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sábado, 26 de junio de 2021

El mundo es un pañuelo, Roberto Alifano, Buenos Aires, Argentina

 



El mundo es un pañuelo

 

Siempre por delante la pregunta que ocupó el pensamiento de todas las épocas y -mal que nos pese- nos sigue preocupando: “¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Hacia dónde vamos?” (D'où venons nous? Que sommes nous? Où allons nous?, diré, intentando ser más explicativo y reproduciendo en el idioma original la formulación que se hizo el maestro Paul Gauguin, exiliado voluntariamente en una remota isla tropical, dando título al desconcertante cuadro que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Boston, y tuve la oportunidad de ver en una visita a la ciudad donde tengo parientes muy cercanos.

Las tres preguntas son también las típicas que en el idioma tahitiano (la lengua austronesia), cuenta el maestro en su diario, le hizo a boca de jarro un nativo de la isla: “¿Tú quién eres?” (o vai ´oe?), ¿De dónde vienes? (nohea roa mai ´oe?), ¿Adónde vas? (te haere ´oe hea?). Todo, por supuesto, en la primera persona del plural, algo que se puede rememorar ahora haciendo una alegoría plástica de la vida humana y que la cibernética, ya ha incorporado a su infinito universo comunicativo.

De aquel destino pintor de Gauguin nacen otros interrogantes, que han quitado el sueño a demasiados filósofos, teólogos y científicos de todas las épocas. Preguntas que nos seguimos haciendo hoy, aunque asistidos de internet, con ayuda de aplicaciones que a través de Google nos dan respuesta a los curiosos insaciables como yo. Sucede que nos toca vivir en medio de instrumentos de navegación que facilitan el pensamiento; a la vez que nos brindan una fuerte orientación para avanzar en hechos investigativos.

Ahora, muchos enigmas de la ciencia y, por ende, de la filosofía, se han vuelto manejables y hasta menos asombrosos que comprensibles. Son los mismos que a lo largo de la historia, desde diferentes ópticas, han quitado el sueño a más de uno, casi siempre al servicio de engrosar los conocimientos de las diversas disciplinas. Tiempos, a su vez, en que la literatura debe estar en diálogo continuo con la tradición y un presente que cotidianamente se proyecta hacia mañana; por ende hacia lo enigmático.

Mientras tanto, no es un disparate afirmar que siempre que haya un ser humano en pie, con dos dedos de frente y un poquísimo de imaginación, habrá dioses y, por consiguiente, una inmensa soledad y la necesaria expresión artística. Sin duda, el maniático Hegel se equivocó al pronosticar la muerte del arte en el siglo XIX. Hoy estamos aquí sacándole la lengua, bajo el efecto -y con todos los defectos juntos- de los años 2000 de este siglo XX que cursamos, plenos de continuos deslumbramientos. Ya agotamos, por otro lado, la gran nómina de vanos finalismos. Teniendo en cuenta, eso sí, que escribir es un permanente homenaje a nuestros orígenes, con dioses, paisajes y madonas incluidas.

Sin embargo, sobre el binomio autor-obra y texto-contexto, con demasiadas opiniones mediantes, encontramos que la crítica marxista afirma que la obra de arte está sometida a condiciones de clase; a su vez que el psicoanálisis la relaciona al inconsciente del autor (desarrollando teorías sobre filias, fobias y perversiones reprimidas). No es todo, el estructuralismo puro y el new criticism (unidos en idénticos fracasos) defienden la necesidad de huir de la “falacia biográfica”; por consiguiente, todo es texto, Close Reading, es decir, inmanentismo o barbarie; al tiempo que la terquedad de la lente feminista y las teorías queer, como sostiene Foucault, fomentan una desigualdad contextual de facto impuestas por el sexo y la estrechez identitaria que pesan en el Occidente.

En fin, elucubraciones y teorías sobre un invisible que supuestamente se enmascara desde la sexualidad y opera sobre la consciencia, etc. Todas estas perspectivas, sumadas unas a otras, forman un caleidoscopio innecesario y vano, pues cada texto genera su propia interpretación; al tiempo que la gama de pareces es amplia y abierta, cuando no desconcertante.

En lo personal, diré que lo que más interesa en el caso de tales pareceres es liberar de ingenuidades a la bendita poesía. Explico por qué: yo descreo de la literatura inocente. Aunque me sienta un lírico incorregible y viva tentado de escribir sobre el amor, lo social o lo divino; pero bueno, para qué negarlo, también intento construir una ficción ideológica, ya que todo está bajo esa férula; es más, creo que todo autor debe ser consciente de esta evidencia y, partiendo de ahí, construir el sentido de su discurso.

¿Cuánto hay de autobiográfico en la poesía? La respuesta es mucho, quizá demasiado; pero ¡qué le vamos a hacer, el asunto es así desde Platón o de un poeta romano que admitía sus deslices a los cuatro vientos! Desde que los griegos inventaron la kalokagathia, en el Occidente hemos estado perseguidos por la paranoia de lo real, pretendiendo adornarla con el discurso de lo bello y lo verdadero.

En síntesis, toda poesía es autobiográfica. Los paradigmas del poeta son el análisis de sí mismo. Padecemos la esquizofrenia de la realidad y no podemos dejar de reconocer que las obsesiones aristotélicas son en parte nuestras obsesiones de ahora; también nuestros vicios. Además de la tan citada expulsión de los poetas de la polis, cuando Platón coloca la aletheia (verdad o belleza en sí) como aspiración máxima del hombre, quizá sin saberlo estaba dañando a la poesía en general. Digamos que la encorsetó, aspirando alejarla, vía Aristóteles, por supuesto, del ámbito ficcional al que pertenece.

