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martes, 13 de diciembre de 2016

SELECCION DE GRANDES POETAS Y ESCRITORES DE VENEZUELA



GRANDES POETAS Y ESCRITORES



VENEZUELA


Andrés Bello

RUBIA

¿Sabes, rubia, qué gracia solicito

cuando de ofrendas cubro los altares?

No ricos muebles, no soberbios Lares,

ni una mesa que adule al apetito.



De Aragua a las orillas un distrito

que me tribute fáciles manjares,

do vecino a mis rústicos hogares

entre peñascos corra un arroyito.



Para acogerme en el calor estivo,

que tenga una arboleda también quiero,

do crezca junto al sauce el coco altivo.



¡Felice yo si en este albergue muero;

y al exhalar mi aliento fugitivo,

sello en tus labios el adiós postrero!




(Andrés Bello, Caracas, 1781 - Santiago de Chile, 1865) Filólogo, escritor, jurista y pedagogo venezolano,

Parte de su obra: publicó su importante Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos (1847), poéticas: como Los Djinns, La tristeza de Olimpio, Oración para todos, Moisés salvado de las aguas y Fantasmas, verso del Orlando enamorado. El remozamiento del Poema del Cid, trabajo que dejó inconcluso. Al campo y El proscrito. Al campo es una especie de égloga. En El proscrito, Alocución a la Poesía (1823) y Silva a la agricultura de la zona tórrida (1826). Principios de ortología y métrica de la lengua castellana, publicada en Santiago de Chile en 1835.




Rómulo Gallegos



LA HORA MENGUADA

I

-¡Qué horror! ¡Qué horror!

Clamaba Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento, paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y pastoso aroma de nardos y azucenas del mortuorio reciente.

-Ya me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la muerte de Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan cándida! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba pasando? ¡Traicionada por mi propia hermana, en mi propia casa!...

Amelia la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus ojos, que un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el llanto y por el insomnio, seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída persistencia del idiotismo. Parecía abrumada por el horror de su culpa; pero no reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio que había caído para siempre sobre su vida.

Atormentada por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con implacable saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más crueles confesiones a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la sencillez de un niño, llegando a un inquietante   extremo de exageración cuando Amelia le confesó que era madre.

¡Ella, que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el colmo de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más aún, con el despecho de su esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba: tener de qué avergonzarse!

Al cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato, desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable estrago de su tormenta interior, le dijo a la hermana con una súbita resolución:

-Bien. Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los demás. Nos iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la cara esta vergüenza. Nos instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré a la comedia para salvarte a ti de la deshonra... y...

Pero no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme yo de las burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no podía faltar, para que fuese humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.

Amelia la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber olvidado el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del sacrificio que se le exigía. Respondió resignada:

-Bueno, Enriqueta. Como tú digas. Será tuyo.


II

Confundiéndolas en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres que se veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.

Era un pugilato de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente de la del niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.

-¡Mi hijo! ¡Mi hijito!...

Decía Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo maternal que se desesperaba ante la evidencia de su mentira.

-¡Muchacho! ¡Muchachito!

Exclamaba Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno ostentando la verdad de su amor.

Y a medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una llevaba dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre temerosa de que Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de continuo en acecho de las extremosas ternuras de la hermana para superarlas con las suyas.

Por momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio recíproco. Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra, cada cual encerrada en su habitación, para no tener que sufrir la presencia de la otra, y cuando se sentaban en la mesa o, por las noches, se reunían en la sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido de sueño sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la criatura que hacía las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo impulso de ternura reunía sobre la infantil cabecita las manos de ellas que se encontraban y tropezaban en una misma caricia; bruscamente las retiraban a tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban escapar gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.

Pero la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por el   amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase a las bocas endurecidas por la pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa; mirábanse entonces largamente, hasta que se les humedecían los ojos, y reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el sacrificio, olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:

-¡Lo que debes sufrir tú!

-Tú eres quien más sufre... y por mi culpa.

Eran momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo la forma de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos, dándoles la momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus existencias revelando cuanto de divino duerme en la entraña de la grosera substancia humana; instantes de una intensa felicidad sin nombre que les levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de santidad.

Y eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos relámpagos del ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello aconteció, Gustavo Adolfo se quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras transfiguradas, con un aire inexpresable.


