«Una
historia kafkiana»
Érase una vez un afamado escritor que hacía
sus relatos tan reales que el leedor dudaba si leía o soñaba. Le gustaba
profundizar en el psiquismo de los personajes y se constituía para él en una
verdadera obsesión crear el morbo entre ellos y el lector. A veces se metía
tanto en su piel, analizándolos, que cuando trabajaba de noche (en aquel tiempo
no existían los ordenadores y rehusaba utilizar la vieja e indestructible
“Remington”, prefiriendo hacerlo a mano), en ocasiones tenía la sensación que
la tinta impresa en la cuartilla se agolpaba y se elevaba, a modo de pirámide,
desde la base a la cúspide, hasta tomar la apariencia del monigote que estaba
describiendo.
August
Lapierre esparció su mirada sobre las cuartillas, complaciéndose en el título
que le había dado: “Metamorfosis de la belleza”.
Había sido un cortejador, recreando en el
relato una serie de beldades a las que pormenorizaba con extrema finura. Raquel
tenía los ojos del color de la esmeralda; Sofía poseía una deliciosa boca, esa
clase de labios que abarcan la distancia entre los pómulos, y que al sonreír
ligeramente se elevan hacia arriba, marcando el gesto de la sonrisa retenida y
coqueta. Había también una pelirroja de salvaje voluptuosidad, de nombre Gisele
y ascendencia francesa, una mujer ardiente y peligrosa; igualmente describía a
Marta, cuyas manos eran de suave terciopelo y sus dedos finos y alargados, con los que un
hombre fácilmente se dejaría palpar. Y también una rubia muy lista ¿cómo se
llamaba?... ¡ah, sí!, Estefanía, de cara ingenua, justas proporciones y cuerpo
rectilíneo.
El autor de la obra era un hombre felizmente
casado. Adoraba a su mujer, tal vez porque no hay mejor amante que el que antes
amó estérilmente, y habiendo saboreado mil veces el oropel en su juventud, ahora,
en la madurez, al encontrar lo aurífero quedó prendado.
Su esposa poesía juventud y belleza, y por más
señas, un cuerpo de ensueño. Era una criolla, dulce durante el día y apasionada
al caer la noche. Una morenaza de ojos grandes y rasgados, oscuros como el mar
durante la tormenta, de piel tersa, suave. Una invitación constante a ser
mimada.
Por motivos profesionales hubo de ausentarse
de casa, si bien, cada día la llamaba varias veces; era la primera vez en
muchos años que se separaba de ella y la echaba de menos. Por fin, le anunció
que regresaría al día siguiente. La mujer, toda gozosa, no fue capaz de reprimir
su alegría, diciéndole que le ofrecería esa noche un regalo especial: ella
misma.
Todo estaba igual que lo había dejado y los
rosales mostraban el esplendor de sus flores. Se fijó en la alternancia de las
púas que preservaban la belleza de la flor, y sin saber por qué, como una
premonición, sintió un repelús.
Nada más entrar la miró y se frotó los
párpados. En aquel preciso momento se sintió invadido por una extraña
sensación. Todo, si, estaba igual a como lo había dejado días antes. Pero había
algo que no acababa de comprender, y fijándose en ella, con la intensidad que
el artista impone a sus ojos durante la talla, se sintió prisionero de la
incertidumbre. La criolla se acercó a él y depositó un dulce beso en su
mejilla, mirando por el rabillo del ojo al sirviente que sonreía complacido por
la vuelta de su señor. Después, le tomó de la mano y se lo llevó tras sí,
escalera arriba. Una vez a solas, lejos de cualquier mirada que pudiera
resultar en aquel momento indiscreta, se abrazó a su cuello y le besó
apasionadamente, cerrando sus ojos. Él, empero, los mantenía abiertos,
escrutando cada centímetro de su piel. Acto seguido, mostrándole una franca
sonrisa, se separó de él y comenzó a desvestirse. Sin embargo, Lapierre la
rechazó cortésmente, diciéndole que se encontraba cansado, en tanto continuaba
la prospección de su anatomía, desde los pies a la cabeza.
Al día siguiente, volvió a repetirse la misma
escena. La mujer, sin pronunciar explícitamente palabra alguna volvió a
mostrarle sus dientes de marfil, en tanto que con un gesto de niña traviesa le
invitaba a participar con ella de la fiesta del amor. Pero el escritor volvió a
mostrar su reticencia. La situación se prolongó por espacio de varios días,
hasta que finalmente ella se decidió por preguntarle:
― ¿Qué te ocurre, August? Desde que
regresaste, me has rechazado una y otra vez. ¿Acaso no te gusto ya?
