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domingo, 10 de febrero de 2019

EL INSTITUTO DE LA RESUCITACIÓN, Ángel Medina, Málaga, España
















EL INSTITUTO DE LA RESUCITACIÓN

Conocía a aquel hombre desde hacía años. Un día enfermó, hasta el punto de correr riesgo su vida, siendo internado. Por aquellos días yo me encontraba ausente. Mi amigo era un hombre  que amaba la belleza. Era licenciado en Bellas Artes y practicaba con notable éxito la escultura y la pintura, y su inquieto espíritu se abría a todo lo que fuese expresión artística, como la literatura y la música. Yo solía hablar con él para enriquecer mi conocimiento (es sabido que mucha gente resulta banal en sus conversaciones ,que se reducen a los deportes o a comentar las noticias sensacionalistas o del corazón); lo mismo conversábamos sobre los viejos filósofos, muchas de cuyas obras siguen vigentes hoy, como “La República”, de Platón o “El discurso del método”, de Descartes, que  sobre los maestros de la pintura, cuya genialidad se plasma en grandes expresiones pictóricas ( recuerdo que una vez me comentó con gran prodigalidad de detalles acerca  del cuadro “La Venus del espejo”, de Velázquez, que se exhibe en “La National Gallery”, de Londres, del cual parece ser que pintó tres desnudos y sólo se conserva este retrato, creando su propia imagen de la divinidad, aunque la idea de pintarla de espaldas, sosteniendo Cupido el espejo en el que se perfila su autor, procedía de Tiziano, haciendo la observación para que me fijara en la lámina, en cuya posición  no debería resultar posible  ser reflejado el rostro). Un verdadero preciosista, en toda la extensión del término.

Al cabo del tiempo volvimos a encontrarnos y lo noté algo extraño. Parecía frío e insensible, rehusando hablar de aquellos apasionantes temas, por más que yo insistiera. Finalmente, me hizo una pregunta desconcertante.
-          ¿Te gustaría poder resucitar?
-          ¿De qué me estás hablando?- contra pregunté escéptico.

Por toda respuesta, me dijo entonces:
-          Mejor que lo veas. ¡Acompáñame!

El taxi nos condujo a un lúgubre caserón situado a las afueras de la ciudad. Anochecía, y las luciérnagas comenzaban a invadir la bóveda del cielo que se desplegaba sobre nuestras cabezas, haciéndome sentir la pequeñez de lo que es ser hombre. Nos recibió un hombrecillo de aspecto algo tétrico. Era muy alto y enjuto de carnes, cabello escaso, desordenado y grisáceo, algo quijotesco, ojos hundidos y enormes bolsas que bordeaban las cuencas, orlando sus mejillas una barbita lampiña. Su rostro era alargado y los pómulos salientes como dos manzanas maduras. Calculé que debía frisar los ochenta o quizá algo más, caminando a zancadas, doblando el espinazo a cada paso que daba. Su raquitismo lo  cubría un traje  negro y zapatos del mismo color, pareciéndome que coqueteaba con las pompas fúnebres.

Descendimos por una escalera de caracol repleta de óxido que venía a extinguirse en el inicio de un largo corredor, a cuyo fondo había una puerta blindada. Dentro de la estancia que custodiaba el hierro se encontraba un hombre de compostura bonachona y regordeta,  y en uno de los extremos una mesa metálica que soportaba el peso de una máquina de electroshock, una vitrina con tarros y jeringuillas, y una cámara frigorífica, antojándoseme que todo aquello era una sala de despieces.

Después  que nuestro anfitrión se embutiese  en una bata oscura, cuyo peto estaba reforzado por un hule,  chasqueó los dedos y el ayudante penetró en un cuarto  contiguo para regresar al poco portando una camilla sobre la que descansaba el cuerpo de un cadáver. Antes que tuviese tiempo para reaccionar, mi amigo me dijo que el doctor Molokov era un reputado científico formado en la extinta Unión Soviética, el cual investigaba la muerte y trabajaba en un proyecto mundial de resucitación, habiendo conseguido antes  notables éxitos con animales. Yo no sabía si sonreír, enfadarme por el misterio con que me había conducido hasta allí, o salir corriendo. Pero la curiosidad me retuvo, queriendo ver el final de aquella farsa. Como me encontraba algo histérico, aduje que una cosa era  los experimentos con bestias y conseguir alguna reacción de tipo nervioso y otra bien distinta aquel propósito con humanos. Pero mi incertidumbre aumentó cuando me dijo: “¡También! ¡También!. Ten paciencia”. A lo que contra-objeté: “¿Y tú qué sabes?”, escuchando de sus labios: “¡Te lo digo yo!,” reafirmándose, aunque sin poder ser más explícito ante la inquietante y penetrante mirada del sabio.

Aquél parecía el cuerpo de un mendigo. Personas que malviven y acaban reventándoles el hígado de tanto tetrabrik de vino peleón, o hastiados de la vida terminan por arrojarse por un puente.

