida.
Por lo demás, ¿qué podría hacerse con ella? La soledad, el legado de su padre se posesionaba ya de su destino.
Aquella mañana, la ensenada se embriagaba de sol. Las mozas que salían de la Catedral sonreían sin saber por qué, al solo influjo de la plenitud ambiente. En un día como ese, en que la Niña Francia hubiera deseado pasear por Asunción, cuatro soldados conducían sus restos. Detrás iban las dos mulatas, oculto el rostro en las sábanas que les servían de manto, vigilantes, como temerosas todavía de ser sorprendidas en falta por el autócrata.

(De: Río Lunado: mitos y leyendas del Paraguay, 1951)

María Concepción Leyes de Chaves, nació en Ka'asapa, capital del departamento del Paraguay del mismo nombre, el 26 de abril de 1891. Falleció en Asunción en 1985. Dramaturga, ensayista y periodista.
Parte de su obra: “Amanecer”, “Caminito”, “Nave”, “Alegría”, “Patria mía”, “Cumbre”, “América habla” (Buenos Aires, 1976, “Historia de la Literatura Iberoamericana”. Su mejor novela: “Madame Lynch y Solano López”.





Julio Correa
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ROMANCE DE LA MOZA EMBRUJADA

La hija del sepulturero
cuando por el pueblo pasa,
las ancianas se persignan,
las mozas la vista bajan.

Con unos ojos muy negros
alumbra toda su cara,
pero de amor no le dicen
los hombres ni una palabra,
y su boca es golosina
que nadie quiere gustarla.

En el baile popular
nadie le pide una danza.
Dicen que bailar con ella
trae a los mozos desgracia.

Yo no sé si será cierto,
mas dicen que está embrujada;
con torvos sepultureros
todas las tumbas profana,
jugando un juego de amores
que traerá una fea alimaña
con las alas de vampiro
y un ojo solo en la cara.

La hija del sepulturero
piensa en silencio, cuitada,
si el enterrar a los muertos
será una cosa tan mala.

Y ya loca de vergüenza,
la cabellera desata
y echa a correr por el campo
lanzando unas carcajadas
que machacan el paisaje
y exprimen jugo de lágrimas.



Julio Correa Mizcowsky, nace en Asunción, Paraguay en 1890.  Muere en el año 1953.
 Parte de su obra: Karu Poka, Guerra Aja y Yvy Jára.
Obras para teatro: Sandia Yvyguy, Tereho Jey  Frente pe, Peicha Guarãnte, Ñande Mba´erã´ÿ, Pleito Rire, Joayhúguirei, Po´a nda Jajokói, Sombrero Ka´a y La Culpa del Bueno. ”Dialoguitos Callejeros”, 1919., publicó su libro de poemas ”Cuerpo y Alma, en 1943.





José Luis Appleyard
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RECUERDO

Tú, cabeza y corazón
hechos silencio
y la noche de un sábado gitano
que trenza cuerdas y las hace versos
en notas y recuerdos de un piano.

Tú, hecha en mí,
sin otra forma
que la real, de tu cabeza helena.

El sábado se pierde entre las calles
con un sabor de plata y luna llena.



José Luis Appleyard (Asunción, Paraguay: 1927- 1998), Poeta, narrador, periodista y dramaturgo.
Parte de su obra: Entonces era siempre (1963), El sauce permanece (1965), Así es mi nochebuena (1978), Tomado de la mano (1981), El labio y la palabra (1982), Solamente los años (1983) y Las palabras secretas (1988). Desde el tiempo que vivo (1993), Antología poética (1996). El drama: Aquel 1811, sobre la asonada independentista de Paraguay, Premio Municipal de Teatro en 1961. Imágenes sin tierra, novela, (1965), Los monólogos (1971) y La voz que nos hablamos (1993).


1 comentario:

  1. Precioso ramillete de palabras y almas sensibles y prolíficas, que han contemplado la Vida desde una profunda mirada receptiva y generosa para compartir. Talentos alentados por amores, guerras, vidas y muertes...Belleza de la palabra, don gratuito para la posteridad.

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