TRIBUNA – EL IMPARCIAL
Un mártir argentino
Para el papa
Francisco, como lo ha señalado en su mensaje de las pasadas Pascuas de
Resurrección, la santidad consiste esencialmente en una disposición del corazón
que nos hace humildes y en vivir con convicción la realidad del amor de Dios; e
implica, en primer lugar, la relación con el prójimo. “No es saludable amar
el silencio y rehuir el encuentro con los otros, desear el descanso y rechazar
la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio”. La interpretación
de sus palabras, sin ningún exceso teológico, es más sencilla de lo que se
cree. Y enfatiza el Pontífice. “Tan solo es necesario hacer, cada uno a su
modo, lo que dice Jesús en el Sermón de las Bienaventuranzas: Bienaventurados
los que tienen espíritu de pobres, porque de ellos es el reino de los
cielos.Bienaventurados los que lloran, porque Dios los consolará. Bienaventurados
los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia.
Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados
los que sufren persecución por causa de la justicia, pues de ellos es el reino
de los cielos…
Si bien para el
mundo cristiano la Semana Santa puede ser motivo para recordar los preceptos
del hijo de Dios, también lo puede ser para evocar a los mártires de la Iglesia
y reconocerlos como corresponde; aquellos que no dudaron en ofrecer su vida por
la vida del prójimo. Tuve la felicidad de conocer a uno de los hombres de la
Iglesia que cumplió con esos preceptos y pagó con su propia existencia por
fidelidad a ellos. Me honra evocar a monseñor Enrique Angelelli, que fue obispo
de la provincia de La Rioja y en estos días paradigma de los derechos humanos,
asesinado por la dictadura militar (ya no caben dudas) en un simulacro de
accidente de tránsito en 1976, según confirmó la Justicia no hace demasiado
tiempo.
En un viaje que
hice a esa provincia durante la gobernación de Carlos Menem, en 1974, fue mi
admirado amigo, el escritor Daniel Moyano, que se desempeñaba como corresponsal
del diario Clarín de Buenos Aires, el que me invitó una noche
a comer un asado en su casa para presentarme a ese hombre sencillo y bondadoso
que fue Monseñor Enrique Angelelli. El escritor y el religioso habían
consolidado una honda relación de amistad, que ambos ponderaban con humor en
las célebres parrilladas que, además, tenían como broche de oro las melodías
que el dueño de casa arrancaba a su violín. “Los que conducimos el rebaño
cristiano tenemos la obligación de estar con un oído puesto en el Evangelio,
otro en el pueblo y los dos en la música que nos regala el violín de Daniel”,
fueron las divertidas palabras, que con una sonrisa, prodigó como elogio a su
amigo el amable obispo, y yo no vacilé en anotar. Además del gozo del
encuentro, fui motivado para escribir un artículo sobre ese sacerdote
sinceramente honesto y bien criollo en su generosa manera de expresarse y
celebrar la vida.
Justicieramente,
en la pasada Pascua de Resurrección, el papa Francisco lo elevó a la condición
de “Beato Enrique”, reconociéndolo como uno de los pocos que se enfrentaron al régimen
militar. Hombre de acción y pensamiento, monseñor Angelelli dividió aguas en el
catolicismo, tanto en vida, como tras su muerte, y las sigue dividiendo también
en la actualidad. Por eso no sorprende que esta beatificación haya provocado
comentarios críticos en un editorial publicado por el diario La Nación de
Buenos Aires, firmado por ex arzobispo de La Plata, de cuyo nombre prefiero no
acordarme.
Pero
detengámonos en unos párrafos para repasar una resumida biografía del nuevo
beato de la Iglesia Católica. Enrique Ángel Angelelli Carletti nació en la
provincia de Córdoba en 1923, en el seno de una familia de inmigrantes
italianos, y a los 15 años se consagró a la vida religiosa, ingresando en el
seminario, para ser destacado a los 22 y continuar en Roma sus estudios. Esa
capital del mundo que lo emocionaba evocar. A los 26 Angelelli fue ordenado
sacerdote. Después regresó a su provincia y en solidaridad con la gente
humilde, empezó a visitar los barrios más pobres y a asesorar a jóvenes obreros
y universitarios. En 1960 fue consagrado obispo auxiliar de Córdoba e influido
por el Concilio Vaticano II y el Sínodo de Obispos Latinoamericanos de
Medellín, en 1968, se propuso fervientemente trabajar por una Iglesia renovada,
sin privilegios, instalada en el mundo y cercana a los más necesitados. Hacia
fines de 1960 fue consagrado como obispo de La Rioja. Y apenas llegado,
manifestó que su intención era convertirse en el “amigo de todos, tanto de
los católicos como de los no católicos, de los que creen y de los que no creen”.
