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sábado, 18 de mayo de 2019

Un mártir argentino, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina


TRIBUNA – EL IMPARCIAL

Un mártir argentino
Para el papa Francisco, como lo ha señalado en su mensaje de las pasadas Pascuas de Resurrección, la santidad consiste esencialmente en una disposición del corazón que nos hace humildes y en vivir con convicción la realidad del amor de Dios; e implica, en primer lugar, la relación con el prójimo. “No es saludable amar el silencio y rehuir el encuentro con los otros, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio”. La interpretación de sus palabras, sin ningún exceso teológico, es más sencilla de lo que se cree. Y enfatiza el Pontífice. “Tan solo es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el Sermón de las BienaventuranzasBienaventurados los que tienen espíritu de pobres, porque de ellos es el reino de los cielos.Bienaventurados los que lloran, porque Dios los consolaráBienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierraBienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia. Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos
Si bien para el mundo cristiano la Semana Santa puede ser motivo para recordar los preceptos del hijo de Dios, también lo puede ser para evocar a los mártires de la Iglesia y reconocerlos como corresponde; aquellos que no dudaron en ofrecer su vida por la vida del prójimo. Tuve la felicidad de conocer a uno de los hombres de la Iglesia que cumplió con esos preceptos y pagó con su propia existencia por fidelidad a ellos. Me honra evocar a monseñor Enrique Angelelli, que fue obispo de la provincia de La Rioja y en estos días paradigma de los derechos humanos, asesinado por la dictadura militar (ya no caben dudas) en un simulacro de accidente de tránsito en 1976, según confirmó la Justicia no hace demasiado tiempo.
En un viaje que hice a esa provincia durante la gobernación de Carlos Menem, en 1974, fue mi admirado amigo, el escritor Daniel Moyano, que se desempeñaba como corresponsal del diario Clarín de Buenos Aires, el que me invitó una noche a comer un asado en su casa para presentarme a ese hombre sencillo y bondadoso que fue Monseñor Enrique Angelelli. El escritor y el religioso habían consolidado una honda relación de amistad, que ambos ponderaban con humor en las célebres parrilladas que, además, tenían como broche de oro las melodías que el dueño de casa arrancaba a su violín. “Los que conducimos el rebaño cristiano tenemos la obligación de estar con un oído puesto en el Evangelio, otro en el pueblo y los dos en la música que nos regala el violín de Daniel”, fueron las divertidas palabras, que con una sonrisa, prodigó como elogio a su amigo el amable obispo, y yo no vacilé en anotar. Además del gozo del encuentro, fui motivado para escribir un artículo sobre ese sacerdote sinceramente honesto y bien criollo en su generosa manera de expresarse y celebrar la vida.
Justicieramente, en la pasada Pascua de Resurrección, el papa Francisco lo elevó a la condición de “Beato Enrique”, reconociéndolo como uno de los pocos que se enfrentaron al régimen militar. Hombre de acción y pensamiento, monseñor Angelelli dividió aguas en el catolicismo, tanto en vida, como tras su muerte, y las sigue dividiendo también en la actualidad. Por eso no sorprende que esta beatificación haya provocado comentarios críticos en un editorial publicado por el diario La Nación de Buenos Aires, firmado por ex arzobispo de La Plata, de cuyo nombre prefiero no acordarme.
Pero detengámonos en unos párrafos para repasar una resumida biografía del nuevo beato de la Iglesia Católica. Enrique Ángel Angelelli Carletti nació en la provincia de Córdoba en 1923, en el seno de una familia de inmigrantes italianos, y a los 15 años se consagró a la vida religiosa, ingresando en el seminario, para ser destacado a los 22 y continuar en Roma sus estudios. Esa capital del mundo que lo emocionaba evocar. A los 26 Angelelli fue ordenado sacerdote. Después regresó a su provincia y en solidaridad con la gente humilde, empezó a visitar los barrios más pobres y a asesorar a jóvenes obreros y universitarios. En 1960 fue consagrado obispo auxiliar de Córdoba e influido por el Concilio Vaticano II y el Sínodo de Obispos Latinoamericanos de Medellín, en 1968, se propuso fervientemente trabajar por una Iglesia renovada, sin privilegios, instalada en el mundo y cercana a los más necesitados. Hacia fines de 1960 fue consagrado como obispo de La Rioja. Y apenas llegado, manifestó que su intención era convertirse en el “amigo de todos, tanto de los católicos como de los no católicos, de los que creen y de los que no creen”. Fue así que durante el régimen militar que imperó de 1966 a 1973, alentó la organización sindical de los trabajadores rurales, los mineros y las empleadas domésticas y la creación de cooperativas para producir tejidos, ladrillos, pan y agricultura, convirtiéndose en un auténtico líder social.
