LAS POSTRIMERIAS
(Un ensayo no es para
desvelar verdades, sino para reflexionar sobre las sombras arriesgando ideas)
La
vida tiene sus días contados. Vivir equivale a la realización en el sufrimiento
y, al cabo, sucumbir. Toda criatura es como una gota segregada del infinito
Océano que ha de acrisolarse en la libertad. Arrojada a las orillas del mundo
será resecada por el sol ardiente de su existir para finalmente evaporarse y
regresar al mar. De ahí se desprenden las postrimerías: muerte, juicio,
infierno y gloria.
Ante
todo ¿qué es el hombre? Un ser que sin haberlo pedido ha sido precipitado a la
tierra y sabe que ha de perecer. Y en este punto no ha de engañarse, pues los
ojos del espíritu no pueden cerrarse como los del cuerpo y él es consciente de
esta realidad. En el fondo no tiene más que un deseo y una meta: escapar de la
tela de araña de la extinción y traspasar sus límites de alguna forma. Tal vez,
su error consista en dejarse seducir por los cantos de sirena y buscar lo
trascendente a nivel de lo inmanente. La prueba es que en el fondo pide al
mundo lo que no puede darle. Le pide subsistencia y le entrega al caos.
Se
da en su interior una dualidad. De una parte admitir sólo lo que su
razonamiento puede comprender y de la otra abrirse a lo indemostrable, a pesar
de no tener certeza. Negación y duda-positiva: acabar en la nada o la posibilidad de una nueva forma de
continuar existiendo. El hombre no puede desprenderse con frivolidad de
continuarse, o lo que es lo mismo, dejar de ser definitivamente.
La
dote de la muerte es el desvanecimiento de la representación, la percepción por
la que somos conocidos y nos sabemos. Es el abandono del hálito oculto que
ordena a la materia, es decir, los átomos y el espacio. Pero esas partículas no
tienen consciencia de ser, y por tanto, tampoco conciencia. Al morir se
desintegra el cuerpo que perece y va a la tierra, pero ¿dónde queda esa
sustancia capaz de dotar nuestro ser consciente?
De
hecho, somos y vivimos para existir. Existir proviene en su etimología de
“existir-se”. Ser, de alguna manera fuera de la materialidad y, pereciendo, ha de
distinguirse entre la pérdida del reconocimiento de lo palpable, y el “yo”. La ausencia
de ese “yo” significa que es arrebatada
la esencia. Por eso se rebela a que se lo puedan quitar y, en el último
instante, incapaz de defenderse de la agresión, captándolo, lanza el grito
desgarrador: ¡Mi yo, que me despojan de él!
Ante
la dificultad de hablar de lo aún-no-vivido, tratemos de imaginar ese momento
que, como el horizonte, separa tan sólo una delgada línea del fin. Sensación de
debilidad y desconfianza, aunque no es esto el principal temor. La verdadera
tragedia es advertir que la conciencia camina hacia la inconsciencia. Todo se
desvanece. En el fondo no es el terror a
disgregarse la apariencia, sino la pérdida de la identidad. Malograrse el “yo”. Pues, ¿cómo imaginarse no
siendo? ¿Es acaso posible subjetivar que lo que es, deje de serlo? O peor aún
¿Que quien es camine a dejarse? Y en
este punto es prudente la pregunta ¿Habría de sentirse tal suerte de angustia
en el caso de una amputación? La respuesta sería ésta: no, porque la
subsistencia continuaría. Y es que lo que se teme al morir es la pérdida total,
y “todo” únicamente es el hombre que se nos muere, cuerpo, sí, pero también ese
soplo vital que unifica lo visible con lo intangible de la sustancia que anima
la vida. Tu “yo”. Mi “yo”.
De
qué le sirve ganar todo aquello en lo que depositó las ilusiones, si acaba
perdiendo su “yo”? (Mt 16, 26). Es
posible que en ese instante decisivo en el que se imponen soledad y
desconfianza dude, mas ¿en qué se apoyará para dar el paso obligado de percibirse
para no ser, y qué compañía compartirá su éxodo? ¿Puede confiarse a los demás?
¿A él mismo? ¿Existe alguna suerte de
esperanza más allá de la realidad que se vive en la frontera de ese trance,
máxime teniéndose en cuenta el bagaje del positivismo y nihilismo que han
configurado una parte del existir? O dicho con toda la crudeza: ¿cuál es la
experiencia acumulada para el viaje definitivo?
Decía
el viejo erudito Spinoza que cada ser se empeña por perdurar en él y que ésta
es su esencia, lo cual implica tiempo indefinido. Aquí, podemos traducir
indefinido por eternidad, pues a fin de cuenta se viene para construir el que
cada cual está llamado a ser. Y en la perspectiva que se interpone entre la
tierra y el cielo, se perfila el abatimiento o la confianza.
