Bienvenidos

sábado, 21 de diciembre de 2024

MANUEL ROJAS, AMIGO Y MAESTRO INOLVIDABLE - Roberto Alifano - Buenos Aires, Argentina

 



MANUEL ROJAS, AMIGO Y MAESTRO INOLVIDABLE

 

El recuerdo que guardo de Manuel Rojas es entrañable y de una sincera admiración que me lleva a evocarlo y releerlo muy seguido porque su obra se mantiene vigente y es una maravillosa aventura humana. Más bien parco y dueño de un sentido del humor áspero e irónico, con opiniones concluyentes, a veces algo intolerantes, podía aprobar o rechazar con idéntica decisión dibujando en su cara una sonrisa pícara y desconcertante, nunca mal intencionada. Era su estilo y los que lo conocimos así debimos aceptarlo.

Una mañana de 1972, mientras compartíamos un café en un bar de la calle Huérfanos, le hablé de un cuento de Borges, que me parece magistral; me refiero concretamente a El Aleph. Manuel alzó los hombros y fingió indiferencia. Luego extravió su mirada en la gente que transitaba por la peatonal, frunció el ceño y me respondió de manera tajante: “Roberto, ya me tienes cansado por tu admiración hacia Borges; hay que terminar con el culto a ese viajo conservador y reaccionario”. Yo, desconcertado, cambié de tema y empecé a hablar de bueyes perdidos.

A la semana lo fui a visitar a su casa y me recibió entusiasmado: “¡Mira, lo que lo que estoy leyendo. Debo reconocer, que El Aleph de Borges es algo genial. Hoy lo he leído un par de veces. No sé cómo agradecerte esa revelación, muchacho!”.

Confieso que yo quedé tan desconcertado como seguramente lo estuvo el bíblico Adán para el día de la madre. En las páginas del libro se veían papelitos y anotaciones. Acto seguido, Manuel alzó el libro que reposaba sobre una mesita y empezó a leer:

La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación”...

Leído ese párrafo inicial, Manuel estrujó el libro contra su pecho y exclamó divertido y con aprobación:

“¡No se puede dejar de reconocer que tiene genio y que es indiscutiblemente uno de los mejores poetas y narradores en nuestra lengua; es literario en cada frase. ¡Me ganaste por nocaut, muchacho!”. Y volvió a leer ese comienzo imaginado por Borges, que lo deslumbraba.

Manuel Rojas es el autor de una de las mejores prosas que se han escrito en Chile; aunque resulta extraño que un país que se jacta de sus poetas le cueste reconocer a sus narradores, que son muchos y muy buenos. Pienso en Rafael Maluenda, Pedro Prado, Isadora Aguirre y Joaquín Edwards Bello, y a la saga van los más contemporáneos Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, Alberto Fuget, Isabel Allende, Roberto Bolaño, Antonio Avaria y Miguel de Loyola, y aún otros más recientes y no menos talentosos.

Al que quiera entrar en la biografía de Manuel Rojas, me adelanto a informar que nació en Buenos Aires en 1896 (“Como hombre del siglo diecinueve, merezco todo el respeto; sobre todo por mi derecho de jugar a dos puntas con mi doble nacionalidad, que no cualquiera tiene”, bromeaba). Lo asistía toda la razón, era del barrio de Parque de los Patricios, el sitio donde vino al mundo en un caserón, que hasta hace cuatro o cinco décadas todavía existía y yo visité con él; aunque se lo considera como un escritor chileno. En cuanto a la explicación, no es nada complicada desde un punto de vista menos literario que jurídico, pues la Constitución de Chile otorga la categoría de chilenos a los hijos de progenitores del país nacidos en el extranjero, por el solo hecho de la vecindad entre países. Ese fue el caso de Manuel Rojas Sepúlveda, que le encantaba exhibir su doble nacionalidad, y se consideraba tan ciudadano de este lado como del otro de la cordillera. “Si me apuran, hasta puedo mostrar los papeles para que lo corroboren”, agregaba sonriendo.

Si uno recorre los libros escritos por Manuel Rojas, fácilmente descubre que en las páginas de sus textos hay una completa revelación del alma popular de chilenos y argentinos; sea a través de ocurrentes anécdotas inmersas en los cuentos, o en las páginas más maduras y sosegadas de sus novelas, y hasta en el aroma evocativo de ciertos versos líricos que nos conmueven. “A Manuel -se lo escuché decir a Neruda-, no se lo puede desconocer como poeta. Él no solo es maestro indiscutido de los novelistas de Chile, sino también un poeta… ¡Y qué poeta!

Como dice el añejo refrán, “si para muestra basta un botón”, reproduzco su conmovedor soneto “Gusano”, que escribió en un volumen evocativo de sus íntimas vivencias:

Lo mismo que un gusano que hilara su capullo,

hila en la rueca tuya tu sentir interior.

He pensado que el hombre debe crear lo suyo

como la mariposa sus alas de color.

Teje, serenamente, sin soberbia ni orgullo,

tus ansias y tu vida, tu verso y tu dolor.

Será mejor la seda que hizo el trabajo tuyo,

porque en ella pusiste tu paciencia y tu amor.

Yo, como tú, mi rueca, hilo la vida mía,

y cada nueva hebra me trae la alegría

de saber que entreteje mi amor y mi sentir.

Después, cuando la muerte se pare ante mi senda,

con mis sedas más blancas levantaré una tienda

y a su sombra, desnudo, me tenderé a dormir.

Manuel Rojas era un hombre alto, muy alto, que quizá rozaba el metro noventa, de complexión maciza y sólidas espaldas, sobre las cuales resaltaba una cara bondadosa presta siempre a la sonrisa, que descubría blancos dientes y una abundante cabellera (bien renegrida en su infancia y juventud y gris en la madurez. “Porque tengo también -y honrosamente como buen criollo mapuche-, sangre india que viene de mi madre”, aclaraba).

Fue Nicanor Parra, el que me contó que cuando visitó Chile el boxeador Luis Ángel Firpo y se paseó por las calles de Santiago, no pocas veces se lo confundió con el manso y pacífico Manuel. Salvo que mientras “el toro salvaje de las pampas”, como se lo apodaba a Firpo, noqueaba con sus trompadas, las quizá no menos fuertes de Rojas, en otra dirección, acariciaban con su lírica escritura. El contraste, claro, entre la apariencia hercúlea y la tierna expresión, más bien resignada, se advertía en muchos de los amables gestos del también duro y muy querido Manuel.

Una vez, mientras andábamos por un arbolado sendero de la pre-cordillera, me confesó que debía a su madre, doña Dorotea Sepúlveda, muchos de los dramáticos relatos de asaltos, robos y asesinatos, que dejaron en su espíritu la herencia mapuche. De allí la línea narrativa de Hombres del Sur, una de sus primeras novelas (1926) y luego Travesía, El bonete maulino y El delincuente (publicados en la década del ‘40, hondas reflexiones sobre días sombríos que le tocó padecer, buscando el pan de cada día; de allí surgieron otras de sus narraciones, sobre todo Lanchas en la bahía de 1932, una novela donde deja testimonio de un adolescente casi hambriento, que inicia el aprendizaje de la vida en forma ruda e improvisada, para entrar luego en el conocimiento de algunos de los hechos esenciales de la relación humana.

Llegó a ser alguna vez en esa sufrida juventud, testigo de ese profundo sur de Buenos Aires y, más entrado en años, guardián de la insegura bahía de Valparaíso, empujado siempre a ganarse la vida como se puede para comer un magro plato de arroz hervido. Ese niño de sus melancólicas novelas regresa a un hogar al que le cuesta regresar y lo hace solo por necesidad, aunque también se niega a confesar por qué se negaba a volver. No lo revela, ni es necesario que lo haga, ya que ahí se encuentra el sentido de su dramática narrativa.

En esa luminosa bahía el chico consigue ganar la amistad, la protectora amistad, de algunos hombres formados a quienes él desea fervorosamente imitar. Y ahí aparece Rucio del Norte, uno de sus personajes; creación admirable, que exuda fuerza y valentía por todos los poros y que va al asalto de la vida con un apetito desbordado. También en Valparaíso es donde encuentra el amor adolescente de una muchacha, que no es casta, pero se convierte en su primera musa, descrita con poéticas palabras que conmueven por la dolorosa soledad, en este caso, bajo la enmascarada vestidura de una resignada prostituta. Todo el ambiente de esas novelas es melancólico, aunque no menos bello, deslumbrante y tierno ya que el novelista impone una castidad ejemplar al narrar estas intensas vivencias. Maupassant, Chejov y Flaubert, con Roberto Arlt y Horacio Quiroga, fueron algunos de sus paradigmas literarios.

Yo lo conocí hacia principio de la década de 1970, cuando estaba empleado en la Biblioteca Nacional, y se dio a leer la poesía de la que hablaba en Francia el abate Henri Brémond, redescubierto en esos años y convertido en centro de activa polémica. A través de Manuel escribí para la revista Atenea, de la Universidad de Concepción, que se publicaba en Santiago.

Manuel conoció muy de cerca a Salvador Allende, pero descreía del camino pacífico que había elegido para establecer el socialismo en Chile. Ese equilibrio dinámico de su personalidad, siempre en estado de alerta; unido a su sensible espíritu literario, pronto a desembocar en algún cuento, en poemas o en alguna novela, que nunca le negaban nuevas emociones, producía en el escritor el motivo de sus apasionados diálogos. A este titán de la literatura le debe Chile una de sus mejores obras narrativa; sin excluir, por supuesto, su sentida poesía.

Con felicidad para los buenos lectores, su magnífica obra sigue vigente y publicándose. Y él sigue vivo a través de sus conmovedoras historias. En su homenaje se instituyó en 1912 el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, galardón que en su honor otorga anualmente el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile, patrocinado por la fundación que lleva el nombre del autor de la célebre novela Hijo de ladrón. Cabe agregar que la dictadura de Pinochet impidió reeditar su obra y sólo se pudo hacer casi diez años después, ya en democracia. Hoy, felizmente, ha sido traducida a numerosos idiomas y forma parte de las lecturas obligatorias en los colegios.

El 11 de marzo de 1973, a los 77 años, el querido Manuel Rojas se sumó a los más. Un numeroso grupo de amigos, entre los que se contaba el presidente Salvador Allende, lo acompañamos al Cementerio General, donde descansa por la eternidad.

ROBERTO ALIFANOBuenos Aires, Argentina

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


No hay comentarios:

Publicar un comentario