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Jorge Luis Borges, un artista de la lectura.
Cuando por primera vez leí a Jorge Luis Borges
experimenté la sensación de que el autor argentino era el colmo de la
literatura, de que no había nada más allá de la estética de lo precioso y de la
estética de lo repugnante hechas letras. Non plus ultra. Y, como es de
suponerse, deseé contagiarme de su genialidad, incluso de sus fealdades. Pero
en el acto comprobé que nunca me sería dable escribir lo mismo que él. Por eso,
tomé la decisión de que tenía que resignarme con aspirar a ser, en el mejor de
los casos, un artista de la lectura. Porque como viajero de las páginas de
todos los libros del universo, nuestro creador ingenió un arte alterno: el arte
de la lectura, que puede prefigurar el arte de la escritura. Nos legó el
consejo de que para ser un gran escritor hay que ser mil veces un gran lector.
Borges imaginó que el paraíso debía de poseer la
forma de una biblioteca bien nutrida. Su vida eran sus libros, sus demasiados
libros, aun cuando leer no se cuente dentro de los intereses de millones de
analfabetos (de analfabetos hasta con doctorado y todo). Sintió además que
podía enorgullecerse de los libros que alguna vez leyó, antes de que sus ojos
fueran socios de lo oscuro. Al autor de Fervor de Buenos Aires no le gustó lo
que escribió ni cómo lo escribió. El suyo era un nivel de autocrítica elevado.
Prefería a otros autores. Recomendaba que nos olvidáramos de él; nos sugirió
que leamos a Thomas De Quincey, Robert Louis Stevenson, Charles Dickens. Rafael
Cansinos-Asséns lo deslumbró con su mucha luz libresca. Y lo vio al sevillano
como la encarnación de todas las bibliotecas del Viejo Continente.
En cierta ocasión, durante una de esas conversaciones
similares a las que sucedían en el Monte Olimpo, cuenta Jorge Luis Borges que
le preguntó a Rafael Reyes por qué publicamos, a lo que el autor mexicano le
respondió que publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo. El erudito
bonaerense no publicó una novela memorable, acaso porque se pasó la vida
puliéndola en su memoria justa. O porque no quiso exponer carne en la parrilla
de la crítica cavernícola. O porque seguramente acató a pies juntillas la
recomendación de su padre, en el sentido de que escribiera mucho, rompiera casi
todo y, sobre todo, no se apresurara a publicar.
Borges supo todos los trucos con los que la
literatura postula la recreación del cosmos. Se divirtió cantidad jugando con
los artificios de la magia literaria y a continuación los despreció. A
propósito del autor de la Historia de la eternidad se ha declarado de todo. Por
ejemplo, que es un dinosaurio político. Sí pero no: lo de posponer las
elecciones durante doscientos años y lo de proponer un gobierno meramente
municipal vale la pena analizarlo y, si es preciso, considerarlo.
Hubo quien escribió un prólogo para afirmar que
Jorge Luis Borges es tal vez en lengua castellana el único autor a quien el
Premio Nobel de Literatura no lo merece. A no dudar, yo me adhiero a esa
opinión en su conjunto. El capricho rencoroso de los referees de otras
latitudes no es digno de aprecio. Tampoco estoy convencido de que los premios y
autoelogios curen la depresión de los que fracasan al triunfar. Es un
contrasentido consagrar la vida a la persecución del éxito. Además, Borges
descreyó del fracaso y del éxito. Y a despecho del Premio Nobel de Literatura
secuestrado, los cuentos y poemas borgianos siguen escribiéndose en la memoria
de las gentes.
La vida de todos los seres humanos transcurre con
normalidad durante el día, pero la de nuestro buen amigo Raúl Gómez Jattin era
una existencia nocturna de poeta bendito, más que la del típico modelo de
marihuanero maldito con cabellos sin recortar y la cara sucia. Incluso más que
el esnobismo de cualquier generación de poetas. Su aliento era el de un lírico
capaz de componer poesía como la de la inspiración de Dios y hacerse
pordiosero; no tener más que el día y la noche, sobre todo la noche ajena. Vivió
sumergido en sí mismo como un personaje kafkiano, dantesco. Raúl fue él y su
propio adversario. Ser autodestructivo. Contrario y contradictorio. Constituir
la habitación de la oscuridad brillante. Ser un absurdo cual la flor de fango,
que es bella a pesar de su contexto de hedor. O tal vez gracias a su fea
verdad.
A ratos parece que el mar anhelara ser la esencia
de un poema de Raúl, o por lo menos el material para tejer una metáfora o un
verso suyo; por su ímpetu, por impredecible. A veces amable, admirado, y otras
veces no tanto. En cierto modo, peligroso, pero con un corazón de mango
cultivado en un patio del Sinú. Tierno. Por sus venas fluía una cultura
milenaria y de primer orden. Raúl Gómez Jattin pudo haber nacido a orillas del
Caribe, por allá en Cereté o en Cartagena de Indias o en el Oriente Próximo.
Sin embargo, él mismo era de ascendencia semita y era un importante lector de
Constantino Kavafis.
