MANUEL ROJAS, AMIGO Y MAESTRO INOLVIDABLE
El recuerdo que
guardo de Manuel Rojas es entrañable y de una sincera admiración que me lleva a
evocarlo y releerlo muy seguido porque su obra se mantiene vigente y es una
maravillosa aventura humana. Más bien parco y dueño de un sentido del humor
áspero e irónico, con opiniones concluyentes, a veces algo intolerantes, podía
aprobar o rechazar con idéntica decisión dibujando en su cara una sonrisa
pícara y desconcertante, nunca mal intencionada. Era su estilo y los que lo
conocimos así debimos aceptarlo.
Una mañana de 1972,
mientras compartíamos un café en un bar de la calle Huérfanos, le hablé de un
cuento de Borges, que me parece magistral; me refiero concretamente a El
Aleph. Manuel alzó los hombros y fingió indiferencia. Luego extravió su
mirada en la gente que transitaba por la peatonal, frunció el ceño y me respondió
de manera tajante: “Roberto, ya me tienes cansado por tu admiración hacia
Borges; hay que terminar con el culto a ese viajo conservador y reaccionario”.
Yo, desconcertado, cambié de tema y empecé a hablar de bueyes perdidos.
A la semana lo fui
a visitar a su casa y me recibió entusiasmado: “¡Mira, lo que lo que estoy
leyendo. Debo reconocer, que El Aleph de Borges es algo
genial. Hoy lo he leído un par de veces. No sé cómo agradecerte esa revelación,
muchacho!”.
Confieso que yo
quedé tan desconcertado como seguramente lo estuvo el bíblico Adán para el día
de la madre. En las páginas del libro se veían papelitos y anotaciones. Acto
seguido, Manuel alzó el libro que reposaba sobre una mesita y empezó a leer:
“La candente
mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía
que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que
las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué
aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante
y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una
serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad;
alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta yo podía
consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación”...
Leído ese párrafo
inicial, Manuel estrujó el libro contra su pecho y exclamó divertido y con
aprobación:
“¡No se puede
dejar de reconocer que tiene genio y que es indiscutiblemente uno de los
mejores poetas y narradores en nuestra lengua; es literario en cada frase. ¡Me
ganaste por nocaut, muchacho!”. Y volvió a leer ese comienzo imaginado por
Borges, que lo deslumbraba.
Manuel Rojas es el
autor de una de las mejores prosas que se han escrito en Chile; aunque resulta
extraño que un país que se jacta de sus poetas le cueste reconocer a sus
narradores, que son muchos y muy buenos. Pienso en Rafael Maluenda, Pedro
Prado, Isadora Aguirre y Joaquín Edwards Bello, y a la saga van los más
contemporáneos Jorge Edwards, Enrique Lafourcade, Alberto Fuget, Isabel
Allende, Roberto Bolaño, Antonio Avaria y Miguel de Loyola, y aún otros más
recientes y no menos talentosos.
Al que quiera
entrar en la biografía de Manuel Rojas, me adelanto a informar que nació en
Buenos Aires en 1896 (“Como hombre del siglo diecinueve, merezco todo el
respeto; sobre todo por mi derecho de jugar a dos puntas con mi doble
nacionalidad, que no cualquiera tiene”, bromeaba). Lo asistía toda la
razón, era del barrio de Parque de los Patricios, el sitio donde vino al mundo
en un caserón, que hasta hace cuatro o cinco décadas todavía existía y yo
visité con él; aunque se lo considera como un escritor chileno. En cuanto a la
explicación, no es nada complicada desde un punto de vista menos literario que
jurídico, pues la Constitución de Chile otorga la categoría de
chilenos a los hijos de progenitores del país nacidos en el extranjero, por el
solo hecho de la vecindad entre países. Ese fue el caso de Manuel Rojas
Sepúlveda, que le encantaba exhibir su doble nacionalidad, y se consideraba tan
ciudadano de este lado como del otro de la cordillera. “Si me apuran, hasta
puedo mostrar los papeles para que lo corroboren”, agregaba sonriendo.
Si uno recorre los
libros escritos por Manuel Rojas, fácilmente descubre que en las páginas de sus
textos hay una completa revelación del alma popular de chilenos y argentinos;
sea a través de ocurrentes anécdotas inmersas en los cuentos, o en las páginas
más maduras y sosegadas de sus novelas, y hasta en el aroma evocativo de
ciertos versos líricos que nos conmueven. “A Manuel -se lo escuché
decir a Neruda-, no se lo puede desconocer como poeta. Él no solo es
maestro indiscutido de los novelistas de Chile, sino también un poeta… ¡Y qué
poeta!”
Lo
mismo que un gusano que hilara su capullo,
hila
en la rueca tuya tu sentir interior.
He
pensado que el hombre debe crear lo suyo
como
la mariposa sus alas de color.
Teje,
serenamente, sin soberbia ni orgullo,
tus
ansias y tu vida, tu verso y tu dolor.
Será
mejor la seda que hizo el trabajo tuyo,
porque
en ella pusiste tu paciencia y tu amor.
Yo,
como tú, mi rueca, hilo la vida mía,
y
cada nueva hebra me trae la alegría
de
saber que entreteje mi amor y mi sentir.
Después,
cuando la muerte se pare ante mi senda,
con
mis sedas más blancas levantaré una tienda
y
a su sombra, desnudo, me tenderé a dormir.