No faltaron, por supuesto, aquellos que lo odiaron, pues pedía “más esfuerzo en la justa repartición de los bienes, que en la inauguración de casinos y clubes nocturnos”. Su reclamó indignó al mafioso propietario de las casas de juegos, que no dudó en amenazarlo y calumniarlo; también al gobierno provincial sutilmente sobornado y al diario El Sol. Sin duda beneficiados todos por estos lujuriosos emprendimientos, que lanzaron conjuntamente una feroz campaña en su contra.
En 1973, el año que yo lo conocí en la ciudad de La Rioja, vivía acosado por sus enemigos; en Anillaco, otro pueblo vecino (la tierra de Carlos Menem), una turba liderada por el hermano del ex presidente y compuesta por comerciantes, productores agropecuarios e intermediarios lo apedreó y le boicoteó una misa. “No empezaremos la ceremonia hasta que no se vayan los comunistas”, gritó uno de los asistentes. Angelelli reaccionó con la debida indignación: “En esta misa no hay comunistas, hay pobres que reclaman justicia”, respondió. Acto seguido, no temblándole la mano, excomulgó a más de una docena de feligreses, cerrando diez parroquias y declarándolas en “custodia del pueblo”; se sumó a esa drástica medida la inhabilitación de algunos sacerdotes a los que no dudó en calificar de traidores al Evangelio. La polémica tampoco demoró en llegar al Vaticano, pero el papa Pablo VI lo ratificó y negó que fuera “comunista o marxista”, “Es nuestro representante en la provincia de La Rioja calumniada y humillada, que a través de su obispo cumple con el Evangelio y sus correspondientes valores, y está dignamente representada por MonseñorAngelelli”.
En esos convulsionados momentos, yo fui enviado nuevamente a la provincia de La Rioja para cubrir la información de la revista a la que pertenecía. El obispo Angelelli, con el valor que lo caracterizaba, había escrito una carta para advertir a sus pares argentinos: “No dejemos que generales del Ejército usurpen la misión de velar por la fe católicaDos meses después sobrevendría el golpe militar de 1976 y en julio los sacerdotes Longueville, Murias y Pedernera, alineados con el obispo, fueron detenidos y llevados a la base de Chamical, donde los torturaron durante días y luego los fusilaron; sus cuerpos fueron hallados días después por unos obreros ferroviarios junto a las vías del tren.
Amenazado, monseñor Angelelli sabía que el próximo podía ser él. Empezó, no obstante, a investigar los crímenes ocurridos en las bases militares de la provincia y a reunir documentación como prueba de la brutal represión. En un viaje, de regreso del interior de La Rioja, acompañado por el sacerdote Ángel Pinto, uno de sus colaboradores, en una curva en Punta de los Llanos, perdió el control del auto y murió en el vuelco; Pinto, sin embargo, sobrevivió, pero por un largo tiempo fue acallado por la propia Iglesia y la amenaza de los militares. Al regresar la democracia el sacerdote confesó que “dos coches los perseguían; uno de ellos se les cruzó en el camino y entonces el obispo no pudo controlar el automóvil y derrapó cayendo al vacío”. Pinto también contó que llevaban con ellos la carpeta con la documentación reunida, que nunca apareció.
