CHAMPAGNE O CAIPIRINHA?
Eran
casi las siete de la tarde.
La hora
en que los gorriones gritan alborotados, queriendo alcanzar las ramas de los
plátanos para dormir hasta el día siguiente.
Tomaste
por Teodoro García, y en la subida usaste tu mano izquierda para bajar un
cambio por no soltar las manos de ella.
No
valía la pena interrumpir esas caricias de la urgencia y la alegría entre unas
manos plácidas, sedientas de encontrarse, inquietas de promesas incontenidas.
Sólo
vos conocías el camino, y se dejó llevar.
Pasaron
por frente del edificio donde ella había vivido en su época de estudiante, pero
no quiso decir nada para no romper el hechizo.
Hipnótica
de anhelos y denuedos, quedó arrobada en la simpleza de una conversación
trivial, tan profunda y tan banal como si hubieran estado recitando el
Dante en ese instante. No tenía idea de qué iba la conversación.
Sólo
importaba llegar a destino, sacarse los zapatos y los pudores, besarse con
ternura y emoción.
La
urgencia de los cuerpos inundó de calor la sala en penumbras, y ella sintió que
estabas demasiado arrobado para lo que habían vivido los últimos tiempos, cada
uno por su lado, cada quien con su ilusión puesta en un encuentro que por fin,
podía concretarse pero no se sabía bien para qué.
Acaso
para comprobar con la piel lo que las palabras reflejaban cada vez que
aparecían escritas en una pantalla de ordenador.
Acaso
para sentir que todo lo forjado era importante, sanador, bello desde el primer
día en que ella escuchó tu voz por primera vez, y ahora, mudos ambos con sólo
el murmullo del jadeo en la oreja despertando sensaciones, mientras Bob Marley
marcaba un ritmo conocido, desde el más allá.
El más
allá intangible de la música que inundó dos cuerpos en la placidez del
atardecer, huyéndolos del tiempo para acortar las distancias entre el decir y
el hacer, entre el gozar y el placer, entre el estar y el ser.
Y
fueron.
Fueron
dos acaso demasiado atropellados en desabrochar la ropa, acaso torpes en
caricias que no llegaron a desparramarse por la piel porque la urgencia era
otra. Era beber hasta la última gota de un cáliz sediento de caricias, de
comprobaciones, de rocío cayendo sobres los pétalos mustios de una flor que
casi estaba ya marchita, y vos la reviviste cuando comenzaste a acariciarla con
palabras cada día.
Ella se
hundió en el mar de la locura, y su barco comenzó a navegar hacia la marea más
alta, mar cabalgando océanos, nave cabalgando mares, playas de arenas blancas,
blandas, suaves, donde recalar tu barca.
Tu cama
era muy alta. Tal vez no tanto como para esconder demasiados sueños, pero alta
al fin para poder quedarse acurrucado si un recuerdo desorientado comenzaba de
pronto a vagar por el cuarto despojado de rumores.
De
pronto, tu cama también fue demasiado ancha, tanto que comenzó a albergar
demasiada gente para acompañar la soledad de dos en compañía. Se llenó de
llanto de niños, de voces del recuerdo, de historias de juventudes pasadas, de
gente nueva que comenzó a tomar lugar entre los dos.
La
figura contorneante y provocadora de una mujer de tu misma edad, hizo lo
imposible por echar su pelo enrulado hasta la mitad de la espalda sobre la
almohada donde ella ya había dejado su perfume. Pero la mujer estaba allí, pelo
castaño, sonrisa amplia, ojos traviesos, estampa de book de fotos para quién
sabe que empresas, pero con la simplicidad de lo cotidiano.
Ella
bebía champagne. Dulce, frappé, burbujeante.
Vos no
alcanzaste más que a brindar por los dos, y vaya a saber por qué más la segunda
vez que hicieron chocar sus copas largas. Pero no bebiste.
Acaso
la caipirinha fuera más acorde a ciertas edades que ella ya había pasado casi
dos décadas atrás, mientras bailaba samba con las chicas de Ipanema y Ray
Coniff hacía sonar Brasil y Bésame Mucho, para que
bailaran en los Carnavales.
Por la
mente de ambos pasó la historia de una vida, recuerdos de juventud recreados en
algunas horas de conversaciones a la luz mortecina de una luz impertinente.
Ella buscó el hueco de tu axila, pero vos ya estabas dispuesto a dormir con la
mujer de la caipirinha. Era más real, más tangible, más fatuo pero menos
comprometido.
Ella te
cobijó en la madrugada, creyendo que tenías frío. No te diste cuenta.
Ella
tapó tus brazos cuando te moviste buscando atrapar las cobijas.
Te
estaba cuidando.
Veló tu
sueño.
La
noche se hizo larga. La cama, demasiado ancha. Las ilusiones quedaron enredadas
entre la ropa que se amontonó en un rincón del cuarto.
Dicen
que nadie muere de amor.
Dicen.
La
mujer de la caipirinha siguió sonriéndole a tu beso cada vez que acudías a su
encuentro.
Vos, no
sé por cuánto tiempo, anduviste buscando el perfume que quedó en tu almohada,
exorcizando un recuerdo que no te animaste a hacer presente.
Ella
murió ese viernes, al atardecer.
©MARÍA INÉS MALCHIODI, poeta
y escritora argentina
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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