III

Así transcurrió el tiempo y Gustavo Adolfo llegó a hombre.

Mansa y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas dos mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del sacrificio parecía haber consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y del amor codicioso. Pero un día -él nunca pudo decir cuando ni por qué-, una brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un sentimiento inusitado y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese pasado ya por su vida y que, de un momento a otro hubiera de volver.

De allí en adelante aconteciole sentir esto muy a menudo, sobre todo cuando viniendo de la calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta visión inmaterial que llegó a adquirir la convicción de que toda su vida estaba sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía precisar cuál fuese, a pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido en él inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento, que no se ocupaba de analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el zaguán, con el oído contra la puerta, espiando el silencio interior, convencido de que algún día terminaría por oír la palabra que descorriese el velo de su inquietante misterio.

Y la escuchó por fin.

A tiempo que él entraba en el zaguán oyó la voz airada de Enriqueta diciéndole a Amelia:

-Y si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque Gustavo Adolfo no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa. Me traicionaste, me quitaste el amor de mi marido...

-Pero te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me debes la mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a costa mía...

-¡Traidora!... Mala mujer...

-¡Estéril!...


IV

Han pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha abandonado... Se revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su misterio   y no volvió más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el puesto en la mesa, abierto el portón durante las noches... ¡Ni una noticia de él! Tal vez había muerto...

Todavía lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía saltar los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos hacia el silencio del zaguán... y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus dormitorios que daban al patio en una espera anhelosa... luego se metían de nuevo a sus habitaciones a llorar...

¡La vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así comenzó aquella disputa vulgar y estúpida en la cual se fueron enardeciendo hasta concluir sacándose a las caras las mutuas vergüenzas; y así terminó para ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al hijo común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían el sacrificio que cada una había hecho y se encontraban buenas.

Ahora las atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con el inútil pensamiento:

-¿Por qué se me ocurrió decir aquello?

-¡Dios mío! ¿Por qué no me quitaste el habla?

-¡Y todo por una copa rota! ¡Quién pudiera recoger las palabras que no debió pronunciar!

-¡La hora menguada!...





Rómulo Gallegos Freire; Caracas, Venezuela, 1884 - 1969) Novelista y político venezolano.

Parte de su obra: Los aventureros (1913), una colección de relatos. El último Solar (1920), en 1930 con el título de Reinaldo Solar, La trepadora (1925). Doña Bárbara (1929). Cantaclaro (1934) Canaima (1935) Pobre negro (1937), El forastero (1942), Sobre la misma tierra (1943), La brizna de paja en el viento (1952), La posición en la vida (1954) y La doncella y el último patriota (1957).









 SALVADOR GARMENDIA


ASUNTO DE FAMILIA (FRAGMENTO)


Por aquella época, se conocían los fotógrafos ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso, toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga, amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.

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Salvador Garmendia, (Barquisimeto, 1928 - Caracas, 2001) Escritor venezolano considerado el mejor representante de la novela en su país.

Parte de su obra: Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro, editada en Barcelona (España) (1973) Doble fondo (1965), Difuntos, extraños y volátiles (1970), Los escondites (1972), Memorias de Altagracia (1974), El inquieto Anacobero y otros cuentos, El brujo hípico (1979), El único lugar posible (1981), La casa del tiempo (1986), Cuentos cómicos (1991, Galileo en su reino (1993), La media espada de Amadís (1998).









Guillermo Meneses

LA MANO JUNTO AL MURO (Fragmento)


La noche porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces de miedo y de pasión alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido (¡«naciste hoy!») tembló en el aire caliente mientras la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el escándalo sobre el cielo del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espejo del cuarto de Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese espejo... O su muerte...».

La mano de la mujer se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas pintadas descansaba sobre la piedra carcomida: una mano pequeña, ancha, vulgar, en contacto con el frío muro robusto, enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas antiguas para que resistiese el roce del tiempo y, sin embargo, ya destrozado, roto en su vejez. Por mirar el muro, el hombre pensó (o dijo): «Hay en esta pared un camino de historias que se enrolla sobre sí mismo, como la serpiente que se muerde la cola».

El hombre hablaba muchas cosas. Antes -cuando entraron en el cuarto, cuando encontró en el espejo los blancos redondeles que eran las gorras de los marineros- murmuró: «En ese espejo se podía pescar tu vida. O tu muerte».