El escritor se atragantó antes de responder. Y
juzgando que debía hacerlo, le dijo:
―No sé qué ha sucedido, mi amada Rebeca. He
encontrado todo igual que cuando salí de esta casa. Todo, excepto lo más
importante para mí: ¡tú!
― ¿Yo? - se extrañó por aquellas palabras que
no acertó a comprender- Nada he cambiado, además que tu ausencia duró poco. ¿A
qué te refieres?
―Soy yo el primero en no entenderlo. Pero,
cuando te miré- y persiste lo que veo- encuentro que, siendo la misma persona,
sabiéndote mi mujer, mostrándote tal y como siempre has sido para mí… ¡te
encuentro cambiada! Tus ojos no son ya
garzos, como las cristalinas aguas del profunda mar. Tu boca, que antes era
como un fresón jugoso es ahora estirada, como el perfil de la luna en su cuarto
creciente. Tu melena, negra como una noche cerrada, se ha tornado pelirroja.
Tus manos pequeñas se han transformado en largas y los dedos alargados. Y tu
cuerpo esculpido a base de un cincel, en el que se apreciaba la precisión de
sus sinuosas curvas, ahora lo veo rectilíneo. Por eso, porque te amo
profundamente, me resisto a tocarte, porque lo que en ti veo, sé que no te
pertenece, y sería como profanar el sagrado altar de tu cuerpo.
Rebeca dio un respingo y prorrumpió en
sollozos. Él le dijo que le concediera tiempo para poder clarificar su confuso
pensamiento. Pero, por más vueltas que le daba, de igual manera que un
caleidoscopio, a base de remover la figura, cada vez se tornaba más compleja.
Finalmente, se decidió acudir a un psiquiatra.
Después de escucharle atentamente e ir tomando
nota de lo que juzgaba interesante, el restaurador de mentes le dijo.
―Tiene usted un cocodrilo debajo de su cama. Y
para que no se lo coma, ha de sacarlo de allí. Usted es un hombre que se dedica
a escribir. Es sabido, que el que a tal menester se presta, en buena parte
concede al relato, y sobre todo a sus protagonistas, escenas que bien podrían
corresponderse con su propia vida. Por eso, los personajes femeninos de la obra
que está trabajando, son en realidad la proyección de mujeres a las que usted
amó antes de casarse y que ahora, en su mente, han vuelto a hacerse presentes.
El subconsciente es un almacén que permanece cerrado, pero cuando se abre una
rendija, como con la lámpara de Aladino, salen de él sus duendes. Vivencias del
pasado, que tienden a actualizarse caprichosamente, escapando a nuestro control
consciente. De esta manera, su intelecto ha concebido el retrato mezclado de
aquéllos amores: los ojos de Raquel; la boca de Sofía; el cabello de Gisele;
las manos y dedos de Marta y finalmente la figura de Estefanía. Y hasta es
posible que, sin usted autorizarlo, pudieran aflorar algunas más con el tiempo.
Por eso, debe eliminar esos personajes de su cabeza. Solo así, se librará de
ellos y volverá a recuperar la apariencia de su esposa. Por último, deberá
contarle la verdad a ella.
August Lapierre salió cariacontecido, si bien
se decidió a acometer la tarea impuesta. Cuando habló con Rebeca, ésta se
sintió confundida. No obstante, aunque el tiempo pone las cosas en su sitio, no
acababa de eliminar aquellos huéspedes incómodos. Al contrario, cada vez que la
miraba, según qué parte de su cuerpo, encontraba a las otras mujeres, bien
provocándole con la mirada, sonriéndole, aireando la cabellera, extendiendo sus
manos hacia él o contoneando la figura. Hasta que su testa empezó a mostrar
signos de enajenación.
Un día hallaron el cuerpo sin vida de una
hembra que, a pesar de su trágico fin, aun meciéndose por el cuello atado al
tronco de un árbol, sus pupilas desorbitadas proyectaban el glauco de una gema.
Lapierre se fijó en su mujer, y volvió a encontrar en ella la mirada de antaño
en sus grandes ojos oscuros y rasgados.
Semanas
después descubrieron flotando en el río una hermosa muchacha sonriente.
