GRANDES
POETAS Y ESCRITORES
VENEZUELA
Andrés
Bello
RUBIA
¿Sabes,
rubia, qué gracia solicito
cuando
de ofrendas cubro los altares?
No
ricos muebles, no soberbios Lares,
ni
una mesa que adule al apetito.
De
Aragua a las orillas un distrito
que
me tribute fáciles manjares,
do
vecino a mis rústicos hogares
entre
peñascos corra un arroyito.
Para
acogerme en el calor estivo,
que
tenga una arboleda también quiero,
do
crezca junto al sauce el coco altivo.
¡Felice
yo si en este albergue muero;
y
al exhalar mi aliento fugitivo,
sello
en tus labios el adiós postrero!
(Andrés
Bello, Caracas, 1781 - Santiago de Chile, 1865) Filólogo, escritor, jurista y
pedagogo venezolano,
Parte de su obra: publicó su importante Gramática de la lengua castellana
destinada al uso de los americanos (1847), poéticas: como
Los Djinns, La tristeza de Olimpio, Oración
para todos, Moisés salvado de
las aguas y Fantasmas,
verso del Orlando enamorado. El
remozamiento del Poema del Cid,
trabajo que dejó inconcluso. Al campo y El proscrito. Al campo es una especie de égloga. En
El proscrito, Alocución a la Poesía (1823) y Silva a la agricultura de la zona tórrida
(1826). Principios de ortología y
métrica de la lengua castellana, publicada en Santiago de Chile en
1835.
Rómulo Gallegos
LA HORA MENGUADA
I
Clamaba
Enriqueta, con las manos sobre las sienes consumidas por el sufrimiento,
paseándose de un extremo a otro de la sala, impregnada todavía del dulce y
pastoso aroma de nardos y azucenas del mortuorio reciente.
-Ya
me lo decía el corazón. No era natural que tú te desesperaras tanto por la
muerte de Adolfo. Si parecía que eras tú la viuda y no yo. ¡Y yo tan ciega, tan
cándida! ¿Cómo es posible que no me hubiera dado cuenta de lo que estaba
pasando? ¡Traicionada por mi propia hermana, en mi propia casa!...
Amelia
la oía sin protestar. Tenía el aire estúpido de un alelamiento doloroso; sus
ojos, que un leve estrabismo bañaba de languidez y dulzura, encarnizados por el
llanto y por el insomnio, seguían el ir y venir de la hermana con esa distraída
persistencia del idiotismo. Parecía abrumada por el horror de su culpa; pero no
reflexionaba sobre ella; ni siquiera pensaba en el infortunio que había caído
para siempre sobre su vida.
Atormentada
por los celos, trémula de indignación y de despecho, Enriqueta escarbaba con
implacable saña en aquella herida que era dolor de ambas, arrancándole las más
crueles confesiones a la hermana, quien las iba haciendo dócilmente con la
sencillez de un niño, llegando a un inquietante extremo de exageración
cuando Amelia le confesó que era madre.
¡Ella,
que tanto lo deseara, no había podido serlo durante su matrimonio! ¿No era el
colmo de la crueldad del destino para con ella, que tuviese que amargar más
aún, con el despecho de su esterilidad su dolor y su ira de esposa ofendida, de
hermana traicionada? ¡Esto sólo le faltaba: tener de qué avergonzarse!
Al
cabo la violencia misma de sus sentimientos la rindió. Lloró largo rato,
desesperadamente; luego más dueña de sí misma y aquietada por el saludable
estrago de su tormenta interior, le dijo a la hermana con una súbita
resolución:
-Bien.
Hay que tratar ahora de ver si se salva algo: siquiera el concepto de los
demás. Nos iremos de aquí, donde todo el mundo nos conoce y nos sacarían a la
cara esta vergüenza. Nos instalaremos en el campo hasta que tu hijo haya
nacido. Y será mío. Yo mentiré y me prestaré a la comedia para salvarte a ti de
la deshonra... y...
Pero
no se atrevió a expresar su verdadero sentimiento, agregando: y para librarme
yo de las burlas de la gente. Porque en aquel rapto de heroica abnegación no
podía faltar, para que fuese humana, el flaco impulso de una pequeña pasión.
