MÁS
ALLÁ DEL HUMANISMO
Un Humanismo que no
responda al hombre en su integridad, ¿es realmente un humanismo?
Una parte de la sociedad
moderna trata de explicarlo todo desde el humanismo. Atrás quedó la escolástica
con su teocentrismo. El humanismo actual es hijo del antropocentrismo. Para
satisfacer las necesidades del mundo sensible y de la inteligencia, se basta el
propio hombre. Mas, ¿no comporta a la vez una ausencia desbocada de sentido y
finalidad en su existencia?
¿Cómo ha de afectar al
hombre abrirse o cerrarse a la realidad, siendo él parte de ella?
Hay cosas que la razón no
alcanza a entender, pero también hay cosas engañosas a los sentidos, pues
viéndose resultan ser irreales, como puede ser un espejismo en el desierto.
Huxley, biólogo y
humanista define el humanismo como “el integrante de las ideas que vinculan al
ser humano y a la sociedad en el proceso psico-social, viniendo a reconciliar
la mente y la materia”. Lo físico (lo
medible y palpable) y lo psíquico (lo inaprensible) se concilian en un mismo
sujeto.
Llegado hasta aquí surge
preguntar: ¿Es la simple llamada a lo humano la solución? ¿Se humaniza
plenamente el hombre con un “humanismo-humano”? ¿No le está disolviendo la
divinización de su propia autonomía? Aquel apóstol del escepticismo que fue
Nietzsche se refiere a él, diciendo: “Humano, demasiado humano”. Algo
ambivalente que afirma y niega a la vez. Admite que todo lo humano está ya
contenido en el hombre, pero también la ironía que expresa su incapacidad por
responder más allá de sí mismo.
Los humanismos mudan,
cuando no metamorfosean. Para ello basta con repasar lo que ha sido la
Historia. ¿Dónde situar al mundo (y con él al hombre), cuando la Ciencia, por
boca de Copérnico afirma que no es el centro del Universo, desplazándolo a la
categoría de un punto perdido en la inmensidad del Cosmos? ¿Y qué decir del
propio hombre, que se considera hijo menor de los dioses y se le hace entender
que no es más que la evolución de una bestia, según el naturalismo darwiniano?
¿Qué han aportado las
modernas concepciones humanistas?
El retrato social que hace
el premio nobel Konrad Lorenz en su obra “Los ocho pecados mortales de la
Humanidad civilizada” es sobrecogedor.
Una sociedad masificada.
Destrucción del espacio vital. Competición del hombre consigo mismo. Muerte por
incineración del sentimiento. Decadencia genética. Ruptura con las tradiciones.
Endoctrinación. Y finalmente, el armamento atómico, que amenaza destruir a la
humanidad.
La profecía de Marx no
tuvo cumplimiento, pero trajo un inmenso Gulag. Pensó que la revolución daría
paso a un socialismo con rostro humano y éste al comunismo del proletariado,
pero donde se implantó hubo de sostenerse con los fusiles. Fue el dominio de
unos pocos “yo” sobre infinidad de “vosotros”. Alienación.
La otra cara de la moneda,
representada por el capitalismo, al servicio del dios Mammón no es tampoco
halagüeña. Un sistema de difícil erradicación, que mantendrá las diferencias
entre los que más tienen y los que menos poseen. Y seguirá siendo así, porque
si se aplicase la normativa de distribuir a todos por igual redundaría en
detrimento del esfuerzo personal, y al no querer esforzarse el hombre se
perdería la creatividad. En suma: dejaría de avanzar el mundo.
¿Qué salida le queda al
hombre, sometido al direccionismo de unas minorías que no acaban de responder a
sus necesidades? Necesidades materiales, sí, mas ¿hemos de pasar por alto lo
que antes se ha dicho acerca de que la criatura es materia, pero también
espíritu? Todo lo que ha de perecer, aun siendo necesario no puede constituirse
en un fin en sí mismo. Ha de ser un medio. El fin es el propio hombre y su
finalidad. Pues, ¿qué es un hombre sin destino? ¿Cómo ha de salir del círculo
en el que se encuentra encerrado?
