MALA MEMORIA
Por Antonio
Las Heras
¿Por
qué no le habré creído?, me repetí mil veces. Si era factible, si tenía pruebas
a la mano… Edgard había investigado correctamente. ¡No podía equivocarse! Mas,
sin embargo, yo tuve que meter mis narices… Y, ahora, el asunto no tenía más
remedio. Era el final de nuestras actividades… ¡Increíble! Después de tantos
siglos… Pero, ¿quién lo podía creer?
La tradición decía que éramos originarios de allá… ¿Quién
habría sido el torpe que escribiera tamaña estupidez?
Cuando mis alimentos se terminen, seré hombre muerto… ¡Es
imposible salir de aquí! Las paredes son de granito, cada bloque debe pesar más
de diez toneladas. Están ajustados con plena exactitud. Será el fin para
nuestra especie… ¿De qué nos valdría avisar, si él está suelto? ¡Y yo lo solté!
¡Cuán idiota soy! Cuán idiota… ¡No tomé ni las más mínimas precauciones que el
caso requería! Pero, ¡es que era imposible! De haber tenido una estaca… Pobre
Edgard, cuando llegue él…
No
podía convencerme. Entonces, recordé el día que Edgard llegó presuroso a mi
escritorio. El reloj daba la medianoche. Medianoche en punto, para ser bien
preciso. Hacía un rato, apenas, que yo me había desvelado y perdido el sueño.
Me mostró su descubrimiento… Lo analizamos juntos. Era el grabado de un faraón
de la cuarta dinastía; y ante nuestro estupor, su fiel servidor aparecía
adornado con dos colmillos en la boca a la usanza de los vampiros.
¡Esto no era posible! Todos conocemos bien que son
originarios de Transilvania donde se encuentra el castillo que ha pertenecido a
nuestra familia desde hace siglos… ¿Quién era ese ser de colmillos pronunciados
dibujado en una obra de arte del Egipto Faraónico?
Edgard
me pidió que me quedara tranquilo. ¡Pero yo fui cabeza dura! Quise investigar…
¡Y aquí estoy! A ciento veinte metros bajo las arenas del
desierto, en la cámara funeraria de Alhones III, ¡encerrado vivo! Y el vampiro
servidor ha de estar – aprovechando la noche – dirigiéndose a matar a mi amigo
Edgard.
¡Cómo
no lo recordé antes! El guardia de Alhones III era Masurio, el Gran Dueño; él
se encargaba de destruir a los profanadores de tumbas, necrófagos y lobizones. Porque
el Gran Dueño, el Gran Vampiro, el único vampiro que tomaba sangre de sus
semejantes, era tremendamente superior… ¡Y yo no lo había considerado posible!
Fui tan tonto que lo supuse muerto… o, apenas, una leyenda sin fundamento real.
¡Y
aquí estoy! Y en cuanto se me termine la sangre de mi guía – a quien acabo de
morder – yo también habré de morir; porque tanto Edgard como yo somos vampiros.
Y, resulta, que con el pasar de los siglos olvidamos que habíamos sido nosotros
dos los que convencimos al Gran Sacerdote de Amón para que enterrara a Masurio
como protección eterna del sarcófago que guarda aún ahora la momia del faraón
Alhones III. De esa manera nos libramos del peligro hace milenios.
¡Lástima grande que los vampiros comunes tengamos tan
mala memoria!
Barrio
de Villa Devoto, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, invierno de 1970
©
ANTONIO LAS HERAS, poeta y escritor argentino
ASESOR
CULTURAL DE ASOLAPO ARGENTINA
Grandes estudios arqueológicos ,varias películas de vampiros ,una imaginación superlativa y una noche de insomnio,,,,hacen que el lector, llegue al fin de este relato,,,,¡Felicitaciones!!
ResponderEliminarMuy agradecido por estas palabras! Abrazo!
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