Amelia
la oyó con sorpresa y se le llenaron de lágrimas los ojos que parecían haber
olvidado el llanto: su instinto maternal midió un instante la enormidad del
sacrificio que se le exigía. Respondió resignada:
II
Confundiéndolas
en un mismo amor creció Gustavo Adolfo al lado de aquellas dos mujeres que se
veían y se deseaban para colmarlo de ternuras.
Era un pugilato
de dos almas atormentadas por el secreto, para adueñarse plenamente de la del
niño que era de ambas y a ninguna pertenecía.
Decía
Enriqueta, comiéndoselo a besos, con el corazón torturado por el anhelo maternal
que se desesperaba ante la evidencia de su mentira.
Exclamaba
Amelia, sufriendo la pena de Tántalo por no poder satisfacer su orgullo materno
ostentando la verdad de su amor.
Y
a medida que el niño crecía aumentaba el conflicto sentimental que cada una
llevaba dentro del alma. Celábanse y espiábanse mutuamente: Enriqueta siempre
temerosa de que Amelia descubriese algún día la verdad al niño; Amelia de
continuo en acecho de las extremosas ternuras de la hermana para superarlas con
las suyas.
Por
momentos esta perenne tensión de sus ánimos se resolvía en crisis de odio
recíproco. Acontecíales muy a menudo pasar días enteros sin dirigirse palabra,
cada cual encerrada en su habitación, para no tener que sufrir la presencia de
la otra, y cuando se sentaban en la mesa o, por las noches, se reunían en la
sala en torno al niño que charlaba copiosamente hasta caer rendido de sueño
sobre el sofá, una y otra lanzábanse feroces reojos a hurtadillas de la
criatura que hacía las veces de intérprete entre ambas. A veces un simultáneo
impulso de ternura reunía sobre la infantil cabecita las manos de ellas que se
encontraban y tropezaban en una misma caricia; bruscamente las retiraban a
tiempo que sus bocas contraídas por duros gestos de encono, dejaban escapar
gruñidos que unas veces provocaban la hilaridad y otras la extrañeza del niño.
Pero
la misma fuerza de la abnegación con que sobrellevaban la enojosa situación no
tardaba en derramar su benéfico influjo sobre aquellos espíritus exasperados por
el amor y roídos por el secreto. Bastaba que un donaire del niño sacase
a las bocas endurecidas por la pasión rencorosa, la ternura de una sonrisa;
mirábanse entonces largamente, hasta que se les humedecían los ojos, y
reconociéndose mutuamente buenas y sintiéndose confortadas por el sacrificio,
olvidaban sus mutuos recelos, para decirse:
Eran
momentos de honda vida interior que a veces no llegaba a sus conciencias bajo
la forma de un pensamiento; pero que estaba allí, como el agua de los fondos,
dándoles la momentánea intuición de algo inefable que atravesara sus
existencias revelando cuanto de divino duerme en la entraña de la grosera
substancia humana; instantes de una intensa felicidad sin nombre que les
levantaba las almas en una suspensión de arrobamientos. Eran sus horas de
santidad.
Y
eran entonces los ojos del niño los que parecía que acertasen a ver mejor estos
relámpagos del ángel en las miradas de ellas, porque siempre que aquello
aconteció, Gustavo Adolfo se quedó súbitamente serio, viéndolas a las caras
transfiguradas, con un aire inexpresable.
III
Mansa
y calmosa, su vida discurría al arrimo de las extremadas ternuras de aquellas
dos mujeres que eran para él una sola madre y en cuyas almas el fuego del
sacrificio parecía haber consumido totalmente las escorias del recelo egoísta y
del amor codicioso. Pero un día -él nunca pudo decir cuando ni por qué-, una
brusca eclosión de subconciencia le llenó el espíritu de un sentimiento inusitado
y extraño: era como una expectativa de algo que hubiese pasado ya por su vida y
que, de un momento a otro hubiera de volver.
De
allí en adelante aconteciole sentir esto muy a menudo, sobre todo cuando
viniendo de la calle, ponía el pie en su casa. En veces fue tan lúcida esta
visión inmaterial que llegó a adquirir la convicción de que toda su vida estaba
sostenida sobre un misterio familiar, que él no podía precisar cuál fuese, a
pesar de que, en aquellos momentos, estaba seguro de haber tenido en él
inequívocas revelaciones, allá en su niñez. Sobrecogido de este sentimiento,
que no se ocupaba de analizar, cada vez que entraba en su casa deteníase en el
zaguán, con el oído contra la puerta, espiando el silencio interior, convencido
de que algún día terminaría por oír la palabra que descorriese el velo de su
inquietante misterio.
