UNA
ANÉCDOTA DE ROSAS
Lucio
Mansilla
En su libro LOS SIETE PLATOS DE ARROZ CON
LECHE Lucio Mansilla, que fuera sobrino del General Juan Manuel de Rosas,
nos cuenta su genealogía y una curiosa anécdota. Lucio fue hijo del general
Lucio Norberto Mansilla (el héroe de LA VUELTA DE OBLIGADO) y de
Agustina Rozas, la hermana preferida del Restaurador de las Leyes.
Era soldado, y también un bon vivant, un dandy, pero no puede desconocerse su
valentía al emprender una expedición con un puñado de acompañantes a las
tolderías RANKÜLLCHES donde tuvo ocasión de conocer e intercambiar
opiniones con los caciques Epumer, Baigorrita, Ramón (conocido como
“Platero”; era hijo de indio y de una cristiana de la Villa de La Carlota),
Caniupan, y el cacique principal Pangetruz Gner (MARIANO ROSAS).
CÓMO SE FORMABAN LOS CAUDILLOS es el
título del capítulo de ese libro, parte de cuyo contenido copiaré a
continuación:
Todos los historiadores argentinos dicen, poco
más o menos, cuando hablan de Rozas, lo que el “Catecismo de Historia
Argentina”, que sirve de texto en algunas escuelas: que ese célebre personaje
descendía de una familia ilustre.
Y, en efecto, así era: mi abuela, doña
Agustina López de Osornio, mujer extraordinaria, bajo ciertos aspectos, tenía
orgullo de su prosapia.
-Soy Butibamba y Butibarreno- solía decir
ponderando su alcurnia. -Desciendo de la casa de Asturias y de los duques de
Normandía. Soy parienta de María Santísima. Poco le faltaba decir como los de
Asturias, célebres Quirós:
Después de Dios
La casa de Quirós.
Mi abuelo, don León Ortiz de Rozas (y aquí
conviene recordar que Rozas se escribe con zeta y no con ese, porque viene
de rozar), era menos pomposo que su consorte. Ortiz eran los suyos ab
origine, y el de Rozas les vino de Gonzalo de Córdoba, con quien militaron; los
ennobleció, haciéndolos condes de poblaciones, precisamente en el momento en
que uno de ellos, fundador de la casa, tronco de su árbol
genealógico, rozaba el campo para sentar sus reales.
(…) Nobles o no, los padres de Rozas eran
estancieros; así es que esto basta y sobra para explicar por qué el hijo mayor
tomó el campo, en un ímpetu de independencia personal, disgustado por una
punición que le habían aplicado, según él decía, con injusticia… dejando “hasta
la ropa”, pues quería buscarse la vida solo y probar que era hombre y no un
niño, a quien se le pega o se le encierra en un cuarto oscuro. Adonde fue, qué
hizo, cómo se desenvolvió, de qué manera se condujo, no son pinceladas para
este cuadro.
Estamos en la célebre estancia “del Pino”;
Rozas es ya propietario, socio de los Anchorena y de Terrero, y más de cuatro
que después figurarán en nuestra Historia, bajo aspectos odiosos o simpáticos,
son peones suyos o sus capataces.
Cuando el prolijo historiador quiera
entretenerse en estas minuciosidades, entre los papeles de don Juan Manuel -que
era como le llamaban en muchas leguas a la redonda, por los pagos del Pino-
hallará las cuentas de los salarios de esos peones y capataces, su filiación,
nombre y apellido. Todo ello existe actualmente en poder de Máximo Terrero.
Estamos, repito, en la estancia “del Pino”;
mejor dicho, están tomando el fresco, bajo el árbol que da su nombre a la
estancia, don Juan Manuel y su amigo don Mariano Miró, el mismo que edificó el
gran palacio de la plaza Lavalle, propiedad hoy día de la familia Dorrego.
De repente -cuento lo que me contó el señor
Miró- don Juan Manuel interrumpe el coloquio, tiende la vista hacia el
horizonte, la fija en una nubecilla de polvo, se levanta, corre, va al palenque
donde está atado de la rienda su caballo, prontamente lo desata, monta de un
salto y parte… diciéndole al señor Miró: “dispense, amigo, ya vuelvo”.
Al trote rumbea en dirección a los polvos,
galopa; los polvos parecen moverse al unísono de los movimientos de don Juan
Manuel. Miró mira; nada ve. Don Juan Manuel apura su flete, que es de
superior calidad; los polvos se apuran también. Don Juan Manuel vuela; los
polvos huyen, envolviendo a un jinete que arrastra algo.
Don Juan Manuel, con su ojo experto, ayudado
por la malicia gauchesca, tuvo la visión de lo que era la nubecilla de polvo
aquella, que le había hecho interrumpir la conversación: “un cuatrero”, se
dijo, y no titubeó.
En efecto, un gaucho había pasado cerca de una
majada y sin detenerse había enlazado un capón, y lo arrastraba robándolo. El
gaucho vio desprenderse un jinete de las casas. Lo reconoció; se apuró. “Don Juan
Manuel -se dijo- ¡Caray!”
