Imagen de: Bahía César
SUSANA
A las cinco de la tarde de ese viernes la estación
terminal ferroviaria se encuentra atestada. Nada nuevo. Mucho menos lo era para
Susana. Hastiada del mismo trayecto cada jornada del año, menos sábados y
domingos, feriados y “fiestas de guardar” para usar la expresión que con tanta
frecuencia brotaba de la boca de su abuela, con quien vivía en una sencilla
casa situada por las afueras de la ciudad.
Ya le resultaba más que tedioso y aburrido confundirse en
esa masa que ora bajaba, luego ascendía, dando impresión de manada,
transformando a los vagones en gigantescos jaulas cargadas con humanos de a pie.
Enormes jaulas, pensó. Sólo que nos las construimos nosotros mismos, continuó
infiriendo. Qué estúpidos somos, completó en su mente.
Visto
desde cierta altitud, por una mosca que decidiera remontar hasta la cúpula del
edificio, los vagones aparentaban cual gusanos gigantescos tragando a las pequeñas
hormigas humanas en su apurado caminar, mano, hacia el matadero de la esperanza.
En
Japón crearon “empujadores”, personas que empujan a quienes no consiguen
ingresar a los vehículos, recordó Susana que lo había leído en páginas vistas
“de ojito” en la edición quinta del diario La Razón. ¿Cuándo los tendrán aquí?,
se encontró preguntándolo en voz alta. Por supuesto ninguno prestó atención a
sus palabras.
Susana,
trabajando ocho horas en la peletería. Se procuraba más dinero haciendo
trabajos de hechicería transmitidos por sus antepasados originarios quienes
también le habían legado su hermosura indígena.
Tales saberes dieron a Susana la certeza de la existencia
de un universo al que nunca tendría acceso esa masa de costumbres repetitivas,
intereses superficiales y máscaras abigarradas. Por eso ella quería salir de
entre aquella multitud, desaparecer, convertirse en otra, por sobre todo
necesitaba imperiosamente ser ella misma; auténtica. Empero, estaba extraviada
entre en ese gentío, con su pelo corto y negro, lleno de rulitos; la mirada
altiva y el tapado ajustando sus contornos dadivosos. Era parte del grupo
innominado pero desajustaba; se diferenciaba sin proponérselo.
Recordó
haberse dirigido al último vagón, igual que todos los atardeceres laborales de
éste año, y del otro, y también del anterior. Pero, aún no iniciada la marcha
del tren, en un momento, advirtió que algo no estaba bien, una cosa cambiaba
aunque no supiera decir qué, o por qué motivo tenía tan inesperada sensación.
Recordó
sus últimos pasos en el vagón, pero no más.
Fue comprendiendo que algo de su constitución se estaba
esfumando, perdíase, pero no disolviéndose o por tornarse invisible, sino a
través de la vivencia de una desgarradora tortura – intensa, inmediata,
repentina –, cierta alquimia donde la piedra filosofal era ser cortado en
trocitos – no el cuerpo, claro; sino el espíritu – para desparramarlos
enseguida entre los silenciosos – bullangueros – transeúntes.
Susana advirtió lo ocurrido. Fue lo último que estuvo en
condiciones humanas de recordar. Ya no era más parte de la multitud. Ningún
vínculo la relacionaba ahora con aquellas personas plenas de mediocridad.
Descubrió que su animal de poder era el águila.
En pocos intentos alcanzó altitud suficiente. Sin
proponérselo, guiada por aquellos saberes ancestrales, puso rumbo hacia los
Andes.
Sintió que la libertad que tanto hubo anhelado se había
convertido en concreción real. Pudo disfrutarlo.
En soledad, siguió volando.
Recuerdo
que, al día siguiente, los canillitas voceaban la desaparición de una bella
joven, de extraña vida.
En
el anhelo de noticias, la abuela visitó cada semana la comisaría, aguardó horas
sentada en los sillones de madera de la antesala del despacho del juez
interviniente y conversó cada vez que pudo con el fiscal de la causa. Susana
nunca fue encontrada.
Barrio de Villa Devoto (Ciudad de Buenos
Aires), 7 de junio de 1976
©ANTONIO LAS HERAS, poeta y escritor
argentino
MIEMBRO ASESOR DE ASOLAPO
ARGENTINA
Felicidades excelente, me gustó...
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