Molokov retiró la sábana que lo cubría, dejando su cuerpo al desnudo. No debía hacer mucho que se había apagado su vida y, para verificar su estado- yo creo que fue una exhibición para impresionarme- le untó con crema, conectó unos electrodos y le aplicó una descarga eléctrica. Al notarla, los músculos reaccionaron como si quisieran saltar del interior del cuerpo (fue inevitable que me remontase a la niñez, cuando una Navidad degollaron en casa a un hermoso pollo, y decapitado dio un   brinco, desparramándose la sangre a borbotones, alcanzando el techo), y, observándolo con detalle, me sobresalté.
El docto me miró displicente y me dijo:
-          La homeostasis se ocupa de las variaciones de la temperatura en los organismos que aún conservan vida. Es evidente que este hombre está muerto, pero no lleva mucho tiempo, pues la musculatura ha respondido al estímulo. Pronto se advertirán en él los cambios postmortem. Primero, la rigidez de la cara. Después, sobrevendrá a brazos y tórax, hasta alcanzar las piernas, y antes de las veinticuatro horas será completa. La autolisis, es decir, la devastación de los tejidos, hará el resto. Finalmente, cuando esté completamente destruido se iniciará la putrefacción. ¡Yo lo evitaré!
-          ¿Cómo…?- balbucí estupefacto.
-          Resucitándolo.

Al escucharle hablar con tanta convicción, sentí un espasmo. Pero, haciendo de tripas corazón, asentí, invitándole a proseguir.
-          Esto es la visión de lo que nos ha de pasar a cada uno de nosotros. Sin embargo, la misión de la ciencia es investigarlo todo, incluso al peor de los males que es la muerte. Porque el proceso de la muerte no es sólo lo que usted contempla ahora, sino sobre todo la desesperanza de eso que llamamos “espíritu” o “alma” y que yo prefiero denominar como “conciencia”; y es que, al morir enterramos para siempre el deseo de vivir. A la aniquilación material se ha de añadir la destrucción del “ser”. Si nacemos para vivir, si la vida impregna toda nuestra persona ¿por qué hemos de morir? ¿Qué contradicción de la naturaleza es esta? ¿Qué imagen de dioses somos si acabamos convertidos en gusanos, auto-devorándonos la corrupción de un sepulcro?

En tanto pronunciaba su discurso material-metafísico, Molokov hizo una indicación a su esquelético ayudante, el cual le proporcionó un frasco con un componente desconocido, carente de etiqueta alguna, figurándome  que debía ser de su invención, así como una jeringuilla dotada de una aguja extremadamente  larga. Luego, fue pinchándole en diferentes zonas del cuerpo el compuesto- me aclaró que era celular- y poco a poco fue atenuándose el rigor mortis. Finalmente, le practicó una pequeña trepanación e introdujo el catéter por el orificio, penetrando a través del mismo la solución. Confieso que me asusté al verle mover las manos y recuperar paulatinamente el color perdido. Pero cuando realmente casi me desmayo, fue al verificar que, siguiendo su mandato, como aquel Lázaro que volvió a la vida- no me gusta la comparación, y todo lo visto, aún pasando por el tamiz de mis propios ojos, me resulta un acto de brujería- le ordenó con voz  autoritaria que se levantase.

Mis ojos expresaron el espanto. No así mi amigo, ni el científico, que se frotaba las manos de satisfacción, seguro de que acabaría siendo reconocido por la Academia de las Ciencias, y también por la propia humanidad. Vencido el aguijón de la aniquilación, el peor de los males temidos por los hombres, todo se reduciría a un pesado sueño. Entonces, me decidí a preguntarle.
-          Estoy sorprendido, Profesor. Pero, dígame ¿qué sucede después de experimentar volver a la vida tras el hecho biológico de la muerte? ¿Cómo ha de reaccionar el resucitado?

El lumbrera miró a mi amigo. Era evidente su complicidad. Al punto,  me dijo con tono paternal, que aunque había dado el primer paso, todo era mejorable. Ciertamente, había recuperado la materia muerta, transformándola en viva y para ello las nuevas células eran las artífices. Estaba en condiciones de resucitar el envoltorio humano, no así el espíritu.
-          Lo hombres a los que resucito- me confesó- recuperan el cuerpo, pero no el alma. Todavía no estoy en condiciones de volver a traerles la sustancia de la sensibilidad: en una palabra, el recreo de la belleza que representa el arte. Para eso tendremos que aguardar. Estos son los albores.

Guardó silencio durante unos segundos, quedando yo pasmado. Mi testa estaba convulsionada y  comenzaba a comprender. Y echándole la mano por encima de su  hombro  lo apartó de mí y se lo llevó al otro extremo de la sala, cuchicheándole, a la par  que el resucitado bostezaba con cara de lelo.
-          ¿Le ha dicho usted que?- me pareció escuchar.

Cuando regresaron al lugar en el que me habían dejado, encontraron que yo ya no estaba allí. Apresuradamente salí de aquel Instituto de la resucitación, en tanto que mis neuronas hervían en busca de alguna explicación a lo sucedido. Era lo que había experimentado mi amigo cuando fue sorprendido por la crisis que le condujo hasta la muerte, deduciendo que previamente debía de tener  contratado los servicios de Molokov para el caso de que fuese necesaria su reanimación corporal. Corporal, sí, porque, como pude comprobar, había perdido cuando lo encontré su interés por la belleza y lo sensible. Un hombre que se recreaba en la admiración por el arte, había quedado relegado a la condición de la insensibilidad. Y eso se me antojaba tanto como vender su alma. Yo, aunque amaba la vida, prefería ser una persona, con sus limitaciones en el tiempo, sí, pero tal como la naturaleza me había creado. Hombre y no medio hombre.  No me agradaba la posibilidad de llegar a convertirme en un autómata.

Ya no volvimos a vernos. No sé si volvió a tener una segunda muerte y una nueva resucitación. Tampoco me importa. Yo prefiero seguir siendo yo mismo. Una persona con toda la acepción de la palabra. Aunque con la limitación que impone Cronos, con cuerpo y alma.

©ÁNGEL MEDINA, poeta y escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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