Manuel Rojas era un
hombre alto, muy alto, que quizá rozaba el metro noventa, de complexión maciza
y sólidas espaldas, sobre las cuales resaltaba una cara bondadosa presta
siempre a la sonrisa, que descubría blancos dientes y una abundante cabellera
(bien renegrida en su infancia y juventud y gris en la madurez. “Porque
tengo también -y honrosamente como buen criollo mapuche-, sangre india que
viene de mi madre”, aclaraba).
Fue Nicanor Parra,
el que me contó que cuando visitó Chile el boxeador Luis Ángel Firpo y se paseó
por las calles de Santiago, no pocas veces se lo confundió con el manso y
pacífico Manuel. Salvo que mientras “el toro salvaje de las pampas”, como se lo
apodaba a Firpo, noqueaba con sus trompadas, las quizá no menos fuertes de
Rojas, en otra dirección, acariciaban con su lírica escritura. El contraste,
claro, entre la apariencia hercúlea y la tierna expresión, más bien resignada,
se advertía en muchos de los amables gestos del también duro y muy querido
Manuel.
Una vez, mientras
andábamos por un arbolado sendero de la pre-cordillera, me confesó que debía a
su madre, doña Dorotea Sepúlveda, muchos de los dramáticos relatos de asaltos,
robos y asesinatos, que dejaron en su espíritu la herencia mapuche. De allí la
línea narrativa de Hombres del Sur, una de sus primeras novelas
(1926) y luego Travesía, El bonete maulino y El
delincuente (publicados en la década del ‘40, hondas reflexiones sobre
días sombríos que le tocó padecer, buscando el pan de cada día; de allí surgieron
otras de sus narraciones, sobre todo Lanchas en la bahía de
1932, una novela donde deja testimonio de un adolescente casi hambriento, que
inicia el aprendizaje de la vida en forma ruda e improvisada, para entrar luego
en el conocimiento de algunos de los hechos esenciales de la relación humana.
Llegó a ser alguna
vez en esa sufrida juventud, testigo de ese profundo sur de Buenos Aires y, más
entrado en años, guardián de la insegura bahía de Valparaíso, empujado siempre
a ganarse la vida como se puede para comer un magro plato de arroz hervido. Ese
niño de sus melancólicas novelas regresa a un hogar al que le cuesta regresar y
lo hace solo por necesidad, aunque también se niega a confesar por qué se
negaba a volver. No lo revela, ni es necesario que lo haga, ya que ahí se
encuentra el sentido de su dramática narrativa.
En esa luminosa
bahía el chico consigue ganar la amistad, la protectora amistad, de algunos
hombres formados a quienes él desea fervorosamente imitar. Y ahí aparece Rucio
del Norte, uno de sus personajes; creación admirable, que exuda fuerza y
valentía por todos los poros y que va al asalto de la vida con un apetito
desbordado. También en Valparaíso es donde encuentra el amor adolescente de una
muchacha, que no es casta, pero se convierte en su primera musa, descrita con
poéticas palabras que conmueven por la dolorosa soledad, en este caso, bajo la
enmascarada vestidura de una resignada prostituta. Todo el ambiente de esas
novelas es melancólico, aunque no menos bello, deslumbrante y tierno ya que el
novelista impone una castidad ejemplar al narrar estas intensas vivencias.
Maupassant, Chejov y Flaubert, con Roberto Arlt y Horacio Quiroga, fueron
algunos de sus paradigmas literarios.
Yo lo conocí hacia
principio de la década de 1970, cuando estaba empleado en la Biblioteca
Nacional, y se dio a leer la poesía de la que hablaba en Francia el abate
Henri Brémond, redescubierto en esos años y convertido en centro de activa
polémica. A través de Manuel escribí para la revista Atenea, de la
Universidad de Concepción, que se publicaba en Santiago.
Manuel conoció muy
de cerca a Salvador Allende, pero descreía del camino pacífico que había
elegido para establecer el socialismo en Chile. Ese equilibrio dinámico de su
personalidad, siempre en estado de alerta; unido a su sensible espíritu
literario, pronto a desembocar en algún cuento, en poemas o en alguna novela,
que nunca le negaban nuevas emociones, producía en el escritor el motivo de sus
apasionados diálogos. A este titán de la literatura le debe Chile una de sus
mejores obras narrativa; sin excluir, por supuesto, su sentida poesía.
Con felicidad para
los buenos lectores, su magnífica obra sigue vigente y publicándose. Y él sigue
vivo a través de sus conmovedoras historias. En su homenaje se instituyó en
1912 el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, galardón
que en su honor otorga anualmente el Consejo Nacional de la Cultura y
las Artes de Chile, patrocinado por la fundación que lleva el nombre del
autor de la célebre novela Hijo de ladrón. Cabe agregar que la
dictadura de Pinochet impidió reeditar su obra y sólo se pudo hacer casi diez
años después, ya en democracia. Hoy, felizmente, ha sido traducida a numerosos
idiomas y forma parte de las lecturas obligatorias en los colegios.
El 11 de marzo de 1973, a los 77 años, el querido Manuel Rojas se sumó a los más. Un numeroso grupo de amigos, entre los que se contaba el presidente Salvador Allende, lo acompañamos al Cementerio General, donde descansa por la eternidad.
ROBERTO ALIFANO – Buenos Aires, Argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
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