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viernes, 20 de abril de 2018

Jorge Luis Borges, un artista de la lectura, Fernán Medrano, Colombia

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Imagen de: Twitter


Jorge Luis Borges, un artista de la lectura.


Cuando por primera vez leí a Jorge Luis Borges experimenté la sensación de que el autor argentino era el colmo de la literatura, de que no había nada más allá de la estética de lo precioso y de la estética de lo repugnante hechas letras. Non plus ultra. Y, como es de suponerse, deseé contagiarme de su genialidad, incluso de sus fealdades. Pero en el acto comprobé que nunca me sería dable escribir lo mismo que él. Por eso, tomé la decisión de que tenía que resignarme con aspirar a ser, en el mejor de los casos, un artista de la lectura. Porque como viajero de las páginas de todos los libros del universo, nuestro creador ingenió un arte alterno: el arte de la lectura, que puede prefigurar el arte de la escritura. Nos legó el consejo de que para ser un gran escritor hay que ser mil veces un gran lector.
Borges imaginó que el paraíso debía de poseer la forma de una biblioteca bien nutrida. Su vida eran sus libros, sus demasiados libros, aun cuando leer no se cuente dentro de los intereses de millones de analfabetos (de analfabetos hasta con doctorado y todo). Sintió además que podía enorgullecerse de los libros que alguna vez leyó, antes de que sus ojos fueran socios de lo oscuro. Al autor de Fervor de Buenos Aires no le gustó lo que escribió ni cómo lo escribió. El suyo era un nivel de autocrítica elevado. Prefería a otros autores. Recomendaba que nos olvidáramos de él; nos sugirió que leamos a Thomas De Quincey, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens. Rafael Cansinos-Asséns lo deslumbró con su mucha luz libresca. Y lo vio al sevillano como la encarnación de todas las bibliotecas del Viejo Continente.
En cierta ocasión, durante una de esas conversaciones similares a las que sucedían en el Monte Olimpo, cuenta Jorge Luis Borges que le preguntó a Rafael Reyes por qué publicamos, a lo que el autor mexicano le respondió que publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo. El erudito bonaerense no publicó una novela memorable, acaso porque se pasó la vida puliéndola en su memoria justa. O porque no quiso exponer carne en la parrilla de la crítica cavernícola. O porque seguramente acató a pies juntillas la recomendación de su padre, en el sentido de que escribiera mucho, rompiera casi todo y, sobre todo, no se apresurara a publicar. 
Borges supo todos los trucos con los que la literatura postula la recreación del cosmos. Se divirtió cantidad jugando con los artificios de la magia literaria y a continuación los despreció. A propósito del autor de la Historia de la eternidad se ha declarado de todo. Por ejemplo, que es un dinosaurio político. Sí pero no: lo de posponer las elecciones durante doscientos años y lo de proponer un gobierno meramente municipal vale la pena analizarlo y, si es preciso, considerarlo.
Hubo quien escribió un prólogo para afirmar que Jorge Luis Borges es tal vez en lengua castellana el único autor a quien el Premio Nobel de Literatura no lo merece. A no dudar, yo me adhiero a esa opinión en su conjunto. El capricho rencoroso de los referees de otras latitudes no es digno de aprecio. Tampoco estoy convencido de que los premios y autoelogios curen la depresión de los que fracasan al triunfar. Es un contrasentido consagrar la vida a la persecución del éxito. Además, Borges descreyó del fracaso y del éxito. Y a despecho del Premio Nobel de Literatura secuestrado, los cuentos y poemas borgianos siguen escribiéndose en la memoria de las gentes. 
La vida de todos los seres humanos transcurre con normalidad durante el día, pero la de nuestro buen amigo Raúl Gómez Jattin era una existencia nocturna de poeta bendito, más que la del típico modelo de marihuanero maldito con cabellos sin recortar y la cara sucia. Incluso más que el esnobismo de cualquier generación de poetas. Su aliento era el de un lírico capaz de componer poesía como la de la inspiración de Dios y hacerse pordiosero; no tener más que el día y la noche, sobre todo la noche ajena. Vivió sumergido en sí mismo como un personaje kafkiano, dantesco. Raúl fue él y su propio adversario. Ser autodestructivo. Contrario y contradictorio. Constituir la habitación de la oscuridad brillante. Ser un absurdo cual la flor de fango, que es bella a pesar de su contexto de hedor. O tal vez gracias a su fea verdad.
A ratos parece que el mar anhelara ser la esencia de un poema de Raúl, o por lo menos el material para tejer una metáfora o un verso suyo; por su ímpetu, por impredecible. A veces amable, admirado, y otras veces no tanto. En cierto modo, peligroso, pero con un corazón de mango cultivado en un patio del Sinú. Tierno. Por sus venas fluía una cultura milenaria y de primer orden. Raúl Gómez Jattin pudo haber nacido a orillas del Caribe, por allá en Cereté o en Cartagena de Indias o en el Oriente Próximo. Sin embargo, él mismo era de ascendencia semita y era un importante lector de Constantino Kavafis.
