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sábado, 26 de junio de 2021

Un papá calabrés, Lucio Cañupan, Italó, Córdoba, Argentina

 



Un papá calabrés

 

           ― ¡A ver! Los que viajan a la madrugada, anotarse ahora.

―El tren sale a las cuatro y media, Sr.

―Muy bien… ¿Quién sigue?

           Érase la misma historia; la misma situación de todos los viernes por la noche. La jornada extensa en agotador doble turno ―triple diría sumándole horas de estudio con trabajos prácticos― llegaba a su fin y, distendidos y alegres, los alumnos del internado se disponían a pasar el fin de semana con sus respectivas familias. Algunos por su origen en lugares muy distantes permanecían en la escuela realizando múltiples actividades, según la obligación y situación de cada caso, aprovechando las instalaciones deportivas, o la biblioteca u otra disciplina una vez cumplidas las tareas y deberes. Todo esto alternado con simples paseos vespertinos yendo al cine de “matiné” con dos cines por opción, o nomás al “Bar Oriente” para tomar un café y conversar con los amigos. Los que gustaban de carambolas a tres bandas iban al “Botafogo” en donde había buenos billares, en tanto otros jóvenes invertían su tiempo en caminar por la calle céntrica viendo las chicas pasar por la vereda de enfrente o bien reunirse con muchachos de los otros colegios e incluso del nuestro, quienes vivían en la localidad y por lo tanto eran alumnos externos. Los pupilos, sin excepción, venían de otros pueblos. Pues bien, yo era uno de estos. Y gustoso de participar en esas relaciones porque siempre tenía oportunidad de alistarme para algún partido de fútbol.

           Solía compartir la merienda con un amigo, cuyo papá regenteaba un hotel en la esquina frente a la estación del tren, mientras observábamos las maniobras de locomotoras y vagones. Un escenario hoy desaparecido…y creo que el hotel también.

           Época cuyo mayor encanto estribaba en que teníamos dieciséis o diecisiete años y que sin duda es la más lozana de nuestras vidas ―aunque nos damos cuenta a los sesenta― y que aprovechábamos lo mejor posible de acuerdo a los valores que la regían. La gran mayoría cultivaba el deber personal y el respeto a familiares y prójimo. “Estudiá y pórtate bien que el beneficio será para vos”, nos repetían nuestros padres constantemente.                                                                                                                                   

           Obviando algunas rigideces y escasez, todo se desenvolvía en armonía y cierta dosis de felicidad. Esta no es completa; siempre algo falta, máxime cuando no se tiene exacta idea de su significado. Uno siente más o menos ser feliz. A mi modo creo que lo era y, más aún, sigo creyéndolo.                                        

           No eran las diez de la noche cuando ya estábamos bajo las sábanas. Mi amigo, y vecino de cama, Américo, al tiempo que se acobijaba me dice:                                     

           ― ¡Qué madrugón!, ¿eh?                                                                                                   

           ―Ni me hables. Me perdí el colectivo por la reunión del Centro de Alumnos. Ya estaría en casa.                                                                                                                                                     

           ― ¿Tenés fútbol mañana?                                                                                                                              

           ―Sí, pero no sé contra quien jugamos porque el último partido falté y…                  

           ― ¡Sshh!, viene el celador Rafael…                                                                                                            

           ― ¡Bueno, bueno! A ver si duermen que ya es tarde. Les apago la luz.                         

          ―Tiene necesidad de gritar ―dije por debajo de las frazadas― aun siendo viernes a la noche y cuando el pabellón esta medio vacío

          No acababa de conciliar el sueño cuando el zamarreo del celador, vestirme, caminar a la estación con los demás viajeros, sacar boleto y emprender la marcha fue todo uno. El “tatac-tatac” de las ruedas se oponía al silencio y quietud conque, apretujados unos y otros para darnos calor, continuábamos el sueño interrumpido a esa hora de la madrugada. La locomotora a vapor enviaba apenas calefacción dentro de los destartalados vagones con asiento de madera y ventanillas flojas. En 1961 viajábamos en un coche motor que reemplazó a la vieja máquina; luego vino un convoy de tres o cuatro coches llevados por una diésel; y cinco años después volvió esa que nos arrastraba ese día. Eran los preanuncios ―con dilatadas huelgas mediante― de la caída libre del servicio ferroviario.

          Un silbatazo nos alertó de la llegada a nuestro pueblo y, mientras me disponía al descenso, ya pensaba en el partido de la tarde y en todas las emociones disponibles en ciernes.

          Todavía lejos el amanecer, nos resultaba oportuno una visita a los amigos que, a las cinco de la mañana, estaban en la cuadra elaborando el pan al calorcito del horno a leña. Luego nos dirigíamos a casa de Tito a tomar mate mientras repasábamos las vivencias de la semana reciente (Los deberes para después). Y más tarde, a eso de las ocho, cuando se ponía en marcha mi familia, llegaba a casa para el desayuno y algunas veces con las “tortitas negras”. En un santiamén pasaban los besos a mamá, papá… y mis alborotadas hermanas, instalándonos acto seguido frente al humeante café con leche; el mismo que se sirve en todas partes de este mundo pero ninguno como el de casa.

