S O L I L O Q U I O
A veces mantengo un silencioso soliloquio en el cual me
pregunto desde la cárcel de mi cuerpo acerca del principio por el que debe
regirse mi existencia. Porque si todo en mí es lo que palpo y toco, esto es,
carne, materia, ¿cuál es el sentido de mi vida? ¿Acaso un cuerpo caduco que
envejece y que finalmente mata el tiempo destruyendo sus órganos? ―quien se
haya visto por dentro (bien feo que es) se reconocerá simplemente como un
animal que aún permanece cosido al cordón umbilical de su chimpanificación
original― Más, enseguida me interpelo con una nueva pregunta: ¿realmente piensa
el ser humano en general acerca de sí mismo? Porque, si releyendo al viejo
Descartes aquello del “pienso, luego soy”, si no me pienso, ¿qué soy? ¿Qué
consciencia tengo del ser?
Meditando, llego a una deducción: soy un ser contingente,
esto es, necesitado, al que sólo puede responder la verdad que habita dentro de
él―aunque no la reconozca de manera inmediata―, pero que podría satisfacer su
necesidad de interpelarse tanto del ayer, el hoy y el mañana. Algo que necesita
el hombre al cruzar el umbral de la materia en busca de una respuesta que le trascienda
para no acabarse en el tiempo.
Y
continúo reflexionando. ¿Cómo gestionar la triada de preguntas que pueden
ayudarme a entenderme?
La primera es tan incomprobable―quisiera obtener una
respuesta que mi medida inteligencia pudiera comprender―, que al no ser viable
he de admitir más allá de cualquier demostración, porque de rehusarla―aun de
forma abstracta―tendría que aceptar simplemente como azar, y el azar, como nada
responde ni nada explica, sencillamente es nada, en tanto que yo soy
(insistiendo en el principio cartesiano), y la “nada” “no puede responder de
alguien que sí es.
Me pregunto por mi origen. Si “no se contó conmigo para
traerme al mundo”, ¿qué diantre hago yo aquí?
La segunda es ¿por qué no hacer el mal en lugar del bien? ―
algo que ya exploró Kant― (ciertamente, puro utilitarismo si se quiere) ¿Dónde
habré de situar la ética para seguir su huella?
Y la tercera―la definitiva que comprende y abarca las dos
precedentes― el fin. ¿Qué decir del “yo” que se me arrebata con la muerte, o
sea, lo que el hombre es más allá de la substancia material, el espíritu, la
psique, el alma, aquello que es su mismísima identidad? ¿Es toda la existencia
un caos organizado para concluir en la “nada” absoluta? ¿Un capricho de una
divinidad creadora que finalmente deja que se desmorone su criatura de barro?
¿O quizá el retorno del ser a su fuente, cuando en la existencia terrena ha
agotado el tiempo para que desde el libre albedrío acepte el don de una vida
sin fin, cambiando la fragilidad del gusano que repta por la tierra en la
alevilla que teje su sepulcro de seda para liberarse y acabar siendo mariposa
que vuela?
Quien niega lo imperecedero no niega sólo al autor de la
vida, de la ética y la eternidad, sino que se niega a sí mismo. Si
racionalmente dudamos, cuando no negamos la existencia del Ser al que no se ve,
no sólo estamos afirmando o negándolo, sino que implícitamente admitimos o
rechazamos el sentido de la propia existencia. Es necesario arriesgar el rasgar
el velo de la duda para encontrar una respuesta más allá de la desesperanza.
La respuesta es que, el que es― no el que tiene―Amor, se
comparte con su criatura, pues el amor no puede quedarse en él mismo, sino
compartirse, lo cual se constituye en la razón de la creación, y lo único que
le pide al hombre es que libremente acepte el don, siendo el tiempo de la vida
el espacio para hacerlo. Eso exige confianza y el valor de amar a los otros. Al
comienzo, durante y al final del viaje, no está la “nada” (que nada dice), sino
el mismo Dios.
ÁNGEL MEDINA – Málaga, España
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA