El mundo es un pañuelo
Siempre
por delante la pregunta que ocupó el pensamiento de todas las épocas y -mal que
nos pese- nos sigue preocupando: “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Hacia
dónde vamos?” (D'où venons nous? Que sommes nous? Où allons nous?, diré,
intentando ser más explicativo y reproduciendo en el idioma original la
formulación que se hizo el maestro Paul Gauguin, exiliado voluntariamente en
una remota isla tropical, dando título al desconcertante cuadro que se exhibe
en el Museo de Bellas Artes de Boston, y tuve la oportunidad de ver en una
visita a la ciudad donde tengo parientes muy cercanos.
Las
tres preguntas son también las típicas que en el idioma tahitiano (la lengua
austronesia), cuenta el maestro en su diario, le hizo a boca de jarro un nativo
de la isla: “¿Tú quién eres?” (o vai ´oe?), ¿De dónde vienes? (nohea
roa mai ´oe?), ¿Adónde vas? (te haere ´oe hea?). Todo, por supuesto,
en la primera persona del plural, algo que se puede rememorar ahora haciendo
una alegoría plástica de la vida humana y que la cibernética, ya ha incorporado
a su infinito universo comunicativo.
De
aquel destino pintor de Gauguin nacen otros interrogantes, que han quitado el
sueño a demasiados filósofos, teólogos y científicos de todas las épocas.
Preguntas que nos seguimos haciendo hoy, aunque asistidos de internet, con
ayuda de aplicaciones que a través de Google nos dan respuesta
a los curiosos insaciables como yo. Sucede que nos toca vivir en medio de
instrumentos de navegación que facilitan el pensamiento; a la vez que nos
brindan una fuerte orientación para avanzar en hechos investigativos.
Ahora,
muchos enigmas de la ciencia y, por ende, de la filosofía, se han vuelto
manejables y hasta menos asombrosos que comprensibles. Son los mismos que a lo
largo de la historia, desde diferentes ópticas, han quitado el sueño a más de
uno, casi siempre al servicio de engrosar los conocimientos de las diversas
disciplinas. Tiempos, a su vez, en que la literatura debe estar en diálogo
continuo con la tradición y un presente que cotidianamente se proyecta hacia
mañana; por ende hacia lo enigmático.
Mientras
tanto, no es un disparate afirmar que siempre que haya un ser humano en pie,
con dos dedos de frente y un poquísimo de imaginación, habrá dioses y, por
consiguiente, una inmensa soledad y la necesaria expresión artística. Sin duda,
el maniático Hegel se equivocó al pronosticar la muerte del arte en el siglo
XIX. Hoy estamos aquí sacándole la lengua, bajo el efecto -y con todos los
defectos juntos- de los años 2000 de este siglo XX que cursamos, plenos de
continuos deslumbramientos. Ya agotamos, por otro lado, la gran nómina de vanos
finalismos. Teniendo en cuenta, eso sí, que escribir es un permanente homenaje
a nuestros orígenes, con dioses, paisajes y madonas incluidas.
Sin
embargo, sobre el binomio autor-obra y texto-contexto, con demasiadas opiniones
mediantes, encontramos que la crítica marxista afirma que la obra de arte está
sometida a condiciones de clase; a su vez que el psicoanálisis la relaciona al
inconsciente del autor (desarrollando teorías sobre filias, fobias y
perversiones reprimidas). No es todo, el estructuralismo puro y el new
criticism (unidos en idénticos fracasos) defienden la necesidad de huir
de la “falacia biográfica”; por consiguiente, todo es texto, Close
Reading, es decir, inmanentismo o barbarie; al tiempo que la terquedad de
la lente feminista y las teorías queer, como
sostiene Foucault, fomentan una desigualdad contextual de facto impuestas por
el sexo y la estrechez identitaria que pesan en el Occidente.
En
fin, elucubraciones y teorías sobre un invisible que supuestamente se enmascara
desde la sexualidad y opera sobre la consciencia, etc. Todas estas
perspectivas, sumadas unas a otras, forman un caleidoscopio innecesario y vano,
pues cada texto genera su propia interpretación; al tiempo que la gama de
pareces es amplia y abierta, cuando no desconcertante.
En
lo personal, diré que lo que más interesa en el caso de tales pareceres es liberar
de ingenuidades a la bendita poesía. Explico por qué: yo descreo de la
literatura inocente. Aunque me sienta un lírico incorregible y viva tentado de
escribir sobre el amor, lo social o lo divino; pero bueno, para qué negarlo,
también intento construir una ficción ideológica, ya que todo está bajo esa
férula; es más, creo que todo autor debe ser consciente de esta evidencia y,
partiendo de ahí, construir el sentido de su discurso.
¿Cuánto
hay de autobiográfico en la poesía? La respuesta es mucho, quizá demasiado;
pero ¡qué le vamos a hacer, el asunto es así desde Platón o de un poeta romano
que admitía sus deslices a los cuatro vientos! Desde que los griegos inventaron
la kalokagathia, en el Occidente hemos estado perseguidos por la
paranoia de lo real, pretendiendo adornarla con el discurso de lo bello y lo
verdadero.
En
síntesis, toda poesía es autobiográfica. Los paradigmas del poeta son el
análisis de sí mismo. Padecemos la esquizofrenia de la realidad y no podemos
dejar de reconocer que las obsesiones aristotélicas son en parte nuestras
obsesiones de ahora; también nuestros vicios. Además de la tan citada expulsión
de los poetas de la polis, cuando Platón coloca la aletheia (verdad
o belleza en sí) como aspiración máxima del hombre, quizá sin saberlo estaba
dañando a la poesía en general. Digamos que la encorsetó, aspirando alejarla,
vía Aristóteles, por supuesto, del ámbito ficcional al que pertenece.
