Un papá calabrés
― ¡A ver! Los que viajan a la madrugada, anotarse
ahora.
―El tren sale a las cuatro
y media, Sr.
―Muy bien… ¿Quién sigue?
Érase la misma historia; la misma
situación de todos los viernes por la noche. La jornada extensa en agotador
doble turno ―triple diría sumándole horas de estudio con trabajos prácticos― llegaba
a su fin y, distendidos y alegres, los alumnos del internado se disponían a
pasar el fin de semana con sus respectivas familias. Algunos por su origen en
lugares muy distantes permanecían en la escuela realizando múltiples
actividades, según la obligación y situación de cada caso, aprovechando las
instalaciones deportivas, o la biblioteca u otra disciplina una vez cumplidas
las tareas y deberes. Todo esto alternado con simples paseos vespertinos yendo
al cine de “matiné” con dos cines por opción, o nomás al “Bar Oriente” para
tomar un café y conversar con los amigos. Los que gustaban de carambolas a tres
bandas iban al “Botafogo” en donde había buenos billares, en tanto otros
jóvenes invertían su tiempo en caminar por la calle céntrica viendo las chicas
pasar por la vereda de enfrente o bien reunirse con muchachos de los otros
colegios e incluso del nuestro, quienes vivían en la localidad y por lo tanto
eran alumnos externos. Los pupilos, sin excepción, venían de otros pueblos.
Pues bien, yo era uno de estos. Y gustoso de participar en esas relaciones
porque siempre tenía oportunidad de alistarme para algún partido de fútbol.
Solía compartir la merienda con un
amigo, cuyo papá regenteaba un hotel en la esquina frente a la estación del
tren, mientras observábamos las maniobras de locomotoras y vagones. Un
escenario hoy desaparecido…y creo que el hotel también.
Época cuyo mayor encanto estribaba
en que teníamos dieciséis o diecisiete años y que sin duda es la más lozana de
nuestras vidas ―aunque nos damos cuenta a los sesenta― y que aprovechábamos lo
mejor posible de acuerdo a los valores que la regían. La gran mayoría cultivaba
el deber personal y el respeto a familiares y prójimo. “Estudiá y pórtate bien
que el beneficio será para vos”, nos repetían nuestros padres
constantemente.
Obviando algunas rigideces y escasez,
todo se desenvolvía en armonía y cierta dosis de felicidad. Esta no es
completa; siempre algo falta, máxime cuando no se tiene exacta idea de su
significado. Uno siente más o menos ser feliz. A mi modo creo que lo era y, más
aún, sigo creyéndolo.
No eran las diez de la noche cuando
ya estábamos bajo las sábanas. Mi amigo, y vecino de cama, Américo, al tiempo
que se acobijaba me dice:
― ¡Qué madrugón!, ¿eh?
―Ni me hables. Me perdí el colectivo
por la reunión del Centro de Alumnos. Ya estaría en casa.
― ¿Tenés fútbol mañana?
―Sí, pero no sé contra quien jugamos
porque el último partido falté y…
― ¡Sshh!, viene el celador
Rafael…
― ¡Bueno, bueno! A ver si duermen
que ya es tarde. Les apago la luz.
―Tiene necesidad de gritar ―dije por
debajo de las frazadas― aun siendo viernes a la noche y cuando el pabellón esta
medio vacío
No acababa de conciliar el sueño cuando el
zamarreo del celador, vestirme, caminar a la estación con los demás viajeros,
sacar boleto y emprender la marcha fue todo uno. El “tatac-tatac” de las ruedas
se oponía al silencio y quietud conque, apretujados unos y otros para darnos
calor, continuábamos el sueño interrumpido a esa hora de la madrugada. La
locomotora a vapor enviaba apenas calefacción dentro de los destartalados
vagones con asiento de madera y ventanillas flojas. En 1961 viajábamos en un
coche motor que reemplazó a la vieja máquina; luego vino un convoy de tres o
cuatro coches llevados por una diésel; y cinco años después volvió esa que nos
arrastraba ese día. Eran los preanuncios ―con dilatadas huelgas mediante― de la
caída libre del servicio ferroviario.
Un silbatazo nos alertó de la llegada
a nuestro pueblo y, mientras me disponía al descenso, ya pensaba en el partido
de la tarde y en todas las emociones disponibles en ciernes.
Todavía lejos el amanecer, nos
resultaba oportuno una visita a los amigos que, a las cinco de la mañana,
estaban en la cuadra elaborando el pan al calorcito del horno a leña. Luego nos
dirigíamos a casa de Tito a tomar mate mientras repasábamos las vivencias de la
semana reciente (Los deberes para después). Y más tarde, a eso de las ocho,
cuando se ponía en marcha mi familia, llegaba a casa para el desayuno y algunas
veces con las “tortitas negras”. En un santiamén pasaban los besos a mamá,
papá… y mis alborotadas hermanas, instalándonos acto seguido frente al humeante
café con leche; el mismo que se sirve en todas partes de este mundo pero
ninguno como el de casa.