Para el juicio posterior, el entonces cardenal Jorge Bergoglio, amigo y compañero de ideas del obispo Angelelli, se documentó y presentó pruebas con archivos del Vaticano que pusieron al descubierto la escabrosa trama y luego, ya consagrado papa Francisco, reveló una carta y un informe que el obispo había enviado allí y en la que contaba que se había reunido con el general Luciano Benjamín Menéndez, famoso represor de la dictadura (condenado por el crimen) para advertirle de la persecución que sufrían él y otros sacerdotes. El militar, por su parte, siempre había negado conocer al obispo e incluso insistió con cinismo ante la versión en el alegato final del juicio. “Mi sueño era poder recibir de mi obispo diocesano la investidura de cruzado de la fe y poder empuñar en una mano la espada y en la otra la cruz de Cristo para eliminar a los enemigos de Dios y de la Patria”. Todo esto aparece además en otra carta de monseñor Angelelli dirigida al entonces nuncio apostólico en Buenos Aires, el italiano Pio Laghi. Sin embargo, Laghi, fallecido en 2009, siempre negó que hubiese recibido mensajes de Angelelli. Según el sacerdote Pinto el Obispo desconfiaba del Nuncio y eso hizo que enviara también copias de sus cartas a la Santa Sede. “Estamos permanentemente obstaculizados para cumplir con la misión de la Iglesia. Personalmente, los sacerdotes y las religiosas somos humillados, requisados y allanados por la policía con orden del Ejército”, revelaba en un tramo de su texto.
El otro de los condenados, el vicecomodoro Luis Fernando Estrella, cometió un lapsus en el alegato del juicio al declarar: “Todos los testigos convocados por la fiscalía dijeron que la escena del crimen no cambió… -para después corregirse-: perdón, la escena del accidente”.
También en la Iglesia Argentina tardaron décadas en reivindicar la figura de Monseñor Enrique Angelelli. El papa Francisco lo ha hecho ahora reconociendo el aberrante crimen y beatificándolo. Por su parte, el actual Obispo de La Rioja, monseñor Dante Braida, así recuerda a su antecesor: “Angelelli fue un obispo ejemplar que vivió plenamente el Concilio Vaticano II (1962-65), esa experiencia de participación y de búsqueda que culminó en la expresión de que la Iglesia sea servidora del mundo, donde todos puedan participar en sus estructuras, donde el servicio tiene que ser particularmente hacia los más pobres. Cuando a Enrique Angelelli le tocó ser Obispo de esta diócesis, lo trató de aplicar. Recibió ayuda de laicos y religiosos, y también ataques despiadados. Busco que las personas fueran promocionadas y pudiera crecer, siendo protagonista de su desarrollo. Por eso es que su camino terminó siendo martirial. Su vida terminó truncada, como las de otros. Y muchos tuvieron que huir del país para salvar su existencia. Él fue fiel a la Iglesia y al tiempo en que vivió”.
Braida admite que quizá el ahora elevado a Beato Enrique provocó divisiones: “Aquello le tocó vivirlo en una época demasiado compleja y de mucho riesgo, en la que estas situaciones eran identificadas como actitudes políticas, que tenían incluso otra metodología y se podían pagar muy caras. De ese modo, a personas que estaban acomodadas a un estilo de vida las movilizó, las interpeló, y muchos buscan opacar ese mensaje y cortar estas iniciativas…”.
En lo personal, mi recuerdo de este hombre de Dios es entrañable. Me honra haberlo conocido y tratado casi familiarmente gracias a Daniel Moyano, que como ya señalé era su amigo. Entre mate y mate, ese “calumet de la paz”, como lo menciona Rubén Darío, conversé mucho con él. Recuerdo que los que lo seguían y amaban le llamaban también, cariñosamente, “el Pelado”. Monseñor Angelelli vivía entregado a la misión evangelizadora, ayudando a su prójimo y no rehuyó nunca el encuentro con todos. Su vocación de servicio fue admirable. La respuesta a esta consideración de los que lo conocieron, es más sencilla de lo que se cree. Y fue resumida con sabias palabras por el papa Francisco: “Tan solo es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el Sermón de las Bienaventuranzas”. A costa de su vida, el valiente monseñor Enrique Angelelli cumplió con ese imperativo del Evangelio.


©ROBERTO ALIFANO, periodista, poeta y escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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