Desde
muy atrás se ha visto a la poesía como un género menor frente a la épica o la
tragedia. Es por esto que relacionar la poesía con la verdad autobiográfica es
menos delicado que regresivo. Al glorioso Ramón Gómez de la Serna le podemos
exigir sinceridad en las páginas biográficas de su Automoribundia;
pero nunca al poeta que fue en su deslumbrante prosa. Ni siquiera Nicanor Parra
escribió poesía autobiográfica, por mucho que se nombre a sí mismo en sus
antipoemas e intente ponerse como personaje, es y no es él. Y es muchos a la
vez.
Según
creo, desde que tengo uso de razón, la filosofía, el filosofar, es reflexión;
pensamiento del pensamiento o sobre el pensamiento. En cuanto a la
comunicación, es nada menos que la difusión masiva de nuestras ideas; es decir,
la masificación de datos para que lleguen y se propaguen al alcance de todos,
abarcando a demasiados, e incluyendo a marginales y desposeídos de esta cruel e
indiferente época, con tantísimo de Facebook y WhatsApp y
un mínimo o casi nada de poesía.
Tal
vez no es un despropósito afirmar que un año de nuestros días pueda equivaler a
mil años del pasado. En tecnología obviamente, no así en el alma del hombre que
vive hurgando y dependiendo de su pasado. Ha sucedido que de repente, como un
huracán o un tsunami, que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, un mundo
nuevo, virtual e interactivo, se nos vino encima haciendo que la fabulosa
ciencia de las comunicaciones avanzara con paso de paquidermo entrenado para
una competencia deportiva, pisando todo a su paso sin miramientos, y hoy,
aferrados a nuestros aparatos de pantallas abiertas hacia cada uno y el
Universo, disfrutamos o sufrimos de manera on-line, y acaso cada
vez menos existencial, o existencial a distancia.
Sostenidas
por precisas y versátiles aplicaciones, hasta la portentosa Torre de
Babel se ha derrumbado ante nuestros pies y ha hecho que los idiomas,
transformados en un elemento casi común, se propaguen al alcance de todos por
un traductor Google que al instante nos revela los secretos de
cualquier lengua del planeta. Entonces, ávidos de palabras, gozamos y sufrimos
en simultáneo bajo la magia de estar interconectados y sentirnos poco menos que
políglotas y dioses del éter.
El
mundo virtual dice presente; pero ojo, de manera rotunda y a raja tablas,
siendo tan erróneo y generoso de comunitario que se difunde en un ya propio
lenguaje universal, con irritante faltas ortográficas y, entre otras asombrosas
cosas, analizadas y vista desde la perspectiva de ágiles manos y bien
entrenados dedos, que pulsan tableros bajo una ramplonería vulgar y alarmante
que culmina, casi siempre, cuando ya nada queda por decir, en un
irritante emojis.
¡Aleluya,
todos usamos y somos dependientes de internet; tampoco nadie está
privado de su conexión y dependencia¡ Eso sí, admitiendo que todos estamos
espiados y la intimidad es cosa de otros tiempos. Esto hace que las personas
como yo, medias lerdas de nacimiento e ineptas en el manejo de aparatos
electrónicos, debamos admitir con cierta humillación que pertenecemos a la
época de los todavía confundidos por este prodigioso y mágico progreso
arrollador.
Queremos
convencernos, por otro lado, que todo tiempo pasado fue mejor, y como buenos
nostálgicos de aquellos tiempos y del nuestro, vivimos sumergidos en la
añoranza; sin duda porque los viejos idos tiempos eran más sencillos, cómodos y
simples. No hace mucho, apenas dos o tres décadas, la lentitud hasta nos
imponía horarios para conversar a través del famoso invento del sabio Alexander
Graham Bell; me refiero al teléfono fijo, que la última vez que sonó en mi casa
casi me agarra un infarto. Recuerdo que me transpiraron las manos y palidecí
tanto que parecía estar en este mundo con un permiso de cementerio para atender
el llamado. Era mi amigo, el poeta Antonio Requeni, tan anacrónico y negado a
la tecnología como yo.
Bueno,
y así sucede que entre tantas rarezas que nos brinda el mundo moderno y su
sofisticado confort, se ha dado también el compartir la fabulosa época de internet y
su agilísima, universal red comunicativa. Seamos sinceros, hoy pocos escriben
un texto y hasta un poema sin la ayuda de este sabio que lo resuelve todo.
También, por otro lado, aferrados a nuestros celulares y computadoras, que se
extienden hacia un espacio abierto, en precisas y generosas pantallas.
Asistidos por versátiles aplicaciones, gozamos o sufrimos en simultáneo bajo la
magia de estar interconectados todo el tiempo, y con cada rincón del Planeta
que ya es demasiado y hasta parece cosa de mandinga.
El
mundo es un pañuelo y, mal que nos pese, vivimos los tiempos de la comunicación
abierta; ya todo o casi todo es virtual y hay quienes se niegan a recordar
aquellos días cuando la vida se deslizaba de manera apacible, muchísimo más
lentamente, sin los sobresaltos de Facebook ni del terco WhatsApp,
ajenos a toda Notebook. No tan lejanas épocas, sin embargo, en las
que todavía era imposible imaginar que el mundo -de manera romántica, claro-
nos cupiera en un bolsillo.
©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino
MIEMBRO
HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA
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