          ―Bueno, Dau: ahí están tu camiseta, pantaloncito y medias sobre tu cama. Las zapatillas en el baño… ¿sabés a qué hora juegan?

          ―Tengo que ver a Oscar o Cacho…

          ―Ya avisaron; es a las tres y media en la canchita frente al club.

          ― ¡Ah, con los de Onagoity! Creí que íbamos a Buchardo.

          ―Será la semana que viene. Eemm…decime: tenés deberes vos ¿no?

          ― Síí…eso nunca falta. Unos dibujos, Tecnología, Castellano…también Geografía, Historia, Instrucción Cívica, Higiene y Seguridad Industrial, ¡ah! Botánica, Zoología… ¡uuff! ¡Y Matemáticaa…Aarff!

          ― Es para tu bien, nene.

          ―Sí, Má… pero también quiero jugar al fútbol y papá no me deja en el club. Cuando vaya a trabajar con el tío Atilio en Buenos Aires, apenas pueda lo voy a ver a Don Héctor para que me presente en All Boys                                                                                                                                              

          ― Sí, sí ¡Justo en All Boys! Para que te rompan una pierna. Como le pasó a Juan Armagnague cuando jugó en Rácing. Vino todo estropeado… rengueando atendía el hotel.

          ―Bueno, Má…pero yo no me voy a dejar pegar.

          ― Vos te crees que allá vas a estar jugando en el “25 de Mayo” o en “Les Pirynnees”.

          ― ¡Uuy, cierto! Los gringos de Pincén la vez pasada me dieron una patada en la cabeza…y la pelota venía a ras del suelo.

          ―Por eso te digo. Anda con tus deberes y sin jorobar. ¡Cribio! Te voy a dar All Boys.

          Alrededor de las once y media tenía lista buena parte de mi tarea, restando un poco para el domingo a la mañana. Salí de pronto, haciéndome el chiquito, por el portoncito que da a la calle lateral de nuestro terreno. Al cabo de unas pocas señas estábamos juntos y ya nuestra charla iba en curso pero, de un modo peculiar: en silencio.

          ― (¿Cómo voy a decirle a papá el día que quiera casarme?), pensaba abstraído.

          El frondoso eucalipto vecino soltaba muchas ramas y, con un trozo de ellas, escribíamos en el guadal de la calle sentados en el borde de la cuasi vereda. Todos hacíamos esto desde niños, no mucho tiempo atrás. Dibujo va, dibujo viene: un rostro deforme, una flor insulsa, un garabato yermo, una raya al través…; mientras de soslayo espiaba su pelo negro como plumaje de tordo. Y negros también sus ojos: dos carboncillos; la piel morena, sus dientes ebúrneos; regordeta, simpática, dulce, más tranquila y buena que el pan. Era lo que se dice un fiel exponente de la gente criolla, y mi padre un “tano” más duro que un tronco.

          ― (¿Cómo haré, como haré?)

          En eso un tronquito…o ramita ―no sé― dio un crujido sospechoso. Nos quedamos tan quietos como la derrotada piedra movediza de Tandil, mirando al frente, deseando ser invisibles. Otra ramita crujió, se dispersaron unas hojas secas, y enseguida se oyó:

          ― ¡Quéjem…quéjem!

          ―Una silente voz me dijo: ¡zas!

          Al cabo de diez segundos otra voz, pero esta parecida a un trueno espetó:

          ― “¿Qué assemmo?... Osté sigñorita ¿no tiene casa? ¿E no la stá chiamando su mamá? ¡Me se manda a mudare ya! Vam... ¡vam!... E osté sigñore, ma ¿no staba siendo lo dovere? Stano toddo lo libro e cuaderno sopra la mesa ¡proprio un disordenato! ¡E me se va dentro ora mismo que e l’ora de comere! ¡Per u santo diávolo! Insima a la tarde se va jugare a la pelota en vé de quedarse a la casa a escuchare la radio, que hoy juega All Boy con Dosur.   E eso otro que lo viene a buscare… yia voy a hablare con eso sigñore el lune a la fábrica. ¡Per la Maddonna, dele a rompere la zapatilla! ¡Oouh! ¡Hay que embromarse!”.

          Ese día gris fue el principio del fin de un amor adolescente que el tiempo cubrió con su manto, pero no logró echar al olvido. Y menos a mi padre, quien cruzó el gran océano para quedarse en esta nuestra tierra, dedicarse con bondad seriedad y esfuerzo a su familia y a sus pares y, con amor, poner su grano de arena para que yo pueda disfrutar esta vida que me toca y tanto aprecio y quiero como lo quiero a él.

 

©LUCIO CAÑUPAN, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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