EL MISTERIO DEL VIRUS VIRTUAL
Un
cuento de Rodolfo Leiro y Norberto Pannone
Alberto
Inocencio Calvo, había asumido su temprana viudez con crecidos vestigios de
ufanías no fácilmente disimulables. Sus cincuenta vigorosos años. Lo
encontraron en los senderos de la vida, todavía transitables, con ciertos
apetitos que suelen consumir las impaciencias. No había ya necesidad de
ocultarse tras los vastos tapices de los amores disimulados y las flamas
impetuosas del deseo, podrían encenderse sin tapujos.
Él había aceptado
con subida complacencia, la fresca y esbelta figura de su secretaria, Alicia Cándida
Bueno.
Ella, disfrutando
de sus recientes veintidós años, especulaba con los regalos y con un sueldo
nada despreciable, que por otra parte, hubiese correspondido a una empleada de
alto rango y altamente eficiente.
Sin embargo, la
impaciencia, el mal humor y la insatisfacción, estaban consumiendo aquellas
inefables horas de placer. En la oficina habían comenzado a ocurrir bastantes
problemas con el funcionamiento de la computadora y el carácter de Alberto había
comenzado a desnivelarse. Desde algunos días a esta parte, hubo que rehacer
varias veces una serie de importantes archivos de clientes que,
misteriosamente, se borraban del disco rígido.
La primera vez
los tomó de sorpresa y el trabajo de reconstrucción fue muy arduo. Hubo que
acudir a la joven memoria de la eficiente secretaria. Aconsejados después por
el técnico en computación, comenzaron a realizar copias de seguridad y, gracias
a ello, podían, reconstruir, aquello que, inevitablemente, al otro día,
aparecía borrado de
-¡Maldita
computadora! –Rezongaba Alberto con justificada impaciencia y enojo.
-¿Qué ha dicho
esta vez el técnico, Alicia?
-Que cambió el
antivirus. Que si hay problemas lo llamemos de nuevo.
Al día siguiente,
se repitió el problema. La pantalla se puso azul y luego negra. Resetearon el
CPU y nada. Todo se había vuelto a perder.
-¿Has llamado al
técnico, Alicia?
-Vendrá hoy
después de las quince, Alberto.
A Alberto
Inocencio Calvo, se le habían comenzado a caer los pocos pelos que le quedaban
en su declarada calvicie. Por un designio inevitable, su cráneo, parecía
cumplir un destino en concordancia con su apellido.
Cuando el reloj
había sobrepasado la esperada cronología de las tres de la tarde, Alberto le
preguntó a su secretaria:
-¿Está lista la
computadora, Alicia?
-Si, Alberto
–Respondió su atrayente colaboradora.
-¿Qué ha dicho
ahora ese aprendiz…?
-Que ha colocado
un nuevo antivirus. Lo más efectivo que existe en plaza.
-Veremos…
A las dieciocho
horas, poco tiempo antes de cerrar el estudio, el problema volvió a
manifestarse… Ahora, Alicia, que estaba operando
La “cosa” escapó de la pantalla con una velocidad imposible de calcular. Invisible al ojo humano. Desde un vértice de la pantalla, erupcionando el demiurgo de su incomprensible mecanismo, atisbaba las pupilas de la armoniosa secretaria. ¡Qué hermosos que eran aquellos ojos! ¿Y si pudiese entrar en ellos? ¿Anidar allí su maligna presencia? Decidió que mañana lo haría sin falta. Necesitaba adaptarse al nuevo mundo, demasiado agreste y hostil. Se quedó agazapada en un rincón del cielo raso. ¿Y por qué no ahora? –Decidió.
Alberto, desorbitaba
la sátira feroz del improperio desde el
podio de su rabia esmerilada por la pérdida de tiempo y la manifiesta
incapacidad de aquel técnico escudado en la ambigüedad de explicaciones no
fácilmente comprensibles. Mañana pondría las cosas “en su lugar” y llamaría a
otro, pero no sin antes descargar su no disimulada dosis de febril contrariedad.
¡Lo llamaría apenas abriera su negocio y le diría que era un inútil! ¡Mañana
sabría ese imbécil quien era don Alberto Calvo!
Caprichosamente,
decidió que esa noche “metería manos” por su cuenta en la maldita computadora.
Cuando Alicia se
hubo marchado, acomodó unos papeles de su escritorio, llamó al bar de la
esquina, pidió algo para comer y se instaló frente a la pérfida máquina.
Eran cerca de las
veinticuatro. Llovía y el vidrio de la ventana se había empañado. Un bocinazo
que vino de la calle lo trajo a la realidad. Se levantó, encendió un cigarrillo
y se dispuso a relajarse por un rato. Se acercó a la ventana y escribió con su
índice el nombre de “Alicia” en el vidrio empañado. Avergonzado, lo borró
rápidamente con la palma de la mano.
El problema del
“Cuelgue” de
Haría cinco
minutos que se había ausentado cuando imprevistamente, la pantalla se encendió
y se puso de un color azul intenso. Permaneció encendida hasta las seis de la
mañana y luego se apagó.
Al día siguiente,
Alberto llegó más temprano que de costumbre, esperaba el arribo de Alicia para
contarle lo que había descubierto. A las ocho y veinte, recibió una llamada de
la madre de su secretaria informándole que esta se encontraba enferma y que no
acudiría ese día al trabajo. Asintió de mala gana, recordando que igual
llamaría a la casa del técnico para cantarle cuatro frescas e informarle que él
había solucionado el asunto por sus propios medios.
Lo atendió una
voz de mujer informándole que era la vecina que estaba al cuidado de la casa.
El técnico había sufrido un infarto y había fallecido en la madrugada.
En todo el día no
encendió
Pasó la tarde muy
angustiado. Eran demasiadas cosas negativas. Cerró temprano. Se refugió en su
casa y esa noche no pudo dormir. Algo extraño roía su plexo solar. Una extraña
vibración le recorría la boca del estómago…
A las tres de la mañana, le avisaron que Alicia había muerto de un accidente cerebro-vascular. La negra sensación en la boca del estomago se le hacía cada vez mas frecuente y más agresiva… Temió por su corazón. Ingirió un sedante y se vistió para salir.
La empleada de la
funeraria donde velaban los restos de Alicia, encendió la computadora para
introducir los datos de la infortunada mujer y enviarlos a la obra social. Le
pareció ver un destello en el vértice izquierdo de la pantalla que atribuyó al
reflejo del sol. Después que
RODOLFO LEIRO Y NORBERTO PANNONE – Buenos Aires,
Argentina
Excelente cuento de ficción conjetural distópica. Como enamorado de la Ficción Conjetural lo celebro y aplaudo. Muchas gracias por compartir, amigos Norberto y Rodolfo. ¡Chapeu! - Adrián N. Escudero.-
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