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EL TÍO
Mamá insistía en que nos
quedaríamos en casa de los tíos. Y yo comenzaba a sentir estertores
instantáneos. Mi cuerpo entero gritaba que no. No. No. En casa de los tíos no.
Nadie comprendía la negativa constante a ir con ellos, dado que mis primas eran
muy queridas y amistosas. Juntas pasábamos tardes enteras saltando a la soga o
corriendo en escondidas fantásticas que podían durar varias horas. Carcajadas,
alegres canciones y abrazos de total camaradería eran habituales. La risotada
de Mimí, franca y estruendosa me producía una felicidad indescriptible. Amaba a
mis primas. Pero la casa…
Imposible hoy en día
precisar el número de la calle Winter en la que vivían, pero puedo describir al
detalle la cuadra entera y el frente en particular. Era una vivienda en espejo
de los años cuarenta o cincuenta, tenía paredes solidas de estuco grisáceo y zócalo
alto y negro. Una puerta principal y un par de ventanas con celosías que
chirriaban hacia la derecha. Si te abrían la puerta, el frío y oscuro pasillo
envolvía una a una las partes de cuerpo y se apoderaba de vos cierto temblor
que nunca, pero nunca más te abandonaba. Tendría unos seis metros ese pasillo,
interminable y macabro como pocos.
Promediando los tres
metros, un crucifijo gigante de bronce colgaba presagiando la necesidad de
protección, y cuando te acercabas al estar te esperaba El entierro del conde de
Orgaz, del Greco, en la pared con la que chocabas antes de abrirse la
habitación donde por lo general, el resto de la familia estaba reunida. Ellos,
mis tíos y primos no parecían reconocer ningún signo extraño, y trascurrían el
día con naturalidad. Juegos, lecturas y algún reto de la tía Mona, porque
corríamos los muebles formaban parte del murmullo cotidiano. Todos eran
felices. ¿Es que no veían la oscuridad de la casa? ¿No caían en cuenta los
continuos alaridos apagados y opacos que se oían?
La única ventana del
living, estaba cubierta por una cortina pesada de terciopelo azul noche y no
era habitual que se corriera. Era imposible saber cómo era esa ventana, si me
permitiría escapar, hacia donde daba. Mi tarde se diferenciaba de la
descripción del resto de la familia. Aletargada y temblando, parecía participar
de todo pero en realidad iba hilando conjeturas y sintiendo cada vez más
anticipación y ansia.
Mi pequeño primo Javier,
llamado así por el arcángel, presumía volar y se lastimaba a diario en sus
intentos, y Lili, otra de las chicas, pálida y ojerosa, sostenía un arpa
gigante que tocaba sin cesar. Mis hermanos desoían lo que les contaba, y me
trataban de miedosa.
A las diecinueve, nos
llamaban a todos y debíamos rezar el rosario completo, en voz alta,
arrodillados en línea que el tío Orlando, recién llegado de su empleo, trazaba
en tiza y controlaba con el atizador de la chimenea. Yo no sabía todo el
rosario y temblaba, mirando el piso, pensando que se iba a dar cuenta y a
azotarme. Nunca lo había hecho, pero era capaz.
Medía un metro noventa y
debía pesar unos cien kilos, su cabellera espesa y blanca no era la de un
hombre de treinta y seis años, y sus enormes manos, te aplastaban las tuyas al
saludar. Su voz me sonaba gutural y pastosa y las pisadas del tío reverberaban
por largo rato en el piso de cedro oscuro y antiguo de la casa.
Después de la comida de la
noche, frugal y escasa, la casa caía en una oscuridad total y debíamos repetir
una rutina severa de higiene, que siempre tenía muchas risas de los demás y un
silencio espectral de mi parte. Venía lo peor. Lo temido.
Cuando las campanas del
reloj marcaban las nueve, todos debíamos arrodillarnos, ya higienizados,
derredor de la cama, y con las manos juntas comenzar las oraciones que nos iban
a proteger en el sueño posterior. Primero el credo, luego el sálvame, seguía el
padre nuestro y el ave maría. Si te equivocabas, el atizador de Orlando te
señalaba y era probable que te golpeara. Mis primos y hermanos se reían mucho.
¿Es que sabían todas las oraciones? No
creo que vieran a los querubines del conde de Orgaz que venían cada noche a
guardarnos. Ni que conocieran a la virgen tanto como para que los perdonara. Yo
directamente estaba helada, con nueve años, perdida en un día trágico y lleno
de peligros, uno de los tantos que viví en la calle Winter. Me arrodillé antes de tiempo, el tío me miró,
Me espantó su frialdad y su rechazo.
Por ansiosa, me dijo
Espera a las campanadas,
me dijo.
No respondí, pero mis
entrañas entraron en guardia y cuando sonaron seguía arrodillada. Una rodilla
me dolía, apretada contra la junta del parquet, de la que salía una pequeña
astilla, que se iba clavando en mí. Podía oler el momento, oler las
transpiraciones de todos, oír cada bocanada de aire, cada ruido de la casa, la
ventana chirriando, la pesada cortina susurrando, sentía aletear a los del
cuadro cuando salieron hacia aquí.
Giraban entre nosotros riendo y murmurando oraciones confusas. El tío
dijo:
Comencemos con el credo,
creo en dios padre…
No supe cómo seguir, sentí
sus pasos, de reojo su sombra se acercó, me rozó levemente, tomé el atizador, y
lo hice.
©SOLEDAD VIGNOLO, poeta y escritora argentina
MIEMBRO HONORÍFICO DE
ASOLAPO ARGENTINA
Magnífico relato, que contiene la savia de un buen cuento....!Transmite al lector todas las angustias de la protagonista, hace revivir, todas los miedos que en algún momento de nuestra niñez, fueron de una u otra forma, nuestros fantasmas!!!!!
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