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EL ENJUICIADOR
Los términos “iustitia” y “cumpassio” se contraponen. La
justicia tiene como antagonista a la compasión. Situados al filo de la navaja
¿cómo acertar?
Aquel enjuiciador era temido por
todos. Émulo del Draco de la Antigua
Atenas, sus dictámenes concluían con el
máximo correctivo, por lo que se decía de él, que sus leyes, más que redactadas
con la pluma habían sido escritas con la propia sangre de los reos. Su rigor le
había hecho apropiarse de la respuesta del legislador heleno, que, preguntado
por qué imponía casi siempre la pena capital a los condenados, aducía que las
pequeñas infracciones merecían tal castigo y no había hallado otra
sanción superior para los delitos más graves.
Paradojas del destino, su carrera
fue truncada por un ictus, quedando
condenado a tener que vivir en una silla de ruedas, y era tal la aversión que
desprendía que ni siquiera sus más allegados quisieron hacerse cargo de él. Para su suerte, una desconocida mujer aceptó
el penoso trabajo de cuidarlo.
El provecto no lograba conciliar
el sueño a pesar de los somníferos y con frecuencia despertaba de sus
pesadillas dando gritos. Presa de su onirismo, se le aparecían los rostros
cuyos nombres figuraban inscritos en las lápidas de sus olvidadas tumbas. Había
un gigantón que estranguló con sus manos a un hombrecillo. Otro, el de un
campesino adicto a historias truculentas que, despechado por su mujer decidió
empalarla junto a su amante. También una anciana que, movida por la celotipia
aprovechó el sueño de su marido para coserlo a puñaladas con una tijera de
cocina. Ciertamente, todos ellos habían quebrantado gravemente la legalidad,
pero él decidió que fueran muertos en lugar de conmutar el castigo por la
cadena perpetua.
Ante la dantesca visión, se justificaba diciéndose que había sido
necesario aplicar todo el peso de la rectitud, no sólo por castigar aquellas
abyecciones, sino también para disuadir a otros cometerlas, debiendo prevalecer
la justicia por encima de cualquier conmiseración.
Eran muchos los que habían sido enviados al cadalso, pero
entre todos los recuerdos prevalecía uno, correspondiéndose con la figura de
una dulce muchacha que apenas contaba dieciocho primaveras. Era una buena
chica, aunque sin formación, de convicciones sencillas y piadosas. Las malas
compañías le hicieron entrar en el incierto mundo de las drogas, quedándose
embarazada sin saber quién era el padre de la criatura que llevaba en el
vientre. Un día, bajo los efectos de los estupefacientes, estando la comuna
reunida y continuando sin obtener el reconocimiento de la autoría, habiendo
perdido el control de sus emociones y aprovechando un descuido los encerró en
el granero, atrancó la puerta y le prendió fuego, pereciendo todos.
Consecuencia de aquellos crímenes fue castigada con la muerte, fijándose la
fecha de la ejecución para el día siguiente al alumbramiento.
Todo carácter termina
doblegándose bajo el peso del dolor. El tiempo y el calor que recibía por parte
de la muchacha acabaron por hacerle vacilar de su proceder en la aplicación de la ley del talión, y
deseando poder reafirmarse en lo justo de aquellos fallos tomó los legajos de
las sentencias y procedió a revisarlas.
Rebuscando en los documentos descubrió con horror que los fundamentos de
uno de los expedientes no les resultaban ahora
suficientemente probatorios, por lo que el veredicto no se ajustaba a
Derecho. Tan sólo le restaba continuar la lectura para saber de quién se
trataba. Y al punto, sintió un miedo atroz, pues de hacerlo, no se trataría ya
de una víctima anónima, indeterminada e imprecisa, sino de alguien mandado
ajusticiar, con nombre y apellidos, y sobre todo unos rasgos humanos
cuyos ojos no dejarían de interpelarle.
El inmisericorde mandó a su cuidadora que
arrojase aquellos tochos de papel al fuego de la chimenea para así evitar que
el remordimiento anidara en él con redoblada intensidad. Estaba tras ella
observando el cumplimiento de su orden. En un momento determinado dio un
respingo, sobresaltándose. Mientras se consumía el papel en la llama, parecíale
que aquel nombre trataba de cobrar vida,
elevándose las letras impresas de tinta en un intento de escapar de la lumbre.
Aquella noche pudo dormir más
tranquilo. Fue la última vez que aquellas
miradas le perseguían con sus
reproches. Ojos helados por el frío de la muerte. Manos que corrían hacia él
para atraparlo y arrastrarlo al infierno que habitaban. Multitud de gritos que
estallaban en su fría testa voceando que le aguardaban en el averno adónde él les había enviado. Y sobre
todo los de la mujer embarazada a cuya hija permitió vivir.
El estado de su ánimo estaba cada
vez debilitado, pero el momento que más detestaba era cuando tenía que asearlo
en sus necesidades personales. Era allí y entonces donde más sentía herido su orgullo por la
humillación al reconocer su dependencia
hasta el extremo. Cruel paradoja para quien hasta entonces se había constituido
señor de vida y muerte, teniendo que admitir su miseria física y moral.
-
¿Por qué haces todo esto?- quiso
saber- Bien sé que no puede ser el dinero, pues no hay plata suficiente para
pagarlo. Yo soy un hombre viejo y terminal. Tú, en cambio estás en la flor de
la vida.
En tanto hablaba, observó la
limpia mirada de la muchacha y sus pupilas
le recordaron a alguien, esforzándose en conseguir saber a quién
correspondían. De repente, una lágrima resbaló por su semblante hasta llegar a
la boca, saboreando el amargo sabor del dolor y la compasión.
-
¡¿Tú?!- le demandó con sorpresa.
-
Sí, señoría. Lo ha adivinado. Soy
la hija de aquella desdichada a la que mandó ejecutar el día que vi la luz del
mundo.
-
¡Fue la justicia la que se llevó a
tu madre!- balbució confuso, asomando en sus palabras el intento de
justificación.
-
Mi madre me dejó un testamento
escrito para que pudiera leerlo en su momento. ¿Recuerda aquellos papeles que
me hizo quemar? En uno de ellos se encontraba su nombre. Entonces, supe que la
persona a la que cuidaba era su verdugo. En la carta me decía que moría para
expiar su delito, pero que mantuviese siempre, por encima de cualquier otra
disposición, el precepto del amor. Incluso para los enemigos. Con esa
recomendación trataré de vivir siempre. El resto ya lo conoce.
Cada vez más enmarañado en su
pensamiento, acertó a responderle:
-
Ahora tienes la oportunidad de
poder castigarme. Sabré comprender tu sentimiento de abandonarme a mi
suerte y morir como un perro solitario, y
así vengarás mi culpa.
-
¡No!- le respondió con
determinación- Mi resarcimiento será continuar cuidándolo hasta que entregue
su alma. Su razón, la de verse sometido al perdón. Usted eligió el camino ciego de la justicia y yo el de la clemencia.
El viejo lloraba como un niño.
Epílogo.- El juez draconiano le costeó la carrera y acabó
accediendo a la Magistratura. En el bagaje del aprendizaje conservaba los
consejos de aquel hombre, conculcándole en la aplicación de la ley el tener en
cuenta siempre la indulgencia posible hacia la debilidad humana.
·
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http://novelapoesiayensayoangelmedina.blogspot.com
(©ÁNGEL MEDINA, poeta y
escritor español
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
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