NOTA DE OPINIÓN
En mis recuerdos de los años mozos,
un proemio abría siempre un poemario. Aquí va el mío: para decir que no soy
poeta. Lo confesé siempre, y así lo expresé en mi Antología de la
literatura guineana, donde se colaron “dos poemas de juventud y dos poemas
rabiosos”. No es modestia. Todo escritor tiene alma de poeta, obligado a captar
la vida con ojos sensibles. A mí me faltó oficio, dedicación; así, desde la
legitimidad y la honestidad, me considero indigno de gozar del dulce arropo de
las musas del Parnaso. Mi inveterada sumisión a la literatura como arte frena
el autoengaño; y mi reverencial concepción de la ética como complemento
indisociable de la estética se resiste a dar gato por liebre. Como prediqué en
todo lugar y circunstancia, ni concibo el oficio de escribir como simple
pasatiempo de gente ociosa, ni su producto puede relegarse a mero
entretenimiento para los vientres bien nutridos consumidores de bienes
culturales. Si, desde tal criterio, la obra literaria debe trascender su
función lúdica para ser vehículo de relevante utilidad en la necesaria
formación y transformación de nuestras mentes –como lo fue indudablemente en
otras sociedades en diferentes épocas y lugares– inevitable que me haya
consumido en la duda permanente sobre la calidad estética y funcional de mis
versos. Alguien lo recordará: concité la inquina de más de un versificador
patrio –se complacían exhibiendo impúdicos ante ojos ignaros sus autoimpuestos
laureles de “intelectual”– por sostener que no basta rimar amor con dolor para proclamarse
poeta. Considero la lírica algo más sólido y profundo que la endeble
sensiblería. Al perseguir una ética literaria que ofrezca frutos maduros, en
lugar de inseguros balbuceos de adolescentes pretenciosos, la duda se hace
eterna: ¿tendrán interés estos trazos intimistas, pergeñados a vuelapluma, sin
ambición ni elaboración alguna?
Excrecencias del espíritu plasmadas
desde joven –como tantos millones de seres– de méritos más que inciertos. Tampoco
considero extraordinarias ni la temprana afición de leer poesía, ni la sana
curiosidad –y la suerte– que me facilitaron la estimulante compañía de poetas
verdaderos y me condujeron a frecuentar tertulias –sin encasillarme nunca en
ningún cenáculo– cuando éramos más inocentes… y la vida un sueño que invitaba a
soñar. Alguno de aquellos contertulios tempranos son hoy bardos celebrados y
laureados. Citaré a dos. El resto, compañeros del alma, amigos entrañables,
alguno afamado, permanecen en mi recuerdo y en mis afectos: Jaime Siles –juntos
aprendimos a desentrañar a Rubén Darío, Jorge Guillén y Antonio Machado– y el
malogrado Claudio Rodríguez, de cuya mano la poesía descendió de las musas
siderales para ser, ante todo, vida. Al sumergirme en los clásicos –de San Juan
de la Cruz a Pablo Neruda, y bastantes de todos los demás–, y en otros aún más
próximos por historia y vivencias –Wole Soyinka, Jacques Rabemananjara, Bernard
Dadié y Luandino Vieira; Nicolás Guillén, Aimé Césaire, LeRoi Jones o Richard
Wrigth– aprendí a contener los entusiasmos, moderar las vanidades y fijar las
prioridades. Metí en un cajón aquellas divagaciones, frutos sin sazón de un
alma frondosa, salvo alguna publicada como experimento, en audaz desafío a la
inseguridad. Y la mayoría se fueron perdiendo en esta existencia de peregrino,
sin que su muerte me conmoviera: me ahorré algún sonrojo (imperceptible en mi
piel, borboteante en la conciencia), liberando al mundo de otro vanidoso
poetastro. Así pretendo culminar con renovada fidelidad mi escogida senda
quevediana. ¿Cómo autoproclamarme poeta si apenas presté atención a la poesía?
Creación constreñida: algún verso al año, al desbordarse el corazón, resulta
equipaje demasiado ligero para sentarme entre los vates.
¿Por qué exhumar ahora estos Olvidos?
No por vanagloria, tentación que superé. Considero la poesía sollozos,
desgarros del alma. No necesariamente tristes: llanto es desahogo de
estremecimientos intensos, rebose de venturas o amargores. Algunos nos
esforzamos en contenerlos, impulso de instintos pudorosos que susurran
guardarse para sí ciertos lapsos. Dice la voz: determinados actos humanos se
realizan en la intimidad, sin alharacas, con tierna suavidad, al abrigo de la
voracidad depredadora del conjunto, y deben preservarse en ella; no es egoísmo
gozar del ensueño en soledad. Y dice la voz: alcanzados los objetivos
prioritarios –que no los anhelos–, mejor mostrarse tal como fuimos; pudiera
contribuir a comprender; mejor ahora que después… 29
En realidad, publicar Olvidos no
fue decisión personal. Años de insistencia de personas muy queridas, de sólido
criterio, lograron vencer las resistencias. Únicos responsables de que estos
cantos recónditos –hubiese deseado olvidarlos– sean aventados. Pero aseguran
que merecen ser compartidos. ¿Es así? En cualquier caso, es de agradecer tan
generosa mirada.
Entregado el texto a los lectores, considero finalizada mi tarea. Ya no me pertenece. Son libres de juzgar. Nunca me preocuparon las especulaciones que pudieran provocar mis escritos. Escudriñar es labor de otros. La única pista que el autor puede ofrecer ante su obra es su vida. La mía, plena de afectos verdaderos, plena de ilusión, plena de desengaños y frustraciones, vividas las angustias sin resquicio para el rencor. Vida en plenitud, con tesón, con escasas pero firmes convicciones, transcurrida como vino, aprovechada en lo que se pudo, según se supo: en pos continua, sin desmayos, de la eterna quimera errante, de las verdades inmutables de nuestra condición humana, sordo a los cantos de sirena que invitaban a la iniquidad. Y cuando bordea lo absoluto la entrega a los amores imposibles, cuando se sublima la tristeza encarándola de frente hasta arrancar sonrisas diáfanas al espectro de Caronte, pierden importancia los objetos. Un ideal inalcanzado, un paisaje evocador, una melodía sugerente, un ser cercano o lejano: todos ellos sujetos afectivos que arrancan el verso en el instante. Innecesario titularlos, fecharlos, identificarlos. ¿No es temeraria banalidad pretender fijar con nombres ciclos vitales aherrojados, por fortuna fugaces, nunca añorados, expulsados raudos del espíritu con la misma incontenible furia de los rugientes huracanes tropicales? ¿Tienen acaso identidad los hijos no nacidos? No existe lo inexistente. ¿O…?
DONATO NDONGO - ESPINARDO, MURCIA, EN LOS ALBORES DE 2016
Poeta Escritor de Guinea-Ecuatorial, África
No hay comentarios:
Publicar un comentario