De ahí la escena. Don Juan Manuel castiga su
caballo… El gaucho entonces suelta el capón con lazo y todo, comprendiendo que,
a pesar de la delantera que llevaba, no podía escaparse por buen montado que
fuera, si no largaba la presa. Aquí están ya casi encima el uno del otro; el
gaucho mira para tras y rebenquea su pingo, a medida que don Juan Manuel apura
el suyo, y corta el campo en diversas direcciones, con la esperanza de que se
le aplaste el caballo a don Juan Manuel.
Entran ambos en un vizcacheral. Primero, el
gaucho; después, don Juan Manuel; pero el obstáculo hace que don Juan Manuel
pueda acercársele al gaucho. Rueda éste; el caballo lo tapa. Rueda don Juan
Manuel; sale parado con la rienda en la mano izquierda y con la derecha lo
alcanza al gaucho, lo toma por una oreja, lo levanta y le dice:
-Vea, paisano, para ser buen cuatrero es
necesario ser buen gaucho y tener buen pingo. Y montando hace que el gaucho monte
en anca de su caballo y se lo lleva, dejándolo a pie, por decirlo así; porque
la rodada había sido tan feroz que el caballo del gaucho no se podía mover.
La fuerza respeta a la fuerza; el cuatrero
estaba dominado, y no podía ocurrírsele, en ancas del caballo de don Juan
Manuel, sino admirarlo, y de la admiración al miedo no hay más que un paso. Don
Juan Manuel volvió a la casa, con su gaucho, sin que Miró, por más que mirara,
hubiera visto cosa alguna discernible.
-Apéese, amigo- le dijo al gaucho, y en
seguida se apeó él, llamando a un negrito que tenía. El negrito vino, le habló
al oído y, dirigiéndose al gaucho, le dijo: -Vaya con ese hombre, amigo. Luego
volvió al señor Miró, y sin decir una palabra respecto de lo que acababa de
suceder, lo invitó a tomar el hilo de la conversación interrumpida, diciéndole:
-Bueno, usted decía…
Salieron al rato a dar una vuelta, por una
especie de jardín, y el señor Miró vio un hombre en cuatro estacas. Notado por
don Juan Manuel, le dijo, sonriéndose: -Es el paisano ese…
Siguieron andando, conversando… La puesta del
sol se acercaba; el señor Miró sintió unos como palos aplicados en cosa blanda,
algo parecido al ruido que produce un colchón enjuto sacudido por una varilla,
y miró en esa dirección.
-Es al paisano ese…
Un momento después se presentó el negrito y,
dirigiéndose a su patrón, le dijo:
-Ya está, mi amo.
-¿Cuántos?
-Cincuenta, señor.
-Bueno, amigo don Mariano, vamos a comer…
El sol se perdía en el horizonte,
iluminado por un resplandor rojizo, y habría sido menester ser casi adivino
para sospechar que aquel hombre, que se hacía justicia por su propia mano,
sería en un porvenir no muy lejano, señor de vidas, famas y haciendas, y que en
esa obra de predominio serían sus principales instrumentos algunos de los mismos
azotados por él.
Don Juan Manuel le habló al oído otra vez al
negrito, que partió, y tras él, muy lentamente, haciendo rodeos, ambos
huéspedes.
Llegan a las casas y entran a la pieza que
servía de comedor. Ya era oscuro. En el centro había una mesita con mantel
limpio de lienzo, y tres cubiertos, todo bien pulido. El señor Miró pensó:
“¿quién será el otro?” No preguntó nada. Se sentaron, y cuando don Juan Manuel
empezaba a servir el caldo de una sopera de hoja de lata, le dijo al negrito,
que había vuelto ya: -Tráigalo, amigo.
Miró no entendió. A los pocos minutos entraba,
todo entumido, el gaucho de la rodada.
-Siéntese paisano- le dijo don Juan Manuel
endilgándole la otra silla. Don Juan Manuel lo ayudó a salir del paso
repitiéndole: -Siéntese, paisano; siéntese y coma. El gaucho obedeció y, entre
bocado y bocado, hablaron así:
-¿Cómo se llama, amigo?
-Fulano de tal.
-Y dígame, ¿es casado o soltero? ¿o tiene
hembra?
-No, señor -dijo sonriéndose el guaso-; ¡si
soy casado!
-Vea, hombre, y… ¿tiene muchos hijos?
-Cinco, señor.
-¿Y qué tal moza es la mujer?
-A mí me parece muy regular, señor.
-¿Y usted es pobre?
-¡Eh!, señor, los pobres somos pobres siempre…
-¿Y en que trabaja?
-En lo que cae, señor.
-Pero también es cuatrero, ¿no?
-¡Ah!, señor, cuando uno tiene mucha familia
suele andar medio apurado.
-Dígame, amigo, ¿no quiere que seamos
compadres? ¿No está preñada su mujer?
