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jueves, 19 de febrero de 2015

"EL GATO VERDE", escribe HÉCTOR GRILLO, desde Junín, Buenos Aires, Argentina



EL GATO VERDE

                                                                      
“Tenía diez años y un gato /
Peludo, funámbulo y necio /
que me esperaba en los alambres del patio /
a la vuelta del Colegio.”
                “ Mi niñez ” Joan Manuel Serrat


                Siempre amé a los animales. Los amo a todos, pero más a los perros y a los gatos. Los amo tan irracionalmente que suelo pensar que una persona es buena gente con solo enterarme de que trata bien a los animales. Más aun, soy de los pocos que, inútilmente, hacemos fuerza a favor de los toros en las corridas, o de las ballenas contra los japoneses o de los pingüinos contra el petróleo. Pero los demás a veces piensan distinto, y algunos hasta se ríen de mi amor. Eso me importa tan poco como le importa a mi hermana, o a mi hija; y si algo me tranquiliza es saber que lo mío es un mal de familia.
Mi madre siempre vivió rodeada de bichos. Convivió con perros, gatos, peces, tortugas, y a veces, in extremis con un borrego o algún charito. Supe de las anécdotas de dos perros que le regaló mi padre, (hombre resignado, si los hubo) el Bonzo y el Osito, y aunque no los conocí personalmente, vi sus fotos enmarcadas muchas veces. Aunque murieron hace años toda la familia los recuerda.
            Supongo que mamá tendría en su genoma algún gen zoológico. Es la única razón que me lleva a explicar la relación que tenía con los animalitos. La he visto, y oído, hablarle a un gato desconocido que merodeaba por los techos; y después lo he visto al félido bajar a sus pies. Con solo pasar a su lado los perros le movían la cola y si les hablaba, directamente la seguían.
            Y no solo eso, también la he acompañado cuando se ha quedado una noche entera haciendo masajes a la panza de una gata tricolor que no podía parir. No pudo salvarla y tampoco a su única cría, a pesar de abrigarla al lado de una bolsa de agua caliente y darle de beber leche de vaca con un gotero. Ése fue un día de congoja en mi casa.
            Durante mi niñez, quien vivió con nosotros mucho tiempo fue Batuque, un perro blanco, petiso y lanudo, que se llamaba así por el personaje de la historieta de la revista Billiken. Pero cuando Batuque se tiraba al piso panza arriba y ponía cara de poeta soñador para que mi madre lo espulgara, ella le hablaba en un murmullo y le decía amorosamente - ¡mi chulo!
             Además fue un perro de servicio, ya que le ataban al cuello mensajes escritos en un papelito, los llevaba a la casa de mi tía y volvía con la respuesta, como si fuera una paloma mensajera gigante de cuatro patas.
También vivía en casa el Chiquito, gato gris, regordete y de ojos azules. Fue traído desde San Juan, terruño nativo de mi padre siendo muy pequeño y semejante a un pompón. Pero ya crecido, de grande, fue muy vago y mujeriego. Desaparecía por días enteros y volvía en muy malas condiciones, después de librar encarnizadas batallas amorosas. Tal vez fue como Urquiza y engendró cien hijos, pero no quedaron sus huellas en la Historia. Y mamá tenía que arreglarlo y componerle todo el cuero desgarrado cuando regresaba como veterano derrotado de una guerra de maullidos, cuyo premio inalcanzable era Helena Morronga de Troya.
            En la misma época se aquerenció el Negro, un gato común, ordinario, de pelo corto y patas flacas que se desvivía por mi hermana y la amaba apasionadamente. Se subía a su falda, luego a su estómago y más y más arriba hasta que el vivaracho se acomodaba justo allí, como si fuera sobre dos mullidos almohadones, (mi hermanita tiene capacidad para dos o tres gatos cómodamente instalados) y luego le acariciaba el rostro escondiendo las uñitas. ¿Lo habrían destetado siendo demasiado pequeño? Nunca se nos ocurrió enviarlo a hacer análisis por lo tanto nunca pudimos enterarnos.
            De todo lo narrado se desprende que crecí rodeado de pelos, maullidos y ladridos. Pero hubo un amigo que siempre recuerdo con mucha nostalgia. Mi gato Miguel. O  “Maicol”.
            Cuando yo tenía solo siete años mi padre logró construir una casa nueva. Cuando nos íbamos a mudar, mi madre le compró varios muebles usados a un matrimonio inglés que retornaba a su patria. Cuando concretaban el negocio apareció un gatazo en escena. Cabezón, peludo, colores a rayas, parecía un tigre anglosajón. La mujer le dijo a mi madre que lo iba a matar, ya que lo querían muchísimo, pero no lo podían llevar de regreso y creían que nadie lo iba a cuidar tan bien como lo hicieron ellos. Mamá debe haber tardado tres minutos en compadecerse, convencer a la inglesa, convencer a mi padre y convencer al felino.
            Luego empezó la ardua tarea de acostumbramiento. Lo llevaban a su nuevo hogar un ratito todas las tardes y luego todas las mañanas. Pero no había caso, el sistema no funcionaba. El matrimonio partió, y Miguel todavía estaba en la cocina como enjaulado, chillando furioso y descontento. Lo he visto saltar hacia la ventana y estrellarse contra el vidrio varias veces tratando de escapar. Dos hechos fortuitos solucionaron la situación. El primero fue un súbito ataque de duda en mi mente sagaz: sus dueños... ¿no le hablarían en inglés?... Y como yo estaba dando mis primeros pininos en ese idioma, - todavía los estoy dando - comencé: -¡Maicol, com jier! ¡Teik it isi! ¡Comón, comón!