Lapierre se fijó en su mujer, y en lugar de la boca curvada como el satélite
que nos ilumina halló aquellos labios frutales que constantemente le invitaban
al beso.
Pasó
algún tiempo y la esquela necrológica del diario de la localidad invitaba a la
misa por el eterno descanso de una mujer de pelo rojizo. Lapierre se fijó en su
mujer y observó con agrado que había vuelto a ella el color de su propio
cabello.
El
telediario se despachó aquel día informando de un accidente de coche, con la
consiguiente pérdida de una mujer, cuyos largos dedos les costó a los bomberos
ímprobos esfuerzos para conseguir arrancarlos del volante. Lapierre se fijó en
su mujer y constató que sus brazos y manos habían recuperado las medidas de
antaño.
Y no pasaron muchos meses cuando desapareció
misteriosamente la joven de cuerpo rectilíneo, cara ingenua y medidas
antropomórficas ideales. Entonces, haciendo acopio de sus energías, concentró
toda su mente, descargando el último personaje y volvió a ver en ella la
autopista de su cuerpo.
La noche era apacible y cerrada, escuchándose
el cric-cric de los grillos en el jardín y el ronquido del perro a pie de la
escalera. Al fiel criado le habían concedido el día de descanso; estaban solos
los dos y la besó con frenesí. Deseaba recuperar el tiempo perdido, y tomándola
de su pequeña manecita, tiró suavemente de ella, llevándola hasta el
dormitorio. Mientras se desnudaba con parsimonia, le preguntó cómo había
conseguido solucionar el problema mental que la hacía para él representación de
otras mujeres. Y conociendo el manuscrito de “Metamorfosis de la belleza”,
pensó que debía de tratarse de la pasión que como escritor ponía en ella. August
se recreaba al haber recuperado a su amada, pues de igual manera que sucede con
los sueños, que, aun tratándose de algo irreal, es para la mente del soñante
tan real como la propia vivencia en la vigilia, había conseguido matar el
cocodrilo que amenazaba con comérselo a él, y la consiguiente pérdida de la
criolla. En aquel momento sonó el timbre de la puerta de la finca de manera
insistente. Sorprendido, se revistió y fue a abrirla, encontrando para su
sorpresa a la policía. Interrogado, hubo de confesar sus crímenes, alegando que
no tuvo más remedio que matar a sus personajes para salvarse él y asimismo su
amor.
Al conocer la historia, estando Rebeca sola en
la casa, sabiéndose la causa del desequilibrio de su marido, amándolo, quiso
poner fin a la tragedia, si bien tuvo la precaución de poner antes en marcha
una cámara para filmar su suicidio. Después, abrió la espita del gas y se
acomodó dulcemente en el tálamo en el que durante tanto tiempo había aguardado
el instante de ofrecerse a su consorte. Lentamente, el gas fue invadiendo la
estancia y la vida comenzó a escapar de su cuerpo. Y, aunque no era capaz de
advertirlo, recostada como estaba, sus ojos se fueron tornando vidriosos; la
boca, constituida en mueca, se desdibujó, estirándosele; debido a la invasión del combustible, el cabello daba la impresión de estar modificando su color; sus dedos, por las
contracciones al arañar las sábanas
parecían estar alargándose y en los últimos estertores,
sabiendo que la vida se le escapaba, destensándose, las curvas se esparcieron, dando la impresión
de hacérsele más rectilínea la figura.
¿Y que fue finalmente de Lapierre?
Según cuentan los viejos del lugar pasó años
en un centro carcelario; al cabo del tiempo, cuando salió, la obsesión no se
había borrado de su mente, aumentándola cada vez que el morbo le hacía visionar
el vídeo de su inmolación, en el que ella experimentaba la metamorfosis que su
fantasía había imaginado. Y esta vez, no ya en su pensamiento, sino en la cinta
grabada. Y así, viejo y achacoso cayó en la vesania, no sabiendo si todo había
sido real o producto de su fantasía, o quien sabe, un sueño morboso.
ÁNGEL MEDINA – Málaga, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
Blog <autor: https://www.facebook.com/novelapoesiayensayo
Últimas publicaciones autor
https://www.amazon.es/Vaticano-III-Rustica-ANGEL-MEDINA/dp/841661191
https://www.amazon.es/EL-HOMBRE-QUE-PENSABA-MISMO-ebook/dp/B0859M82YW