Desde muy atrás se ha visto a la poesía como un género menor frente a la épica o la tragedia. Es por esto que relacionar la poesía con la verdad autobiográfica es menos delicado que regresivo. Al glorioso Ramón Gómez de la Serna le podemos exigir sinceridad en las páginas biográficas de su Automoribundia; pero nunca al poeta que fue en su deslumbrante prosa. Ni siquiera Nicanor Parra escribió poesía autobiográfica, por mucho que se nombre a sí mismo en sus antipoemas e intente ponerse como personaje, es y no es él. Y es muchos a la vez.

Según creo, desde que tengo uso de razón, la filosofía, el filosofar, es reflexión; pensamiento del pensamiento o sobre el pensamiento. En cuanto a la comunicación, es nada menos que la difusión masiva de nuestras ideas; es decir, la masificación de datos para que lleguen y se propaguen al alcance de todos, abarcando a demasiados, e incluyendo a marginales y desposeídos de esta cruel e indiferente época, con tantísimo de Facebook y WhatsApp y un mínimo o casi nada de poesía.

Tal vez no es un despropósito afirmar que un año de nuestros días pueda equivaler a mil años del pasado. En tecnología obviamente, no así en el alma del hombre que vive hurgando y dependiendo de su pasado. Ha sucedido que de repente, como un huracán o un tsunami, que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, un mundo nuevo, virtual e interactivo, se nos vino encima haciendo que la fabulosa ciencia de las comunicaciones avanzara con paso de paquidermo entrenado para una competencia deportiva, pisando todo a su paso sin miramientos, y hoy, aferrados a nuestros aparatos de pantallas abiertas hacia cada uno y el Universo, disfrutamos o sufrimos de manera on-line, y acaso cada vez menos existencial, o existencial a distancia.

Sostenidas por precisas y versátiles aplicaciones, hasta la portentosa Torre de Babel se ha derrumbado ante nuestros pies y ha hecho que los idiomas, transformados en un elemento casi común, se propaguen al alcance de todos por un traductor Google que al instante nos revela los secretos de cualquier lengua del planeta. Entonces, ávidos de palabras, gozamos y sufrimos en simultáneo bajo la magia de estar interconectados y sentirnos poco menos que políglotas y dioses del éter.

El mundo virtual dice presente; pero ojo, de manera rotunda y a raja tablas, siendo tan erróneo y generoso de comunitario que se difunde en un ya propio lenguaje universal, con irritante faltas ortográficas y, entre otras asombrosas cosas, analizadas y vista desde la perspectiva de ágiles manos y bien entrenados dedos, que pulsan tableros bajo una ramplonería vulgar y alarmante que culmina, casi siempre, cuando ya nada queda por decir, en un irritante emojis.

¡Aleluya, todos usamos y somos dependientes de internet; tampoco nadie está privado de su conexión y dependencia¡ Eso sí, admitiendo que todos estamos espiados y la intimidad es cosa de otros tiempos. Esto hace que las personas como yo, medias lerdas de nacimiento e ineptas en el manejo de aparatos electrónicos, debamos admitir con cierta humillación que pertenecemos a la época de los todavía confundidos por este prodigioso y mágico progreso arrollador.

Queremos convencernos, por otro lado, que todo tiempo pasado fue mejor, y como buenos nostálgicos de aquellos tiempos y del nuestro, vivimos sumergidos en la añoranza; sin duda porque los viejos idos tiempos eran más sencillos, cómodos y simples. No hace mucho, apenas dos o tres décadas, la lentitud hasta nos imponía horarios para conversar a través del famoso invento del sabio Alexander Graham Bell; me refiero al teléfono fijo, que la última vez que sonó en mi casa casi me agarra un infarto. Recuerdo que me transpiraron las manos y palidecí tanto que parecía estar en este mundo con un permiso de cementerio para atender el llamado. Era mi amigo, el poeta Antonio Requeni, tan anacrónico y negado a la tecnología como yo.

Bueno, y así sucede que entre tantas rarezas que nos brinda el mundo moderno y su sofisticado confort, se ha dado también el compartir la fabulosa época de internet y su agilísima, universal red comunicativa. Seamos sinceros, hoy pocos escriben un texto y hasta un poema sin la ayuda de este sabio que lo resuelve todo. También, por otro lado, aferrados a nuestros celulares y computadoras, que se extienden hacia un espacio abierto, en precisas y generosas pantallas. Asistidos por versátiles aplicaciones, gozamos o sufrimos en simultáneo bajo la magia de estar interconectados todo el tiempo, y con cada rincón del Planeta que ya es demasiado y hasta parece cosa de mandinga.

El mundo es un pañuelo y, mal que nos pese, vivimos los tiempos de la comunicación abierta; ya todo o casi todo es virtual y hay quienes se niegan a recordar aquellos días cuando la vida se deslizaba de manera apacible, muchísimo más lentamente, sin los sobresaltos de Facebook ni del terco WhatsApp, ajenos a toda Notebook. No tan lejanas épocas, sin embargo, en las que todavía era imposible imaginar que el mundo -de manera romántica, claro- nos cupiera en un bolsillo.

 

©ROBERTO ALIFANO, poeta y escritor argentino

MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO ARGENTINA


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