EL INSTITUTO DE LA RESUCITACIÓN
Conocía a aquel hombre desde
hacía años. Un día enfermó, hasta el punto de correr riesgo su vida, siendo
internado. Por aquellos días yo me encontraba ausente. Mi amigo era un
hombre que amaba la belleza. Era
licenciado en Bellas Artes y practicaba con notable éxito la escultura y la
pintura, y su inquieto espíritu se abría a todo lo que fuese expresión
artística, como la literatura y la música. Yo solía hablar con él para
enriquecer mi conocimiento (es sabido que mucha gente resulta banal en sus
conversaciones ,que se reducen a los deportes o a comentar las noticias
sensacionalistas o del corazón); lo
mismo conversábamos sobre los viejos filósofos, muchas de cuyas obras siguen
vigentes hoy, como “La República”, de Platón o “El discurso del método”, de
Descartes, que sobre los maestros de la
pintura, cuya genialidad se plasma en grandes expresiones pictóricas ( recuerdo
que una vez me comentó con gran prodigalidad de detalles acerca del cuadro “La Venus del espejo”, de
Velázquez, que se exhibe en “La National Gallery”, de Londres, del cual parece
ser que pintó tres desnudos y sólo se conserva este retrato, creando su propia
imagen de la divinidad, aunque la idea de pintarla de espaldas, sosteniendo
Cupido el espejo en el que se perfila su autor, procedía de Tiziano, haciendo
la observación para que me fijara en la lámina, en cuya posición no debería resultar posible ser reflejado el rostro). Un verdadero
preciosista, en toda la extensión del término.
Al cabo del tiempo volvimos a
encontrarnos y lo noté algo extraño. Parecía frío e insensible, rehusando
hablar de aquellos apasionantes temas, por más que yo insistiera. Finalmente,
me hizo una pregunta desconcertante.
-
¿Te gustaría poder resucitar?
-
¿De qué me estás hablando?- contra
pregunté escéptico.
Por toda respuesta, me dijo
entonces:
-
Mejor que lo veas. ¡Acompáñame!
El taxi nos condujo a un lúgubre
caserón situado a las afueras de la ciudad. Anochecía, y las luciérnagas
comenzaban a invadir la bóveda del cielo que se desplegaba sobre nuestras
cabezas, haciéndome sentir la pequeñez de lo que es ser hombre. Nos recibió un
hombrecillo de aspecto algo tétrico. Era muy alto y enjuto de carnes, cabello
escaso, desordenado y grisáceo, algo quijotesco, ojos hundidos y enormes bolsas
que bordeaban las cuencas, orlando sus mejillas una barbita lampiña. Su rostro
era alargado y los pómulos salientes como dos manzanas maduras. Calculé que
debía frisar los ochenta o quizá algo más, caminando a zancadas, doblando el
espinazo a cada paso que daba. Su raquitismo lo
cubría un traje negro y zapatos
del mismo color, pareciéndome que coqueteaba con las pompas fúnebres.
Descendimos por una escalera de
caracol repleta de óxido que venía a extinguirse en el inicio de un largo
corredor, a cuyo fondo había una puerta blindada. Dentro de la estancia que
custodiaba el hierro se encontraba un hombre de compostura bonachona y
regordeta, y en uno de los extremos una
mesa metálica que soportaba el peso de una máquina de electroshock, una vitrina
con tarros y jeringuillas, y una cámara frigorífica, antojándoseme que todo
aquello era una sala de despieces.
Después que nuestro anfitrión se embutiese en una bata oscura, cuyo peto estaba reforzado
por un hule, chasqueó los dedos y el
ayudante penetró en un cuarto contiguo para
regresar al poco portando una camilla sobre la que descansaba el cuerpo de un
cadáver. Antes que tuviese tiempo para reaccionar, mi amigo me dijo que el
doctor Molokov era un reputado científico formado en la extinta Unión
Soviética, el cual investigaba la muerte y trabajaba en un proyecto mundial de
resucitación, habiendo conseguido antes notables éxitos con animales. Yo no sabía si
sonreír, enfadarme por el misterio con que me había conducido hasta allí, o
salir corriendo. Pero la curiosidad me retuvo, queriendo ver el final de
aquella farsa. Como me encontraba algo histérico, aduje que una cosa era los experimentos con bestias y conseguir
alguna reacción de tipo nervioso y otra bien distinta aquel propósito con
humanos. Pero mi incertidumbre aumentó cuando me dijo: “¡También! ¡También!. Ten paciencia”. A lo que contra-objeté: “¿Y tú qué sabes?”, escuchando de sus
labios: “¡Te lo digo yo!,”
reafirmándose, aunque sin poder ser más explícito ante la inquietante y
penetrante mirada del sabio.
Aquél parecía el cuerpo de un
mendigo. Personas que malviven y acaban reventándoles el hígado de tanto
tetrabrik de vino peleón, o hastiados de la vida terminan por arrojarse por un
puente.
Molokov retiró la sábana que lo
cubría, dejando su cuerpo al desnudo. No debía hacer mucho que se había apagado
su vida y, para verificar su estado- yo creo que fue una exhibición para
impresionarme- le untó con crema, conectó unos electrodos y le aplicó una
descarga eléctrica. Al notarla, los músculos reaccionaron como si quisieran
saltar del interior del cuerpo (fue inevitable que me remontase a la niñez,
cuando una Navidad degollaron en casa a un hermoso pollo, y decapitado dio
un brinco, desparramándose la sangre a
borbotones, alcanzando el techo), y, observándolo con detalle, me sobresalté.