Si
quien lee esta reflexión decide quedarse en lo primero, colegirá que no tiene
sentido para él continuar. Si es lo segundo, prosigamos meditando juntos tan
tremendo trance.
¿Ha
caído en la cuenta el leedor acerca de la enorme sensación de orfandad y
desnudez del momento? Encuéntrase encomendado a sí mismo y es una sensación que
jamás había experimentado antes.
Desconectado,
consumida las últimas pizcas de oxígeno su seso se contrae hasta convertirse en
un puntito diminuto que cada vez se achica más. De la muerte clínica a la
cerebral. Extinguida toda percepción, en una dimensión inexplicable, percibe un
fragor que instintivamente relaciona con la inmensidad. Al fondo se vislumbra
algo que se le antoja un infinito mar al que van a parar las gotas que fueron
mortales y, entonces, nos sabremos una de ellas. Es un lugar sin tiempo. Allí
mismo se percata que es lo que eligió ser. Ya no hay plazo de rectificación.
Encerrado
en su “yo” siente el peso de la responsabilidad y a su vez ansias de
liberación. Quien sostenido por Cronos trató de negar otra posibilidad que la
simple percepción humana que pudiera ser confirmada por su razón y se inclinó
hacia la otra incertidumbre de la incredulidad, ahora atina que fuera de la
materialidad y del tiempo existe otra forma de existirse. Y es que el ser
implica aceptación.
Una
claridad cegadora inunda aquel lugar en el que se encuentra. Al contraste,
percibe el vacío y las miserias que lleva consigo. Desea quedarse, pero su
propia coherencia le hace constatar que el peso de su carga es excesivo, no
siendo posible ocultarse de la luz, ni tampoco de él mismo. No es una ley
externa la que le acusa, sino una balanza interna infinitamente más sensible
que la de las normas y preceptos. Pura congoja.
El
Juicio o examen al final de los tiempos nos ha sido presentado de manera
solemne. Basta contemplar los frescos de Miguel Ángel en el ábside de la
Capilla Sixtina o el impresionante requien verdiano compuesto para las honras
fúnebres de Manzoni, cuando se invoca al juez airado, al que sin duda ha
influido la teología de la condenación. Mas surge una pregunta y no
precisamente baladí: ¿Cómo armonizar
la misericordia y la justicia divina? Si nos inclinamos por la conmiseración
habrá de sacrificarse la justicia, y si ponemos la atención en la imparcialidad
habrá de ser a costa de la misericordia. Pues ¿es concebible ser a la vez en
grado sumo misericordioso y justo? En algún momento una habrá de ceder en aras
de la otra. Y ambas se relacionan a la acogida plena o al rechazo total. Al
premio o al castigo.
Inimaginable
momento. Indefensión. Contraste desgarrador. Al punto, un bisbiseo inunda su
conciencia. Su espíritu. El alma. Su “yo” definitivo. Y aquellas palabras se
deslizan para su asombro: “Has de elegir entre lo que eres y lo que estás
llamado a ser”. Ser- en- el- Ser, integrándose la nada en el Todo, y el no-ser.
Y no ser implica quedar atrapado para siempre en el más absoluto, completo y consciente
desamparo. En lo que en ese momento es. En lo que cimentó durante su vida. No
aceptarse equivale a admitir como último y decisivo destino esa nada que se
llama la Muerte.
Tras
el juicio sobreviene el momento concluyente. “To be or not to be” Es lo que
Hamlet pronunciaba filosofando en su soliloquio sobre la mundanidad, pero
trascendida.
En
su último desamparo el hombre no teme a algo determinado de lo que pueda
escapar, sino que se siente atenazado por un miedo acervo y radical. Recelo al
aislamiento, a disponer sólo de su propia compañía. Se tiene en tan completa
ausencia que su propia presencia se le antoja angustiosa.
El
abandono es el espanto de sí mismo. Imaginemos una cripta y encerremos al
hombre con un muerto. Bien es sabido que el cadáver es inofensivo, pero los
fantasmas psíquicos rodearán su mente. En realidad ese miedo no es otra cosa
que la presencia de su incomunicación ante el hecho de contemplar
anticipadamente la suya propia. Y sin proponérselo, el inconsciente le grita de
ello. Esa sensación se disipará en el momento en que cubra la ausencia con la
compañía de otra persona, otro tú que esté junto al yo. La razón es que el
verdadero pánico no es superado por la racionalidad, sino con la presencia de
alguien que llene el espacio ausente.
Si
padeciésemos un aislamiento inmenso, excluyente, agobiante y total en el que
fuese imposible poder hablar a nadie; si se diese la incomunicación plena—a
solas con nosotros mismos-- entenderíamos lo que se llama infierno. Es ese
lugar en el cual nadie puede entrar salvo el que lo tiene. Es el lugar de la
desesperación y el destierro más tenebroso. ¿No es éste ese momento por el que pasamos
individual y personalmente al morir?