El gaucho no contestó. Don Juan Manuel
prosiguió:
-Vea, paisano; yo quiero ser padrino del
primer hijo suyo, pero suyo, que tenga su mujer, y le voy a dar unas vacas y
unas ovejas y una manada y una tropilla y un lugar, por ahí, en mi campo, y
usted va a hacer un rancho, y vamos a ser socios a medias ¿Qué le parece?
-Como usted diga, señor.
Y don Juan Manuel, dirigiéndose a Miró, le dijo:
-Bueno, amigo don Mariano, usted es testigo
del trato, ¿eh?
Y luego, dirigiéndose al gaucho, agregó:
-Pero aquí hay que andar derecho ¿no?
-Sí, señor.
La comida tocaba a su término. Don Juan
Manuel, dirigiéndose al negrito y mirándolo al gaucho, prosiguió:
-Vaya amigo, descanse; que se acomode este
hombre en la barraca, y si está muy lastimado que le pongan salmuera. Mañana
hablaremos; pero tempranito vaya y vea si campea ese matungo, para que no
pierda sus pilchas… y degüéllelo… que eso no sirve sino para el cuero, y estaquéelo bien, así como estuvo usted por zonzo y mal gaucho. Y el paisano
salió.
Y don Mariano, encontrando aquella escena del
terruño propia de los fueros de un señor feudal de horca y cuchillo -muy
natural, muy argentino, muy americana-, nada vio.
(…) El cuatrero fue compadre de don Juan
Manuel, su socio, su amigo, su servidor devoto, un federal en regla. Llegó a
ser rico. Sus hijos y sus hijas se mezclaron bien, se refinaron, se educaron,
se ilustraron… échense ustedes por la pista. Por ahí andan… y gozando de no
poca consideración social. (…) nacer, vivir, crecer, desenvolverse, entrar,
salir, morirse cuando a uno se le antoja, son “derechos” que a nadie se le pasa
por la imaginación poner en duda; y espero que no tendremos, en ningún tiempo,
que volver a recordar el dicho de Voltaire: un des plus grands malheurs
des honnêtes gens c’est qu’ils sont des laches (Una de las más grandes
desgracias de la buena gente, es que son cobardes).
¿O creen ustedes que en tiempos de Rozas no
había también gente honrada?
Debemos ubicarnos en pleno siglo XXI en su 2ª
década, y el castigo impuesto por Rosas nos parece despiadado. Insto a los
lectores trasladarse aquél tiempo donde eran habituales esos castigos y aún
más. Y lo peor, sin beneficio alguno. Rosas castigó, sí, aquél cuatrero que
realizaba un robo, pero su benevolencia fue extrema, ya que luego lo sentó a su
mesa, lo agasajó, por decirlo llanamente, le dio buenos consejos y lo favoreció
económicamente a él y su familia.
¿Cuántos en su lugar lo hubieran castigado, no
para dar un escarmiento sino ensañándose? Recuerden las TABLAS DE
SANGRE escritas por Rivera Indarte (ese rosista que escribió el HIMNO
A LOS RESTAURADORES pero, cuando acudió a Rosas que lo eximiera de la
cárcel por los delitos cometidos, latrocinios hasta en una Iglesia, el
Gobernador de Buenos Aires no transigió); cuando quedó libre y se fue a
Montevideo convertido en furibundo anti rosista, escribió ese listado por el
que recibía dinero por cada persona señalada, lista engrosada artificialmente
con nombres sacados de los Registros de cementerios o indistintamente algún
nombre que llegaba a sus oídos tras su muerte (la cuestión era engrosar su
bolsillo).
El Dr. Alberto Ezcurra Medrano replicó
escribiendo las OTRAS TABLAS DE SANGRE, éstas sí verídicas, mencionando
los crímenes de los unitarios. Y si los lectores se empapan de historia, se
enterarán las atrocidades cometidas por la coalición apátrida de los vencedores
de Caseros (perdón, Morón). El Ensayo escrito por Medrano concluye con las
siguientes palabras:
Naturalmente no pretendemos que los abusos de
los unitarios justifiquen los abusos de Rosas; pero sí pretendemos que a todos
se los juzgue con la misma medida; que si el terror de que se usó y abusó en
nuestras luchas civiles es un baldón, caiga ese baldón sobre todos o no caiga
sobre ninguno. Lo injustificable, lo absurdo, lo ridículo, es pretender que
caiga pura y exclusivamente sobre Rosas.
Y si en la historia fabricada para uso de
nuestros colegios y universidades se cubre sistemáticamente con un piadoso velo
toda atrocidad unitaria y en cambio se sumerge a Rosas en el fango de la
calumnia, entonces todo paralelo es imposible y Rosas resultará, naturalmente,
un monstruo. Pero eso es fábula y no historia. Y es fábula que ya está agonizando.
La verdad sobre Rosas se abre camino y ya nada ni nadie lo podrá contener. Los
que se aferran al juicio histórico de los vencedores de Caseros, tendrán que
oír todavía muchas cosas desagradables.
CÉSAR J. TAMBORINI DUCA – León, España
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
Académico Correspondiente para León
Academia Porteña del lunfardo
Academia Nacional del Tango