―Bueno, Dau: ahí están tu camiseta,
pantaloncito y medias sobre tu cama. Las zapatillas en el baño… ¿sabés a qué
hora juegan?
―Tengo que ver a Oscar o Cacho…
―Ya avisaron; es a las tres y media
en la canchita frente al club.
― ¡Ah, con los de Onagoity! Creí que
íbamos a Buchardo.
―Será la semana que viene.
Eemm…decime: tenés deberes vos ¿no?
― Síí…eso nunca falta. Unos dibujos,
Tecnología, Castellano…también Geografía, Historia, Instrucción Cívica, Higiene
y Seguridad Industrial, ¡ah! Botánica, Zoología… ¡uuff! ¡Y Matemáticaa…Aarff!
― Es para tu bien, nene.
―Sí, Má… pero también quiero jugar al
fútbol y papá no me deja en el club. Cuando vaya a trabajar con el tío Atilio
en Buenos Aires, apenas pueda lo voy a ver a Don Héctor para que me presente en
All Boys
― Sí, sí ¡Justo en All Boys! Para que
te rompan una pierna. Como le pasó a Juan Armagnague cuando jugó en Rácing.
Vino todo estropeado… rengueando atendía el hotel.
―Bueno, Má…pero yo no me voy a dejar
pegar.
― Vos te crees que allá vas a estar
jugando en el “25 de Mayo” o en “Les Pirynnees”.
― ¡Uuy, cierto! Los gringos de Pincén
la vez pasada me dieron una patada en la cabeza…y la pelota venía a ras del
suelo.
―Por eso te digo. Anda con tus
deberes y sin jorobar. ¡Cribio! Te voy a dar All Boys.
Alrededor de las once y media tenía
lista buena parte de mi tarea, restando un poco para el domingo a la mañana.
Salí de pronto, haciéndome el chiquito, por el portoncito que da a la calle
lateral de nuestro terreno. Al cabo de unas pocas señas estábamos juntos y ya
nuestra charla iba en curso pero, de un modo peculiar: en silencio.
― (¿Cómo voy a decirle a papá el día
que quiera casarme?), pensaba abstraído.
El frondoso eucalipto vecino soltaba
muchas ramas y, con un trozo de ellas, escribíamos en el guadal de la calle
sentados en el borde de la cuasi vereda. Todos hacíamos esto desde niños, no
mucho tiempo atrás. Dibujo va, dibujo viene: un rostro deforme, una flor
insulsa, un garabato yermo, una raya al través…; mientras de soslayo espiaba su
pelo negro como plumaje de tordo. Y negros también sus ojos: dos carboncillos;
la piel morena, sus dientes ebúrneos; regordeta, simpática, dulce, más
tranquila y buena que el pan. Era lo que se dice un fiel exponente de la gente
criolla, y mi padre un “tano” más duro que un tronco.
― (¿Cómo haré, como haré?)
En eso un tronquito…o ramita ―no sé― dio
un crujido sospechoso. Nos quedamos tan quietos como la derrotada piedra
movediza de Tandil, mirando al frente, deseando ser invisibles. Otra ramita
crujió, se dispersaron unas hojas secas, y enseguida se oyó:
― ¡Quéjem…quéjem!
―Una silente voz me dijo: ¡zas!
Al cabo de diez segundos otra voz,
pero esta parecida a un trueno espetó:
― “¿Qué assemmo?... Osté sigñorita
¿no tiene casa? ¿E no la stá chiamando su mamá? ¡Me se manda a mudare ya!
Vam... ¡vam!... E osté sigñore, ma ¿no staba siendo lo dovere? Stano toddo lo
libro e cuaderno sopra la mesa ¡proprio un disordenato! ¡E me se va dentro ora
mismo que e l’ora de comere! ¡Per u santo diávolo! Insima a la tarde se va
jugare a la pelota en vé de quedarse a la casa a escuchare la radio, que hoy
juega All Boy con Dosur. E eso otro que
lo viene a buscare… yia voy a hablare con eso sigñore el lune a la fábrica.
¡Per la Maddonna, dele a rompere la zapatilla! ¡Oouh! ¡Hay que embromarse!”.
Ese día gris fue el principio del fin
de un amor adolescente que el tiempo cubrió con su manto, pero no logró echar
al olvido. Y menos a mi padre, quien cruzó el gran océano para quedarse en esta
nuestra tierra, dedicarse con bondad seriedad y esfuerzo a su familia y a sus pares
y, con amor, poner su grano de arena para que yo pueda disfrutar esta vida que
me toca y tanto aprecio y quiero como lo quiero a él.
©LUCIO CAÑUPAN, poeta y
escritor argentino
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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