Para poder escapar de su
propia tela de araña habrá de encontrar una razón que responda más allá del
nihilismo que preña a la sociedad. Sabe qué le ofrece el mundo y también lo que
para él se constituye en la razón de su vida. Para arriesgarse al cambio habrá
antes de admitir cuáles son los diosecillos que le habitan y entender de su
futilidad. Entender de alguna manera que la vida no es hija de la muerte, sino
que más allá de ella puede abrirse a la esperanza. Así, el humanismo inmanente
(el que se justifica sólo por el esfuerzo del hombre) se acredita en el
trascendente, que de alguna manera responde a su deseo de no extinguirse.
Digámoslo con claridad. La
inseguridad forma parte de la existencia. Todo oscila entre el sí y el no. El sí es una puerta a la esperanza, mientras
que el no nada responde.
Por tanto, la opción
fluctúa entre la desconfianza y la confianza en la que es el propio hombre el
que está en juego. Analicemos las dos opciones posibles.
¿Qué consecuencias se
derivarían de una actitud fundamentalmente negativa, es decir, desconfiada?
La realidad está cerrada
para la desconfianza radical. ¿Por qué? Porque lo que va a encontrar es la nada
como respuesta. Y como la realidad reside en mi propia existencia, tendría que
admitir lo “que no es” sobre lo “que puede ser”; y, “siendo yo” habría de
concluir que “no tengo razón de ser”. A lo sumo debería contemplarme como un
producto del azar. La casualidad evolutiva y no la causalidad dentro de un azar
ordenado.
Si queremos comprender la
dificultad que entraña lo accidental, hagamos una sencilla prueba. Tomemos una
página del periódico, cortémosla línea a línea y después letra a letra.
Metámosla en una caja, la agitamos y la volcamos sobre una mesa. ¿Qué posibilidades
habría de que apareciese recompuesta para poder ser leída como antes estaba?
¿Puede el “no” mantenerse
consecuentemente en la práctica?
¿Y la positiva? Es decir,
conceder a la vida un sentido razonable.
El hombre propende de suyo
al “sí”. Es decir, a la coherencia y el bienestar. La felicidad no consiste en
tenerlo todo, sino en el equilibrio de entender que el hombre no es una causa
perdida. Si uno se enfrenta a la existencia desde la certidumbre radical “verá”
la realidad, pese a la apariencia de la inanidad. La confianza radical
significa esperanza en el presente de conseguir una vida lo más humana posible,
a pesar del mal que la amenaza, y en el futuro confiando en que el hombre no
puede ser una pasión inútil, con el final absurdo de acabar todo en la muerte.
Es el polo opuesto a la desesperación. Es una experiencia personal que se
manifiesta en el mismo acto de la certidumbre. (Podría entenderse comparándolo
con alguien que tiene recelo del mar. En tanto no compruebe por él –más allá de
que se lo digan- la posibilidad de flotar en el agua, todo será indecisión)
“Ser o no ser”, dijo
Hamlet ante el dilema de la elección.
El hombre es un ser
pensante (no todos los hombres quieren pensarse) que se sabe inconcluso. Su
propio instinto tiende a no acabarse, pero la trascendencia está fuera de sus
posibilidades. Sólo el Absoluto podría satisfacer su ansia de inmortalidad.
El Absoluto es el Alfa y
el Omega. El origen y el destino. A este Absoluto es lo que se le llama Dios.
Pero, ¿existe realmente? Las pruebas pueden cuestionar su existencia, pero no
concluyen la inexistencia. ¿No podría a
este deseo responder su realidad?
También el ateísmo vive
una fe indemostrable. Feuerbach deposita la fe en la naturaleza humana, pero
los hombres se devoran entre sí. Marx lo acentúa en una futura sociedad
socialista, pero el comunismo cotiza a la baja. Freud en la ciencia racional,
pero el inconsciente no es capaz de expulsar el significado de la culpa. Por no
decir de la impiedad nihilista, que viene a negar el discernimiento de la
propia realidad, vaciándola de sentido y en última instancia de amor. Todas las
flechas apuntan al hombre como diana. Chesterton, el “príncipe de las
paradojas”, decía que “cuando se deja de
creer, no es para no creer en nada, sino para creer en cualquier cosa”.