El docto me miró displicente y me
dijo:
-
La homeostasis se ocupa de las
variaciones de la temperatura en los organismos que aún conservan vida. Es
evidente que este hombre está muerto, pero no lleva mucho tiempo, pues la
musculatura ha respondido al estímulo. Pronto se advertirán en él los cambios
postmortem. Primero, la rigidez de la cara. Después, sobrevendrá a brazos y
tórax, hasta alcanzar las piernas, y antes de las veinticuatro horas será
completa. La autolisis, es decir, la devastación de los tejidos, hará el resto.
Finalmente, cuando esté completamente destruido se iniciará la putrefacción.
¡Yo lo evitaré!
-
¿Cómo…?- balbucí estupefacto.
-
Resucitándolo.
Al escucharle hablar con tanta
convicción, sentí un espasmo. Pero, haciendo de tripas corazón, asentí,
invitándole a proseguir.
-
Esto es la visión de lo que nos ha
de pasar a cada uno de nosotros. Sin embargo, la misión de la ciencia es
investigarlo todo, incluso al peor de los males que es la muerte. Porque el
proceso de la muerte no es sólo lo que usted contempla ahora, sino sobre todo
la desesperanza de eso que llamamos “espíritu” o “alma” y que yo prefiero
denominar como “conciencia”; y es
que, al morir enterramos para siempre el deseo de vivir. A la aniquilación
material se ha de añadir la destrucción del “ser”. Si nacemos para vivir, si la
vida impregna toda nuestra persona ¿por qué hemos de morir? ¿Qué contradicción
de la naturaleza es esta? ¿Qué imagen de dioses somos si acabamos convertidos
en gusanos, auto-devorándonos la corrupción de un sepulcro?
En tanto pronunciaba su discurso
material-metafísico, Molokov hizo una indicación a su esquelético ayudante, el
cual le proporcionó un frasco con un componente desconocido, carente de
etiqueta alguna, figurándome que debía
ser de su invención, así como una jeringuilla dotada de una aguja
extremadamente larga. Luego, fue
pinchándole en diferentes zonas del cuerpo el compuesto- me aclaró que era
celular- y poco a poco fue atenuándose el rigor mortis. Finalmente, le practicó
una pequeña trepanación e introdujo el catéter por el orificio, penetrando a
través del mismo la solución. Confieso que me asusté al verle mover las manos y
recuperar paulatinamente el color perdido. Pero cuando realmente casi me
desmayo, fue al verificar que, siguiendo su mandato, como aquel Lázaro que
volvió a la vida- no me gusta la comparación, y todo lo visto, aún pasando por
el tamiz de mis propios ojos, me resulta un acto de brujería- le ordenó con
voz autoritaria que se levantase.
Mis ojos expresaron el espanto.
No así mi amigo, ni el científico, que se frotaba las manos de satisfacción,
seguro de que acabaría siendo reconocido por la Academia de las Ciencias, y
también por la propia humanidad. Vencido el aguijón de la aniquilación, el peor
de los males temidos por los hombres, todo se reduciría a un pesado sueño.
Entonces, me decidí a preguntarle.
-
Estoy sorprendido, Profesor. Pero,
dígame ¿qué sucede después de experimentar volver a la vida tras el hecho
biológico de la muerte? ¿Cómo ha de reaccionar el resucitado?
El lumbrera miró a mi amigo. Era
evidente su complicidad. Al punto, me
dijo con tono paternal, que aunque había dado el primer paso, todo era
mejorable. Ciertamente, había recuperado la materia muerta, transformándola en
viva y para ello las nuevas células eran las artífices. Estaba en condiciones
de resucitar el envoltorio humano, no así el espíritu.
-
Lo hombres a los que resucito- me
confesó- recuperan el cuerpo, pero no el alma. Todavía no estoy en condiciones
de volver a traerles la sustancia de la sensibilidad: en una palabra, el recreo de la belleza que representa el arte.
Para eso tendremos que aguardar. Estos son los albores.
Guardó silencio durante unos segundos,
quedando yo pasmado. Mi testa estaba convulsionada y comenzaba a comprender. Y echándole la mano
por encima de su hombro lo apartó de mí y se lo llevó al otro extremo
de la sala, cuchicheándole, a la par que
el resucitado bostezaba con cara de lelo.
-
¿Le ha dicho usted que…?- me pareció escuchar.
Cuando regresaron al lugar en el
que me habían dejado, encontraron que yo ya no estaba allí. Apresuradamente salí
de aquel Instituto de la resucitación, en tanto que mis neuronas hervían en
busca de alguna explicación a lo sucedido. Era lo que había experimentado mi
amigo cuando fue sorprendido por la crisis que le condujo hasta la muerte,
deduciendo que previamente debía de tener
contratado los servicios de Molokov para el caso de que fuese necesaria
su reanimación corporal. Corporal, sí, porque, como pude comprobar, había
perdido cuando lo encontré su interés por la belleza y lo sensible. Un hombre
que se recreaba en la admiración por el arte, había quedado relegado a la
condición de la insensibilidad. Y eso se me antojaba tanto como vender su alma.
Yo, aunque amaba la vida, prefería ser una persona, con sus limitaciones en el
tiempo, sí, pero tal como la naturaleza me había creado. Hombre y no medio
hombre. No me agradaba la posibilidad de
llegar a convertirme en un autómata.
Ya no volvimos a vernos. No sé si
volvió a tener una segunda muerte y una nueva resucitación. Tampoco me importa.
Yo prefiero seguir siendo yo mismo. Una persona con toda la acepción de la
palabra. Aunque con la limitación que impone Cronos, con cuerpo y alma.
©ÁNGEL MEDINA,
poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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