“EL VUELO MÁS
ALLÁ DEL CUERPO”
— 25 de
febrero de 1913 —
-Relato
-
Aprendí que
volar no siempre requiere alas. Aquella imposibilidad de correr no fue un
final, sino un inicio distinto: Me ofreció un don inesperado, el de viajar sin
cuerpo, de elevarme más allá de la materia, con la fuerza del alma.
En lugar de
quedarme en la ausencia, encontré presencia, porque quien ha sido limitado
físicamente, descubre puertas invisibles hacia otras formas de vivir, de
sentir, de volar.
A mí,
esta vida que disfruto me concedió el privilegio de una existencia plena:
siete hijos, nueve nietos que son mi mayor alegría, y un enorme trayecto
recorrido con amor y sentido.
Viajar sin
cuerpo, atravesar el tiempo y la distancia con la fuerza del alma.
En Tinogasta, esa ciudad
dormida entre los brazos de la cordillera catamarqueña, el tiempo parece haber
hecho una pausa. Las mañanas son lentas, las tardes se diluyen en tonos ocres,
y las noches caen con un silencio antiguo, casi sagrado.
Fue allí, una de esas
tardecitas, cuando me desprendí suavemente de mi cuerpo físico. Desde mi estado
de bilocación, me vi sentado frente a una casa colonial, entre hombres de voz
pausada: juez, hotelero, comisario, jefe de correos… todos con la piel curtida
por el sol y las palabras. Conversaban con esa lentitud sabia de los que ya han
sobrevivido a muchos inviernos. Yo, entre ellos, invisible y lúcido, como un
pájaro de alma suelta, atado a un cordel de luz infinita.
El aire olía a tierra seca, a madera vieja, a mate compartido. Era la dimensión
desconocida, pero para mí, familiar. Conocía los senderos, los nombres de los
ríos y las piedras. Entendía el idioma de los hombres y de los vientos. Así,
entre charla y mate, conocí al joven doctor Wálter Penck, apenas veinticinco
años, pero con la pasión de los sabios. Venía de Europa, de Leipzig, donde la
ciencia lo pretendía, pero eligió la lejanía de esta geografía indómita para
dejar su huella.
El viaje que compartimos
—aunque uno cabalgaba en carne y hueso, y el otro en espíritu— fue una odisea.
Desde Tinogasta a Copiapó, cruzamos la Puna por los pasos cordilleranos más
imponentes. Lo vi levantar mapas con manos meticulosas, trazar líneas sobre
planchetas que bailaban al ritmo del viento. Pero más que cartografiar, Penck
narraba: escribía en un cuaderno de cuero sus asombros, sus dudas, y las
bellezas solitarias de una tierra que le hablaba con voz propia.
Salió el 2 de marzo con
peones y mulas. El 10 cruzó a casi cinco mil metros el Paso de las Tres
Quebradas. El 13, luego del desierto, halló mesa con hule en la Puerta de
Paipote. Y el 14 llegó a Copiapó. Recuerdo su mirada al volver: era la mirada
de quien ya no es el mismo. El desierto lo había nombrado.
Cabalgamos bajo la luna
como testigos mudos de una escena cósmica. El amarillo disco lunar ascendía en
el cielo púrpura. Los picos nevados del Inca Huasi y el San Francisco nos
observaban en su eternidad. La noche se tornaba suave como terciopelo, pero
traicionera. El frío sellaba las mandíbulas y convertía la escarcha en
cuchillos helados. Allí, en ese mundo sin agua ni fuego, solo queda cabalgar… o
morir.
Y sin embargo, ¡qué
espectáculo! Cielos tan puros que la Vía Láctea parecía un río espeso, de
ungüento celestial. Cada estrella titilaba como una palabra olvidada. El
universo no era negro ni vacío: era una partitura luminosa escrita por Dios. Yo
flotaba en ella, invisible, privilegiado, como quien lee el secreto del mundo
sin ser visto.
El viento aullaba entre piedras y arbustos como si hablara una lengua perdida.
Me recordaba los susurros de los menhires en mi Tafí del Valle. Todo tenía un
significado oculto. Todo pedía ser escuchado.
Y entonces lo comprendí: este alemán, este viajero venido de lejos, nos había
entendido mejor que nosotros mismos. Había sentido a la Puna, la había amado,
la había sufrido. La había caminado con asombro y devoción. Me dio vergüenza. Nosotros,
nacidos tan cerca, apenas conocemos su alma.
Desde esta dimensión, hoy le doy las gracias. A él, y al misterio que lo trajo. Porque visitar la Puna es beber del cielo. Y volar por ella —aun sin cuerpo— es conocer un rincón del paraíso.
DR. JORGE BERNABÉ LOBO ARAGON -Tucumán #Argentina #España #México #Mundo
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