El
A.T designa con el término “sheol”, tanto al infierno como a la primera de las
postrimerías o novísimos. De esto se puede desprender que el infierno es la
permanencia en la muerte, un estado de consciencia que ha de perdurar para la
eternidad, sin goce ni castigo, pero sabiéndose, y sobre todo habiendo tenido
por un instante el velo-desvelado del Misterio que se ha revelado al hombre y
él así lo ha percibido como el Bien total. Es ese estado en el que ya no es
posible concebir la certidumbre, como narra el Dante en “La divina comedia”:
“¡Perded toda esperanza los que aquí entráis!” (Canto III). De alguna manera
consiste en encerrarse en sí mismo, soportar la carga acumulada que se arrastra
como experiencias, echar el ancla y mantenerse en la extinción-consciente.
Quien
palpa su impotencia abriga la esperanza de escuchar respuesta al grito de
desgarro en su padecimiento: “¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46). Llamada
no a la supervivencia del cuerpo, sino al que es alfa y omega de todo. Al
último abandono. A la entrega confiada. Y a pesar del aparente silencio, en su interior
puede escuchar un susurro. Por el contrario, en su infierno, oirá la voz
atronadora de la muerte.
La
médula de la pasión de Tánatos no es el dolor físico, sino el retiro radical.
Allí, el hombre no tiene más comprensión que la percepción de su nada. La
soledad es la región de la angustia en la cual se funda el destino-sin-destino
de un ser que tiene-que-ser y choca con lo imposible.
Si
el desenlace terreno es el aniquilamiento, el cielo o gloria ha de ser la
acogida. Difícil o imposible descripción. Lo que más puede aproximarnos son las
veladas palabras de (1.Cor 2.9): “Ni el ojo vio, ni el oído escuchó, ni el
corazón humano puede imaginar”. Se trata de algo que escapa a los sentidos y
representación, y como tal hemos de aceptar que está fuera de la experiencia.
El cielo no es un espacio físico y ubicable, sino un estado.
Es
la integración absoluta y eterna del “no-ser-siendo”. Es el todo eterno e
integrador, dejándose atrás “lo-sido-para-ser”. Es la acogida definitiva al
hijo pródigo que vuelve a casa después de haber malgastado su herencia,
descubriendo al regreso el amor que siempre le acompañó y jamás percibió y que sólo
le exige la entrega confiada.
Meditemos
aquí y ahora algo que nubla el entendimiento. ¿Serán al final todos redimidos?
¿También criminales valedores de Auschwitz o el Gulag, como Hitler o Stalin,
entre otros?
De
esto han de desprenderse dos consideraciones: la predestinación y la libertad.
Si
se salvan todos ¿para qué se nace? A ello, añádase desestimarse el libre
albedrío del hombre para poder decidir su destino, si está ya previsto de
antemano. ¿Dónde situar en tal caso la libertad? Si existe el mal es porque es
consentido por lo que es previo a él, esto es, el Bien, orientado hacia un fin
que no ha de ser otro que practicar su elección. (Deut. 30,15). Si son salvos
unos pocos elegidos, conocida de antemano la determinación ¿no resultaría
incomprensible para el resto nacer, sufrir, morir y perderse, si hagan lo que
hagan no alcanzarán la meta? ¿No sería más razonable humanamente no haber sido
arrojados a la vida?
Es
posible que ni siquiera el mal pueda sustraerse finalmente al bien. Mas, si se
salvaguarda la misericordia ¿dónde quedaría, pues, la justicia? Veámoslo así.
En tanto se vive, la fe habita entre la voluntad, la indecisión, la duda y la
negación. Ahora, desvelado el último velo y contemplando cara a cara,
entendiendo, sólo permanece la libre y última resolución y ésta es del hombre:
autoexclusión o aceptación. El veredicto no proviene de fuera, sino de su
interior. En el filo de la navaja está él mismo y a ambos lados se sitúan
compasión y rectitud. La oferta se
mantiene intacta. En su estancia terrena podía moverle la atrición
(arrepentimiento por miedo al castigo eterno); ahora es todo contrición (abatimiento
al experimentar el amor de la seducción divina sin ningún filtro). Al final se
argüirá que se impone la gratuidad del cielo.
En este sentido arriesgó muchísimo Papini en su ensayo “El Diablo”,
sugiriendo que al fin todo será sometido, incluso el propio tentador (1 Cor
15,28)
©ANGEL MEDINA, poeta y escritor español
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
Blog
del autor: novelapoesiayensayoangelmedina.blogspot.com
Excelente desarrollo del eterno interrogante del ser humano, preguntas que solamente en algunas vivencias extremas, conceden respuestas que son tan imprecisas,como el misterioso desenlace de un cielo tormentoso.....!
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