EL ENANO
A las cuatro de la mañana generalmente hace frío. No importa si el almanaque indica noviembre o diciembre, como en esa ocasión. El muchacho estaba aterido y trataba de corregir esa sensación encendiendo un cigarrillo y levantándose el cuello de su saco. Las camperas que hoy se usan tienen una capucha que bien viene para esos trances, pero a fines de la década del ’50 no se conocían. De manera que a la salida del baile al que había concurrido, tenía que protegerse con lo que llevaba.
La avenida, también solitaria, le hacía compañía en tanto aguardaba la llegada del colectivo que lo llevaría a su casa. En la vereda de enfrente, las vidrieras de un bar con sus parroquianos iluminaban escasamente el exterior. De pronto lo oyó:
- ¡Señor, señor! Por favor, ¿podría cruzarme?
El muchacho se dio vuelta sorprendido por el tono aflautado del clamor. Por un instante no vio a nadie. Inmediatamente oyó un “Aquí abajo, señor”, dicho con la misma voz que lo había alterado momentos antes. Recordó de pronto todos los cuentos de terror, bajó la vista y vio que un enano le estaba dirigiendo la palabra. Al muchacho se le erizó la piel. El recién llegado debió haberlo intuido, porque prosiguió:
- Señor, no se asuste. ¿Podría ayudarme a cruzar la calle? Como ve, soy muy chico. Y a los chicos hay que ayudarlos, ¿no cree usted?
La escena era patética: la noche, la soledad del entorno, el frío reinante y la presencia del enano pidiendo algo tan inusual, lograron hacer del joven un tieso maniquí de carne. No se planteó la posibilidad de una negativa por la escena que podría devenir. Además cruzarlo daría por finalizado el episodio.
No sabía cómo proceder en esos casos: ¿debería tomarlo de la mano, del hombro, caminar a su lado previniéndolo de los rodados que se acercaban? Le dijo al enano que lo cruzaría y optó por poner su mano en el hombro del pequeño ser y así acompañarlo hasta la otra acera. Fueron metros interminables matizados por almibaradas palabras de agradecimiento del que estaba siendo ayudado. El joven cumplió con su cometido, pero al darse vuelta para regresar, oyó una carcajada horrible que provenía del que solicitó su auxilio.
Cuando llegó de nuevo a la parada del colectivo y miró hacia el bar, vio que un grupo de parroquianos, al que se le había sumado el enano, lo señalaba y reía como si fuera la última vez.-
EDUARDO JOSÉ BORAWSKI CHANES
Mar del Plata, Provincia de Buenos Aires, República Argentina
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