GRANDES POETAS Y ESCRITORES
De URUGUAY
Juan Zorrilla de San
Martín
“LA SOLEDAD”
“La soledad se sienta al lado mío
de noche, a medio día, en la alborada.
Yo la miro, y me mira... y le pregunto:
¿De dónde vienes? . Habla.
De un
desierto, me dice, de un desierto
tendido en sus arenas abrasadas;
de un bosque cuyos pájaros murieron
en una noche demasiado larga.
tendido en sus arenas abrasadas;
de un bosque cuyos pájaros murieron
en una noche demasiado larga.
De las
ruinas de un templo abandonado
entre las cuales los recuerdos andan
como alondras heridas y sin nido,
que buscan sitio en que morir calladas.
entre las cuales los recuerdos andan
como alondras heridas y sin nido,
que buscan sitio en que morir calladas.
De una
llanura que crucé de prisa
en la noche después de una batalla;
vengo hasta aquí desde muy lejos... Vengo
del fondo de tu alma.
en la noche después de una batalla;
vengo hasta aquí desde muy lejos... Vengo
del fondo de tu alma.
Juan Zorrilla de
San Martín
Nace en Montevideo, Uruguay el 28 de diciembre de
1855; muere en su país el 3 de noviembre de 1931.
Obras importantes: Notas
de un himno (1877); La
Leyenda Patria (1879); Tabaré (1888); Resonancias del
camino (París, 1896); Huerto cerrado
(1900); Conferencias y discursos (1905);
La Epopeya de Artigas (1910); Detalles de la historia (1917); El sermón
de la Paz (1924); El Libro de Ruth (1928); Las Américas (póstuma,
1945); Obras completas, (Montevideo, 1930, 16 volúmenes); Páginas
olvidadas… insertas en La estrella
de Chile, (compilación y prólogo de Alfonso M. Escudero, Montevideo, 1956);
Correspondencia de Zorrilla de San Martín y Unamuno (prólogo y notas de
Arturo Sergio Visca, Montevideo, 1955.)
“EL INTRUSO”
Amor, la noche estaba trágica y sollozante
cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura;
luego, la puerta abierta sobre la sombra helante,
tu forma fue una mancha de luz y de blancura.
Todo aquí lo alumbraron tus ojos de diamante;
bebieron en mi copa tus labios de frescura;
y descansó en mi almohada tu cabeza fragante;
me encantó tu descaro y adoré tu locura.
¡Y hoy río si tú ríes, y canto si tú cantas;
y si duermes, duermo como un perro a tus plantas!
¡Hoy llevo hasta en mi sombra tu olor de primavera;
y tiemblo si tu mano toca la cerradura;
y bendigo la noche sollozante y oscura
que floreció en mi vida tu boca tempranera!
Delmira Agustini, (Montevideo, 1886 - 1914)
Edita su primer poemario en 1907, El libro blanco,
al que siguieron Cantos de la mañana (1910) y Los cálices vacíos
(1913). Después de su muerte, en 1924, se publicaron las Obras completas
(tomo 1, El rosario de Eros; tomo 2, Los astros del abismo) y en
1969, Correspondencia íntima.
EDUARDO GALEANO
“POBREZAS”
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen tiempo para perder el tiempo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen silencio ni pueden comprarlo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen piernas que se han olvidado de caminar,
como las alas de las gallinas se han olvidado de volar.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen el derecho de respirar mierda,
como si fuera aire, sin pagar nada por ella.
Pobres,
lo que se dice pobres
son los que no tienen más libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que viven dramas pasionales con las máquinas.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que son siempre muchos y están siempre solos.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no saben que son pobres.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen tiempo para perder el tiempo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen silencio ni pueden comprarlo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen piernas que se han olvidado de caminar,
como las alas de las gallinas se han olvidado de volar.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen el derecho de respirar mierda,
como si fuera aire, sin pagar nada por ella.
Pobres,
lo que se dice pobres
son los que no tienen más libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que viven dramas pasionales con las máquinas.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que son siempre muchos y están siempre solos.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no saben que son pobres.
Eduardo Galeano;
Montevideo, Uruguay (1940 - 2015)
Eduardo Galeano incursiona por los más diversos géneros
narrativos y periodísticos. títulos a subrayar son Los días siguientes
(1962), China, crónica de un desafío (1964), Los fantasmas de día de León
(1967), Guatemala, país ocupado (1967), Nosotros decimos no
(1989), El libro de los abrazos (1989), Las palabras andantes
(1993), El fútbol a sol y sombra (1995), Las aventuras de los jóvenes
dioses (1998), Patas arriba. La
escuela del mundo al revés (1999), Bocas del tiempo
(2004) y Espejos. Una historia casi universal (2008).
URUGUAY
HORACIO QUIROGA
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"EL HIJO"
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo
el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza,
plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre
abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando
en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende
perfectamente.
-Sí, papá -responde la criatura mientras coge la
escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con
cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el
padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su
padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y
vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna
infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y
cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece
años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos
aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer
para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente
al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere
más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla
de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de
palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha
descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al
recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un
yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el
fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la
gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la
vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el
padre sonríe…
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin
otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él,
libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde
que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la
escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que
él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un
pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en
cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no
contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para
conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos
morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un
tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión,
recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se
recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha
visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del
taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla
de su cinturón de caza.
Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital
día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente
feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la
detonación. Dos palomas de menos en el monte…
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento,
el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde
quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un
horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e
impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la
vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y
levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua
confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la
criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí,
papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha
sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en
concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción
de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se
descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre
sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo
de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por
primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la
Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso
conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del
bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una
ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la
fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte.
Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que
pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras
él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra
una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia…
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta
el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar
el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el
padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en
vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal
e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la
realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero
dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la
escopeta en la mano…
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el
aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la
angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón
clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de
pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de
un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos
ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas
de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de
morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un
diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha
sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al
cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de
alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…
-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre
alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro
siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un
pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde
cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para
apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja
caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su
hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como
comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá…
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a
la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…?
-murmura aún el primero.
-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las
garzas de Juan y las seguí…
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá… -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el
aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a
casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado
su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de
cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va
solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el
vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas
en el alambre de púa, su hijo bien amado yace al sol, muerto desde las diez de
la mañana.
Horacio
Quiroga, (Salto, Uruguay, 1878 -
Buenos Aires, 1937)
Obras más destacadas: Poesía: Los arrecifes de coral, 1901.
Cuentos: El crimen de otro, 1904. Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917. Cuentos de la selva, 1918. El salvaje, 1920. Anaconda, 1921. El desierto, 1924. Los desterrados, 1926. Más allá, 1935
Novela: Historia de un amor turbio, 1908. Pasado amor, 1929.
Teatro: Las sacrificadas, 1920.
Cuentos: El crimen de otro, 1904. Cuentos de amor de locura y de muerte, 1917. Cuentos de la selva, 1918. El salvaje, 1920. Anaconda, 1921. El desierto, 1924. Los desterrados, 1926. Más allá, 1935
Novela: Historia de un amor turbio, 1908. Pasado amor, 1929.
Teatro: Las sacrificadas, 1920.
Una seleccionada literatura,que conmueve y enriquece al lector. Maravilla de expresiones poéticas ,que convocan, ennoblecen y llegan al último rincón del alma y sus sentires.!!!
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