Para las personas normales sería escandaloso y
protestarían si sus torpes ojos pudieran ver los fantasmas que lograba
distinguir Raúl Gómez Jattin. Huelga decir que él iba más allá, porque en
realidad Raúl los inventaba para luego asesinarlos con sus manos. Este hecho
por sí solo nos revela la robusta imaginación con que fue provisto el vate, su
costado todavía infantil e inocente.
Mi Raúl Gómez Jattin es alguien apenas personal y
subjetivo. Es un poeta que desbordó la vida que lo contenía, ese envoltorio
frágil, además de horrible. Fue su actor principal y su libreto. Existió como
se lo dictó su soberana voluntad. A Raúl es difícil atraparlo y recluirlo en un
escrito con paredes de voces. Es prácticamente imposible de comprimirlo en un
texto de más o menos 500 palabras. Fue un insondable creador y destructor de
habitantes de la imaginación, con un corazón dulce. Es un seductor lírico de
mujeres y de hombres, el propietario de una poesía feliz, muy a pesar de toda
su gran tragedia humana. También fue una persona a quien la visitó el
estremecimiento y la alta sensibilidad que produce la áspera realidad, el cruel
mundo y el peligro que significa estar vivo, como canta Fito Páez.
Si yo no hubiera leído el libro lloroso de Rimas y
Leyendas, del autor español Gustavo Adolfo Bécquer, seguramente habría seguido
creyendo lo que me enseñaron cuando estaba pequeño: que las palabras son de
origen material, por lo tanto, habían sido inventadas para nombrar lo tangible,
y no servían para expresar las cosas inmateriales como, por ejemplo, los
sentimientos, las emociones, la alegría, la tristeza o la sed de ser querible.
Y, sin embargo, las palabras están como rodeadas de una atmósfera emocional. A
las palabras debemos consentirlas, tenemos que saborearlas,
pronunciarlas cuidando su fragilidad. Los coleccionistas de palabras, sonidos,
imágenes, acciones, experiencias e ideas lo saben mejor que yo.
Bécquer desacreditó con su poesía quejumbrosa
aquella enseñanza primaria antedicha, pues la plenitud de la obra poética
citada hállase recorrida de un largo gemido causado, sobre todo por el amor, el
desamor y la tuberculosis, que lo mandó a yacer acostado durmiendo para siempre
en el regazo del sueño profundo, asilo fúnebre.
La poesía fue un analgésico para las dolencias más
antiguas de su alma, para la agonía y el desespero existenciales. En Bécquer
pervivía un sentimiento de orfandad, de búsqueda del tibio afecto de las
mujeres; no obstante, la palabra escrita parece que obró en él lo mismo que una
poderosa herramienta de tratamiento psicoanalítico.
Probablemente el escritor sevillano quiso
aprovechar las propiedades curativas de desahogarse por medio del arte poético;
la lírica es un oasis para descansar del crudo destino; hay quienes la sienten
similar a una salida de emergencia para huir hacia adelante, como diría Alberto
Manguel. Bécquer derramó el dolor en el crisol de los poemas. Hizo catarsis
mediante el llanto de las rimas mojadas. Así tramitaría su desgarramiento.
La susodicha obra de arte es arduamente patética,
dosificada en su justa proporción; la labró de magistral modo, casi perfecto;
por eso el defecto en Gustavo Adolfo Bécquer es una virtud. Conjugó el vivir
como se conjuga el padecer. Cinceló su lamento hasta convertirlo en deleite de
sus admiradores; es una sugerencia de lástima. La suya era una tristeza que
fascinaba más bien que fastidiaba. Mi imaginación resultó humillada por la
belleza de los versos lacrimógenos de Bécquer. Soy capaz de permanecer
despierto durante todos los días de mi vida con el fin de encontrar el sueño de
ser heredero de la fragancia de tal lírica. Permutaría mi vida por un instante
de inspiración con generosidad, por dominar un campo mental.
Absorto en sí mismo así como aquel personaje Iván
Ilich del magnífico León Tolstói, Bécquer contemplaba su mundo interior desde
adentro y desde afuera para terminar elevándose por encima de su angustia.
Definió la poesía de un modo lírico y filosófico: los poetas sin la poesía son
unos don nadie, son nada, mas la poesía sin los poetas sigue siendo la poesía.
Ya no interesa que Gustavo Adolfo Bécquer haya sido
una muñeca lloricona, que dijo el poeta León de Greiff refiriéndose a los
poetas, porque el poeta es, en el mejor de los casos, un poema de su propia
inspiración. Muchos días después del día siguiente de su muerte, sigo
acordándome de su paso por el mundo. Como un ser humano envuelto en las llamas
de la pasión, de la sensualidad diligente, hombre cardíaco por excelencia,
romántico a carta cabal, de heridas abiertas, de remordimiento, culpable; pero
al fin de cuentas era un individuo de sensibilidad poética en alto grado,
pienso que así fue Bécquer.
© FERNAN MEDRANO, poeta y escritor colombiano.
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