LA VIDA CON LOS ABUELOS (recuerdos que siempre guardamos)
Mi abuelo se levantaba todos los días a las siete de la mañana e iba al retrete donde permanecía mucho tiempo.
Yo, sentada fuera, junto a la puerta, intentaba hacer los deberes e incordiaba al pobre abuelo, que ya poco se acordaba de lo aprendido en el colegio. Algo raro en aquel tiempo, mis abuelos sabían leer y escribir, claro, que poco más.
Solía llegar temprano al colegio y esperaba delante de la verja a que el portero me abriera.
Éste me miraba sorprendido: “¿cómo es que una niña tan pequeña madruga tanto?”.
“Porque mi abuelo tiene que ir al retrete antes de ponerse la faja, porque después ya no puede,
porque es muy difícil quitársela y volvérsela a poner” -le contesté.
En el patio esperaba la llegada de los demás niños. Un día, vio un pajarito que se había caído de un árbol, la madre revoloteaba alrededor. “Yo lo salvaré”, se dijo, y ni corta ni perezosa saltó la verja y acarició al pajarito e intentó, subiendo al árbol, dejarlo en una rama, para que la madre pudiese alimentarlo mejor.
El revuelo que se produjo en el colegio fue mayúsculo. Hasta el director intervino contra la osada niña que había “asaltado” el colegio.
Todo se reprimía en aquel tiempo, y la iniciativa de una niña de diez años que quería salvar a un pequeño gorrión no iba a ser menos. La maestra se llamaba doña María y fue la que tomó la
decisión de hablar con el director del colegio. Parece ser que todo se arregló. Yo esperaba que vinieran a decirme algo, a reñirme y a castigarme, porque en aquel tiempo te castigaban por cualquier cosa, pero no, no dijeron nada. Sé que mi maestra estuvo en el despacho del director del colegio mucho rato y cuando entró en la clase me miró, su rostro no estaba muy alegre, “anda, vete al patio a jugar con tus amiguitas, que no pasa nada, y ¡por favor, no vuelvas a saltar la verja ni a subirte a los árboles!”.
Aquella mujer, a pesar de su severidad, emanaba una gran dulzura. Pocas veces nos regañaba,
así que cuando nos enteramos de que dejaba el colegio por traslado a Alicante, todas las niñas montamos un buen follón, yo era de las primeras. Gritábamos, rezábamos y llorábamos por igual. La histeria se desarrollaba in crescendo. Vino a visitarnos el director,que tuvo que prometernos que no desplazaría a la maestra, así que se quedó unos meses más hasta que la marea protestataria aminoró y un buen día ya no vimos más a aquella estupenda maestra.
Nadie dijo nada y la rutina volvió a nuestro quehacer diario.
Yo permanecía sentada delante de la verja del colegio, hasta que fuese la hora de entrar, mientras comía mi trozo de pan con aceite, a veces untado con algún trozo de sobrasada que mi madre había
podido dejarnos cuando venía a visitarnos. El pan no se comía, se lamía. Cuando estaba en lo más agradable de la degustación, llegó una gitanilla de mi misma edad y de un tirón me arrebató el trozo de pan. Quise correr detrás de ella, pero no pude, corría que se las pelaba. Cuando se paró, me miró con tanta ira que me convenció, con sólo una mirada, de que aquel trozo de pan no iba a ser para mí. Fue asombroso cómo se lo comía, mejor dicho, se lo tragaba. Volví a casa desanimada y muerta de hambre. No había comido nada en todo el día. Cuando se lo conté a mi abuelo, éste me dijo que tenía que ser más precavida y que aquella semana íbamos a ganar algo de dinero.
- Vamos a recoger boñigas.
- ¿Y qué es eso? - le pregunté a mi abuelo.
- Ya verás – me repuso.
Era sábado y no había colegio. Mi abuelo y yo, con un capazo, íbamos a la recogida del excremento que los caballos y asnos dejaban por la carretera y caminos adyacentes. Mi abuelo se desplazaba
penosamente, estaba enfermo. Nunca antes, ni después, he sentido con tanta fuerza la pobreza y la marginación social como aquel día en que mis pequeñas manos recogían las boñigas, arrastrando
el capazo detrás de mi abuelo que costosamente podía inclinarse por el intenso dolor de su próstata.
SALOMÉ MOLTÓ – Alcoy, Alicante, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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