Miguel, haciendo un notable esfuerzo mental, se tranquilizó y pudo traducir balbuceos ininteligibles a lenguaje gatuno. Pero la solución definitiva se encontró cuando el perro Batuque se acomodó para siempre en la nueva casa. Más que inquilinos amigos, perro y gato se hicieron amigotes. Solían dormir y comer uno al lado del otro y no molestarse en absoluto; pudieron vivir juntos y apacibles durante algunos años.
            Batuque era un poco callejero y partía temprano en la mañana. Pero cada vez que yo salía al patio, allí estaba Miguel, estirado al sol con los ojos semi cerrados o lavándose la cara, después de dormir. Al instante que escuchaba mi voz comenzaba a ronronear y lo seguía haciendo largo rato. Formó parte de mi vida, como mis soldaditos de plomo, el Tesoro de la Juventud, o mis anteojos de miope. Todas las veces que salía a jugar estaba a mi lado, tranquilo y sensual, haciéndome compañía y solamente sobresaltado cuando aterrizaba algún gorrión o incursionaba una mariposa lechera, muy común en esos años. Era un bravo león si yo era Tarzán, era un tigre feroz si yo Sandokán, era mi muñeco de “piel de mono” si yo estaba triste. Escuchó impasible mis secretos de púber, mis pequeños pecados de pre - adolescente; lamió la sal de mis lágrimas y el azúcar de mi sangre ante las heridas abiertas de mis fantasías. Fiel oyente de la indiferencia cotidiana de mi compañera de inglés fue mi amigo de Café, aún sin mozo ni tango ni café.
            El 25 de noviembre de 1957 fue el día de mi cumpleaños de diez. Por la mañana me fui a la escuela, contento y goloso, sabiendo que a mi regreso iba a tener sobre la mesa una torta de mil hojas y el arco infalible de Robin Hood con las flechas guardadas en un rojo carcaj orlado de flecos.
            Cuando volví, a mediodía, salí inmediatamente a buscarlo al patio. ¡Maicol! ¡Maicol!... no me contestó... Abrí la puerta del lavadero. Después revisé el galpón. No estaba en ningún lado... ¡Qué raro!... Me dio un poco de miedo infantil y comencé a sentir un dolor en la boca del estómago. Corrí a la primera terraza. - ¡Maicol! ¡Maicol! ¡Miguel!... seguía sin aparecer... ¿Dónde está ese gato? ¡Justo hoy! ¿Se olvidó que yo soplaba las velitas? El miedo se transformó en pánico. El dolor en el estómago se hizo más fuerte. Una intuición me impulsó a saltar escaleras arriba de a dos en dos. Tenía un nudo en la garganta. Subí corriendo a la última terraza como un loco... A pesar de todo la angustia pude gritar:
- ¡Miguel! ¡Miguelito! ¡Vení! ¡¡Maicol!!
Mi madre asustada corría detrás de mí: ¡Mish! ¡¡Mish!! ¡Gato, gato!
Llegué agotado, pero miré al vecino terreno baldío, lleno de cicutas y de ramas y frutos de un viejo paraíso derrumbado. Entonces, descompuesto y boquiabierto, horrorizado, lo vi.
            Estaba estirado, mi gatazo querido, como si hubiera intentado saltar a no sé dónde, al cielo, al oro del sol, al vuelo de un colibrí, a una nube con silueta de gata mimosa. Pero no llegó a destino y estaba inmóvil y frío en el suelo, definitivamente muerto. Sus patitas duras y sus manitos también. Completamente muerto y hermoso, el único gato que conocí de color verde. Nunca logré saber cómo sería su pelambre original, pero para mi mente infantil era verde y siempre lo añoro y lo sueño del más hermoso color verde.
¡Cuánta pena! ¡Cuánto dolor, mi tigrecito valiente!... me dejaste solito... ¿Y los combates con los soldados de La Legión Extranjera? ¿Y nuestro Fuerte de altas almenas y puente levadizo? ¿Y tu almohadón colorado de lujoso Maharajá?
            Mis padres no lograron hacerme comer la torta mil hojas y yo no pude parar de llorar de a ratos, durante todo el día.
            Ahora, al revivir con nostalgia historias de mi niñez, no recuerdo ningún detalle de mis cumpleaños de ocho o de nueve o de once años.
            Pero el día que nunca he podido olvidar fue el de mi cumpleaños de diez, el 25 de noviembre de 1957, cuando la Muerte me visitó por primera vez en mi vida. Me desgajó, robó una tajada grande y dulce de mi infancia y me demostró, ante mi desgarro e impotencia que me iba a visitar cada vez que le viniera en ganas; a causarme tan intenso dolor como a ella se le ocurriera.
Ni siquiera un tigre de jade me podría defender.


© HÉCTOR GRILLO, poeta y escritor argentino.
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA



2 comentarios:

  1. Qué relato enternecedor....qué desfile de amigos perros y gatos que nos llevan a los tiempos en que no se llevaban los animalitos domésticos al veterinario...Eran parte de nuestras vida , integraban la familia....¡Que bien descripto el sentimiento de pertenencia de animalitos que fueron amigos y hermanos cuidados y amados.....

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  2. Hermoso relato lleno de cariño, de inocencia, de pureza, la de la niñez, hermosa época, gracias por compartir este bello recuerdo. Mara Ester

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