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sábado, 5 de julio de 2025

“EL VUELO MÁS ALLÁ DEL CUERPO”- Jorge Bernabé Lobo Aragón -Tucumán, Argentina

 




“EL VUELO MÁS ALLÁ DEL CUERPO”

— 25 de febrero de 1913 —

-Relato -

Aprendí que volar no siempre requiere alas. Aquella imposibilidad de correr no fue un final, sino un inicio distinto: Me ofreció un don inesperado, el de viajar sin cuerpo, de elevarme más allá de la materia, con la fuerza del alma.

En lugar de quedarme en la ausencia, encontré presencia, porque quien ha sido limitado físicamente, descubre puertas invisibles hacia otras formas de vivir, de sentir, de volar.

A mí,  esta vida que disfruto me concedió el privilegio de una existencia plena: siete hijos, nueve nietos que son mi mayor alegría, y un enorme  trayecto recorrido con amor y sentido.

Viajar sin cuerpo, atravesar el tiempo y la distancia con la fuerza del alma.

En Tinogasta, esa ciudad dormida entre los brazos de la cordillera catamarqueña, el tiempo parece haber hecho una pausa. Las mañanas son lentas, las tardes se diluyen en tonos ocres, y las noches caen con un silencio antiguo, casi sagrado.

Fue allí, una de esas tardecitas, cuando me desprendí suavemente de mi cuerpo físico. Desde mi estado de bilocación, me vi sentado frente a una casa colonial, entre hombres de voz pausada: juez, hotelero, comisario, jefe de correos… todos con la piel curtida por el sol y las palabras. Conversaban con esa lentitud sabia de los que ya han sobrevivido a muchos inviernos. Yo, entre ellos, invisible y lúcido, como un pájaro de alma suelta, atado a un cordel de luz infinita.
El aire olía a tierra seca, a madera vieja, a mate compartido. Era la dimensión desconocida, pero para mí, familiar. Conocía los senderos, los nombres de los ríos y las piedras. Entendía el idioma de los hombres y de los vientos. Así, entre charla y mate, conocí al joven doctor Wálter Penck, apenas veinticinco años, pero con la pasión de los sabios. Venía de Europa, de Leipzig, donde la ciencia lo pretendía, pero eligió la lejanía de esta geografía indómita para dejar su huella.

El viaje que compartimos —aunque uno cabalgaba en carne y hueso, y el otro en espíritu— fue una odisea. Desde Tinogasta a Copiapó, cruzamos la Puna por los pasos cordilleranos más imponentes. Lo vi levantar mapas con manos meticulosas, trazar líneas sobre planchetas que bailaban al ritmo del viento. Pero más que cartografiar, Penck narraba: escribía en un cuaderno de cuero sus asombros, sus dudas, y las bellezas solitarias de una tierra que le hablaba con voz propia.

Salió el 2 de marzo con peones y mulas. El 10 cruzó a casi cinco mil metros el Paso de las Tres Quebradas. El 13, luego del desierto, halló mesa con hule en la Puerta de Paipote. Y el 14 llegó a Copiapó. Recuerdo su mirada al volver: era la mirada de quien ya no es el mismo. El desierto lo había nombrado.

Cabalgamos bajo la luna como testigos mudos de una escena cósmica. El amarillo disco lunar ascendía en el cielo púrpura. Los picos nevados del Inca Huasi y el San Francisco nos observaban en su eternidad. La noche se tornaba suave como terciopelo, pero traicionera. El frío sellaba las mandíbulas y convertía la escarcha en cuchillos helados. Allí, en ese mundo sin agua ni fuego, solo queda cabalgar… o morir.

Y sin embargo, ¡qué espectáculo! Cielos tan puros que la Vía Láctea parecía un río espeso, de ungüento celestial. Cada estrella titilaba como una palabra olvidada. El universo no era negro ni vacío: era una partitura luminosa escrita por Dios. Yo flotaba en ella, invisible, privilegiado, como quien lee el secreto del mundo sin ser visto.
El viento aullaba entre piedras y arbustos como si hablara una lengua perdida. Me recordaba los susurros de los menhires en mi Tafí del Valle. Todo tenía un significado oculto. Todo pedía ser escuchado.
Y entonces lo comprendí: este alemán, este viajero venido de lejos, nos había entendido mejor que nosotros mismos. Había sentido a la Puna, la había amado, la había sufrido. La había caminado con asombro y devoción. Me dio vergüenza. Nosotros, nacidos tan cerca, apenas conocemos su alma.

Desde esta dimensión, hoy le doy las gracias. A él, y al misterio que lo trajo. Porque visitar la Puna es beber del cielo. Y volar por ella —aun sin cuerpo— es conocer un rincón del paraíso.

DR. JORGE BERNABÉ LOBO ARAGON -Tucumán #Argentina #España #México #Mundo

jorgeloboaragon@gmail.com


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