Fue así que durante el régimen militar que imperó de 1966 a 1973, alentó la
organización sindical de los trabajadores rurales, los mineros y las empleadas
domésticas y la creación de cooperativas para producir tejidos, ladrillos, pan
y agricultura, convirtiéndose en un auténtico líder social.
No faltaron, por
supuesto, aquellos que lo odiaron, pues pedía “más esfuerzo en la justa
repartición de los bienes, que en la inauguración de casinos y clubes nocturnos”.
Su reclamó indignó al mafioso propietario de las casas de juegos, que no dudó
en amenazarlo y calumniarlo; también al gobierno provincial sutilmente
sobornado y al diario El Sol. Sin duda beneficiados todos por estos
lujuriosos emprendimientos, que lanzaron conjuntamente una feroz campaña en su
contra.
En 1973, el año
que yo lo conocí en la ciudad de La Rioja, vivía acosado por sus enemigos; en
Anillaco, otro pueblo vecino (la tierra de Carlos Menem), una turba liderada
por el hermano del ex presidente y compuesta por comerciantes, productores
agropecuarios e intermediarios lo apedreó y le boicoteó una misa. “No
empezaremos la ceremonia hasta que no se vayan los comunistas”, gritó uno
de los asistentes. Angelelli reaccionó con la debida indignación: “En esta
misa no hay comunistas, hay pobres que reclaman justicia”, respondió. Acto
seguido, no temblándole la mano, excomulgó a más de una docena de feligreses,
cerrando diez parroquias y declarándolas en “custodia del pueblo”; se sumó a
esa drástica medida la inhabilitación de algunos sacerdotes a los que no dudó
en calificar de traidores al Evangelio. La polémica tampoco demoró en llegar al
Vaticano, pero el papa Pablo VI lo ratificó y negó que fuera “comunista o
marxista”, “Es nuestro representante en la provincia de La Rioja calumniada
y humillada, que a través de su obispo cumple con el Evangelio y sus
correspondientes valores, y está dignamente representada por MonseñorAngelelli”.
En esos
convulsionados momentos, yo fui enviado nuevamente a la provincia de La Rioja
para cubrir la información de la revista a la que pertenecía. El obispo
Angelelli, con el valor que lo caracterizaba, había escrito una carta para
advertir a sus pares argentinos: “No dejemos que generales del Ejército
usurpen la misión de velar por la fe católica”. Dos meses después
sobrevendría el golpe militar de 1976 y en julio los sacerdotes Longueville,
Murias y Pedernera, alineados con el obispo, fueron detenidos y llevados a la
base de Chamical, donde los torturaron durante días y luego los fusilaron; sus
cuerpos fueron hallados días después por unos obreros ferroviarios junto a las
vías del tren.
Amenazado,
monseñor Angelelli sabía que el próximo podía ser él. Empezó, no obstante, a
investigar los crímenes ocurridos en las bases militares de la provincia y a
reunir documentación como prueba de la brutal represión. En un viaje, de
regreso del interior de La Rioja, acompañado por el sacerdote Ángel Pinto, uno
de sus colaboradores, en una curva en Punta de los Llanos, perdió el control
del auto y murió en el vuelco; Pinto, sin embargo, sobrevivió, pero por un
largo tiempo fue acallado por la propia Iglesia y la amenaza de los militares.
Al regresar la democracia el sacerdote confesó que “dos coches los
perseguían; uno de ellos se les cruzó en el camino y entonces el obispo no pudo
controlar el automóvil y derrapó cayendo al vacío”. Pinto también contó que
llevaban con ellos la carpeta con la documentación reunida, que nunca apareció.