La pregunta como respuesta
terminante es insuficiente, pero como cuestión abierta es insoslayable. Ante
ella, el hombre queda situado ante una decisión personalmente responsable, que
le compromete más allá de la razón pura. No se trata de una cuestión teórica de
la razón, sino de una tarea enteramente práctica y existencial. Un reto para el
humanismo más auténtico, porque no lo desautoriza, sino que lo ilumina al
traspasarlo.
¿Qué cambiaría si
existiera?
Lo primero, sustituir la
“casualidad” por la “causalidad”. Esto es, admitir el creacionismo en lugar del
azar. ¿Cómo? Observando la Naturaleza y al propio hombre. El Universo data
aproximadamente unos 13.700 millones de años. Todo se inició con el “Big-Bang”,
un diminuto punto perdido en el inmenso espacio vacío, que al explosionar y
expandirse su fuerza dio lugar a la aparición de los soles, planetas y
galaxias, y que todavía hoy continúa expandiéndose, regido por unas leyes muy
precisas. Si aumentásemos sólo un 1% la fuerza nuclear, los núcleos del
hidrógeno no permanecerían libres, y al no poder combinarse con los átomos de
oxígeno no habría agua, elemento indispensable para la vida. Pero si esa fuerza
disminuyese, la fusión se haría imposible, y sin fusión no habría soles, ni
energía, ni vida. Tampoco el hombre.
Si nos fijamos en el
hombre, para que pueda surgir una molécula de ARN utilizable, apelando al azar
sería necesario multiplicar a ciegas los ensayos en un tiempo 100.000 veces más
largo que el de la edad del Universo. ¿Cómo explicar esto?
Así, pues, ¿casualidad o
causalidad?
¿Y por qué no ha de
aspirar el hombre a no ser simplemente producto del azar, que tenga su vida un
sentido y desear que con la muerte no se acabe todo?
De la realidad puede
concluirse la posibilidad. De la hipótesis no cabe deducir su realidad. ¿Cómo
llegar, pues, de la hipótesis a la realidad?
La existencia sólo puede
ser admitida dentro de una confianza basada en la realidad misma. Si existe,
podremos entender por qué somos a la vez que finitos, expectantes. Ilimitadamente
esperanzados.
¿Cuál es entonces el fin
de todos los fines? ¿Acaso esa amenazante nada? ¿Venir de la nada para ir a la
nada? ¿No habría que hacerse el silencio en medio de tanto aturdimiento en la
vida para arriesgar poder escuchar el eco de la voz que nos grita que queremos
vivir para siempre? Para la eternidad.
¿Y dónde puede habitar la eternidad sino en Dios?
Se descubre justo al
hacerlo que se hace lo que de antemano no puede probarse. El hombre lo
experimenta en el mismo acto de reconocer conociendo. Materialmente, la
confianza fundamental se refiere a la realidad como tal (y a mi propia
existencia), en tanto comprende el fundamento, soporte y meta última de la
realidad. Y esto es cosa no sólo de la razón humana, sino del hombre entero.
El hombre permanece
siempre entre la contradicción de la confianza y la desconfianza. El crisol
entre la fe y la incredulidad pasa por la duda y se depura en ella. Lo
contrario sería echarse en los brazos del nihilismo que niega al hombre la
posibilidad de serlo, entregándolo a una existencia caótica en la que todo
carece de un último sentido, incluido el hombre. Son muchos los textos de
Nietzsche que se remiten al pesimismo, al apocalipsis que se cierne sobre la
humanidad si es privada de ese rumbo eterno, de esa alusión suprema. Si
rechazamos plantear su existencia cerramos las puertas a entendernos con
nosotros mismos. En suma, el caos sería la respuesta a la vida. ¿Es esto
humanamente asumible?
ÁNGEL MEDINA,
poeta y escritor español
MIEMBRO HONORIFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
Página del autor https://www.facebook.com/novelapoesiayensayo/
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