Para las personas normales sería escandaloso y protestarían si sus torpes ojos pudieran ver los fantasmas que lograba distinguir Raúl Gómez Jattin. Huelga decir que él iba más allá, porque en realidad Raúl los inventaba para luego asesinarlos con sus manos. Este hecho por sí solo nos revela la robusta imaginación con que fue provisto el vate, su costado todavía infantil e inocente.
Mi Raúl Gómez Jattin es alguien apenas personal y subjetivo. Es un poeta que desbordó la vida que lo contenía, ese envoltorio frágil, además de horrible. Fue su actor principal y su libreto. Existió como se lo dictó su soberana voluntad. A Raúl es difícil atraparlo y recluirlo en un escrito con paredes de voces. Es prácticamente imposible de comprimirlo en un texto de más o menos 500 palabras. Fue un insondable creador y destructor de habitantes de la imaginación, con un corazón dulce. Es un seductor lírico de mujeres y de hombres, el propietario de una poesía feliz, muy a pesar de toda su gran tragedia humana. También fue una persona a quien la visitó el estremecimiento y la alta sensibilidad que produce la áspera realidad, el cruel mundo y el peligro que significa estar vivo, como canta Fito Páez.
Si yo no hubiera leído el libro lloroso de Rimas y Leyendas, del autor español Gustavo Adolfo Bécquer, seguramente habría seguido creyendo lo que me enseñaron cuando estaba pequeño: que las palabras son de origen material, por lo tanto, habían sido inventadas para nombrar lo tangible, y no servían para expresar las cosas inmateriales como, por ejemplo, los sentimientos, las emociones, la alegría, la tristeza o la sed de ser querible. Y, sin embargo, las palabras están como rodeadas de una atmósfera emocional. A las  palabras debemos consentirlas, tenemos que saborearlas, pronunciarlas cuidando su fragilidad. Los coleccionistas de palabras, sonidos, imágenes, acciones, experiencias e ideas lo saben mejor que yo.
Bécquer desacreditó con su poesía quejumbrosa aquella enseñanza primaria antedicha, pues la plenitud de la obra poética citada hállase recorrida de un largo gemido causado, sobre todo por el amor, el desamor y la tuberculosis, que lo mandó a yacer acostado durmiendo para siempre en el regazo del sueño profundo, asilo fúnebre.
La poesía fue un analgésico para las dolencias más antiguas de su alma, para la agonía y el desespero existenciales. En Bécquer pervivía un sentimiento de orfandad, de búsqueda del tibio afecto de las mujeres; no obstante, la palabra escrita parece que obró en él lo mismo que una poderosa herramienta de tratamiento psicoanalítico.
Probablemente el escritor sevillano quiso aprovechar las propiedades curativas de desahogarse por medio del arte poético; la lírica es un oasis para descansar del crudo destino; hay quienes la sienten similar a una salida de emergencia para huir hacia adelante, como diría Alberto Manguel. Bécquer derramó el dolor en el crisol de los poemas. Hizo catarsis mediante el llanto de las rimas mojadas. Así tramitaría su desgarramiento.
La susodicha obra de arte es arduamente patética, dosificada en su justa proporción; la labró de magistral modo, casi perfecto; por eso el defecto en Gustavo Adolfo Bécquer es una virtud. Conjugó el vivir como se conjuga el padecer. Cinceló su lamento hasta convertirlo en deleite de sus admiradores; es una sugerencia de lástima. La suya era una tristeza que fascinaba más bien que fastidiaba. Mi imaginación resultó humillada por la belleza de los versos lacrimógenos de Bécquer. Soy capaz de permanecer despierto durante todos los días de mi vida con el fin de encontrar el sueño de ser heredero de la fragancia de tal lírica. Permutaría mi vida por un instante de inspiración con generosidad, por dominar un campo mental.
Absorto en sí mismo así como aquel personaje Iván Ilich del magnífico León Tolstói, Bécquer contemplaba su mundo interior desde adentro y desde afuera para terminar elevándose por encima de su angustia. Definió la poesía de un modo lírico y filosófico: los poetas sin la poesía son unos don nadie, son nada, mas la poesía sin los poetas sigue siendo la poesía.
Ya no interesa que Gustavo Adolfo Bécquer haya sido una muñeca lloricona, que dijo el poeta León de Greiff refiriéndose a los poetas, porque el poeta es, en el mejor de los casos, un poema de su propia inspiración. Muchos días después del día siguiente de su muerte, sigo acordándome de su paso por el mundo. Como un ser humano envuelto en las llamas de la pasión, de la sensualidad diligente, hombre cardíaco por excelencia, romántico a carta cabal, de heridas abiertas, de remordimiento, culpable; pero al fin de cuentas era un individuo de sensibilidad poética en alto grado, pienso que así fue Bécquer.

© FERNAN MEDRANO, poeta y escritor colombiano.


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