Para el juicio
posterior, el entonces cardenal Jorge Bergoglio, amigo y compañero de ideas del
obispo Angelelli, se documentó y presentó pruebas con archivos del Vaticano que
pusieron al descubierto la escabrosa trama y luego, ya consagrado papa
Francisco, reveló una carta y un informe que el obispo había enviado allí y en
la que contaba que se había reunido con el general Luciano Benjamín Menéndez,
famoso represor de la dictadura (condenado por el crimen) para advertirle de la
persecución que sufrían él y otros sacerdotes. El militar, por su parte,
siempre había negado conocer al obispo e incluso insistió con cinismo ante la
versión en el alegato final del juicio. “Mi sueño era poder recibir de mi
obispo diocesano la investidura de cruzado de la fe y poder empuñar en una mano
la espada y en la otra la cruz de Cristo para eliminar a los enemigos de Dios y
de la Patria”. Todo esto aparece además en otra carta de monseñor Angelelli
dirigida al entonces nuncio apostólico en Buenos Aires, el italiano Pio Laghi.
Sin embargo, Laghi, fallecido en 2009, siempre negó que hubiese recibido
mensajes de Angelelli. Según el sacerdote Pinto el Obispo desconfiaba del
Nuncio y eso hizo que enviara también copias de sus cartas a la Santa Sede. “Estamos
permanentemente obstaculizados para cumplir con la misión de la Iglesia.
Personalmente, los sacerdotes y las religiosas somos humillados, requisados y
allanados por la policía con orden del Ejército”, revelaba en un tramo de
su texto.
El otro de los
condenados, el vicecomodoro Luis Fernando Estrella, cometió un lapsus en el
alegato del juicio al declarar: “Todos los testigos convocados por la
fiscalía dijeron que la escena del crimen no cambió… -para después
corregirse-: perdón, la escena del accidente”.
También en la
Iglesia Argentina tardaron décadas en reivindicar la figura de Monseñor Enrique
Angelelli. El papa Francisco lo ha hecho ahora reconociendo el aberrante crimen
y beatificándolo. Por su parte, el actual Obispo de La Rioja, monseñor Dante
Braida, así recuerda a su antecesor: “Angelelli fue un obispo ejemplar que
vivió plenamente el Concilio Vaticano II (1962-65), esa experiencia de
participación y de búsqueda que culminó en la expresión de que la Iglesia sea
servidora del mundo, donde todos puedan participar en sus estructuras, donde el
servicio tiene que ser particularmente hacia los más pobres. Cuando a Enrique Angelelli
le tocó ser Obispo de esta diócesis, lo trató de aplicar. Recibió ayuda de
laicos y religiosos, y también ataques despiadados. Busco que las personas
fueran promocionadas y pudiera crecer, siendo protagonista de su desarrollo.
Por eso es que su camino terminó siendo martirial. Su vida terminó truncada,
como las de otros. Y muchos tuvieron que huir del país para salvar su
existencia. Él fue fiel a la Iglesia y al tiempo en que vivió”.
Braida admite
que quizá el ahora elevado a Beato Enrique provocó divisiones: “Aquello le
tocó vivirlo en una época demasiado compleja y de mucho riesgo, en la que estas
situaciones eran identificadas como actitudes políticas, que tenían incluso
otra metodología y se podían pagar muy caras. De ese modo, a personas que estaban
acomodadas a un estilo de vida las movilizó, las interpeló, y muchos buscan
opacar ese mensaje y cortar estas iniciativas…”.
En lo personal,
mi recuerdo de este hombre de Dios es entrañable. Me honra haberlo conocido y
tratado casi familiarmente gracias a Daniel Moyano, que como ya señalé era su
amigo. Entre mate y mate, ese “calumet de la paz”, como lo menciona Rubén
Darío, conversé mucho con él. Recuerdo que los que lo seguían y amaban le
llamaban también, cariñosamente, “el Pelado”. Monseñor Angelelli vivía
entregado a la misión evangelizadora, ayudando a su prójimo y no rehuyó nunca
el encuentro con todos. Su vocación de servicio fue admirable. La respuesta a
esta consideración de los que lo conocieron, es más sencilla de lo que se cree.
Y fue resumida con sabias palabras por el papa Francisco: “Tan solo es
necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el Sermón de las
Bienaventuranzas”. A costa de su vida, el valiente monseñor Enrique
Angelelli cumplió con ese imperativo del Evangelio.
©ROBERTO ALIFANO, periodista, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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