Hablaba mucho el hombre. Decía su palabra ante el espejo, ante la pared, ante el maduro cielo nocturno, como si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que lo entendió en el momento oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito ladeado, el que intervino en la historia de los marineros, el que podía ser considerado -a un tiempo mismo- como detective o como marinero).

Cuando miraba la pared, el hombre hizo serias explicaciones. Dijo: «Trajeron estas piedras hasta aquí desde el mar; las apretaron en argamasa duradera; ahora, los elementos minerales que forman   el muro van regresando en lento desmoronamiento hacia sus formas primitivas: un camino de historias que se enrolla sobre sí mismo y hace círculo como una serpiente que se muerde la cola». Hablaba mucho el hombre. Dijo: «Hay en esa pared enfermedad de lo que pierde cohesión: lepra de los ladrillos, de la cal, de la arena. Reciedumbre corroída por la angustia de lo que va siendo».

La mano de la mujer se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos sobre las rugosidades de la piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas tamborilearon en movimiento que decía «aquí, aquí». O, tal vez, «adiós, adiós, adiós».

El hombre respondió (con palabras o con pensamientos): «La piedra y tu mano forman el equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de los instantes y el lento desaparecer de lo que pretende resistir el paso del tiempo».

El hombre dijo: «Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una mariposa detuviera su aletear en un segundo de descanso sobre la rugosa pared, sus patas podrían moverse en gesto semejante al de tu mano, diciendo «aquí, aquí», o, acaso, «adiós, adiós, adiós».

El hombre dijo: «Lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del tiempo sería, apenas una delgada lámina de humana intención, matiz que el hombre inventa; porque, al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo se diferencia de lo eterno».

Eso dijo el hombre. Y añadió: «Entre tu mano y esa piedra está sujeta la historia del barrio: el camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la vida que el muro limitaba. Tu mano dice qué sucede cuando un castillo frente al mar cambia su destino y se hace casa de mercaderes; cuando, entre las paredes de una fortaleza defensiva, se confunde el metal de las armas con el de las monedas».

Rio el hombre: «¿Sabés qué sucede?... Se cae, simplemente, en el comercio porteño por excelencia: se llega al tráfico de los coitos». Cerró su risa y concluyó severo: «Pero tú nada tienes que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya estaba hecha la serie de las transmutaciones. El castillo defensivo ya había pasado por casa de mercaderes y era ya lupanar».

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(Guillermo Meneses, Caracas, 1911- Margarita, 1978) Escritor venezolano. Está considerado como una de las figuras más representativas de la narrativa venezolana.

Sus principales títulos son las novelas Campeones (1939) y El falso cuaderno de Narciso Espejo (1953) y los cuentos La balandra Isabel llegó esta tarde (1934) y La mano junto al muro (1951).






Ida Gramcko



VOZ

Hay alguien que llama desde remotas cimas,
hay una voz profunda que me pide estar cerca.
Los aires se arremansan en corrientes continuas
hasta fundir los ecos en la dormida piedra.



El camino es un paso que dio el gigante mundo
con sus botas de angustia, pensativas y negras;
era un viajero entonces, desamparado y rudo,
y con su andar de nave fue duplicando huellas.



A veces tengo alas. Los cabellos furtivos
se fugan entre ratos de las furias del viento,
las manos, como arañas, van tejiendo en sus giros
una red infinita de locura y de ensueño.



¡Llegaré hasta la cumbre! Tendré todas las flores
azules y mojadas que habitan en las cuevas,
y habrá un concierto claro de pájaros y voces
en la garganta virgen de la desnuda tierra.



Hay alguien que me llama desde remotas cimas
y voy tras su llamado como la humilde sierva:
manos y pies descalzos…entre luces y vidas,
hasta la voz profunda que me pide estar cerca.





Ida Gramcko, Nació en Puerto Cabello, Venezuela 1924 - Falleció en Caracas, Venezuela en 1994, poeta, ensayista, dramaturga, cuentista y periodista.


1 comentario:

  1. Cuentos entrañables, de profunda problemática de la literatura de esos años, inigualables panoramas del alma humana, detalles que el alienamiento actual, ya no percibe. Perlas literarias, narraciones que subyugan....Y una preciosa poesía, con todo la carga emocional de un alma femenina !!!!

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