-Y
si no hubiera sido por mí, ¿qué sería de ti? Ni tu hijo te querría, porque
Gustavo Adolfo no te hubiera perdonado el que lo hayas hecho hijo de una culpa.
Me traicionaste, me quitaste el amor de mi marido...
-Pero
te di mi hijo... ¿qué más quieres? Te he dado lo que tú no supiste tener. Me
debes la mayor alegría de una mujer: oír que la llamen madre. Y te la he dado a
costa mía...
IV
Han
pasado años y años... Están viejas y solas... Gustavo Adolfo las ha
abandonado... Se revolvió del zaguán donde oyó la vergonzosa revelación de su
misterio y no volvió más a la casa... Lo esperaron en vano, aderezado el
puesto en la mesa, abierto el portón durante las noches... ¡Ni una noticia de
él! Tal vez había muerto...
Todavía
lo aguardaban. El ruido de un coche que se detuviera cerca de la casa les hacía
saltar los corazones... esperaban conteniendo el aliento, aguzados los oídos
hacia el silencio del zaguán... y pasaban largos ratos bajo las puertas de sus
dormitorios que daban al patio en una espera anhelosa... luego se metían de
nuevo a sus habitaciones a llorar...
¡La
vida rota! Destrozada en un momento de violencia por un motivo baladí: años de
sacrificio, dos existencias de heroica abnegación frustradas de pronto porque a
una se le cayó una copa de las manos y la otra profirió una palabra dura. Así
comenzó aquella disputa vulgar y estúpida en la cual se fueron enardeciendo
hasta concluir sacándose a las caras las mutuas vergüenzas; y así terminó para
ellas, de una vez por todas, la felicidad que disfrutaban en torno al hijo
común, y la santa complacencia de sí mismas, que experimentaban cuando medían
el sacrificio que cada una había hecho y se encontraban buenas.
Ahora
las atormentaba la soledad... el silencio de días enteros, martirizándose con
el inútil pensamiento:
Rómulo Gallegos Freire; Caracas, Venezuela, 1884 -
1969) Novelista y político venezolano.
Parte de su obra: Los aventureros (1913), una colección de relatos. El último Solar (1920), en 1930
con el título de Reinaldo Solar, La
trepadora (1925). Doña
Bárbara (1929). Cantaclaro
(1934) Canaima (1935) Pobre negro (1937), El forastero (1942), Sobre la misma tierra (1943), La brizna de paja en el viento
(1952), La posición en la vida
(1954) y La doncella y el último
patriota (1957).
SALVADOR
GARMENDIA
Por aquella época, se conocían los fotógrafos
ambulantes que solían ser también barberos. Se decía que podían volar y tal vez
por eso nadie los veía llegar a los lugares. Este era un hombrecito sonajoso,
toda la ropa cubierta de santos y espejitos colgantes, que hacían un ruido menudo
y alegre cuando caminaba. Parecía un caballo flaco, la cara de caballo y unos
dientes largos y amarillos y la melena que parecía de almíbar, larga,
amarillosa, tendida a la espalda.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.
Armó su cámara en el corredor y se pareció todavía más a un caballo cuando metió la cabeza y los hombros bajo el trapo negro. La caja se abría por un lado y adentro se veía un gusano negro lleno de arrugas.
Yo, que era un muchacho, me retraté sentado en un cojín, hincado mejor dicho y con las manos juntas, rezando y mi mamá que era gorda y llenaba toda la poltrona, me ponía una mano en la cabeza y me miraba como si de veras fuera un santo. Creí que iba a salir como Guido de Fongaland, todo brillante, de porcelana blanca acabada de frotar, pero salí amarillo y dormido, los ojos vacíos como si fuera un albino. Papá salió con una mano en el pecho mirándonos a todos con asombro y a mi tía Gardita, que se llamaba Hildegardis, el vestido de pinticas negras se le destiñó por completo y también le salió harina en la cabeza. Por último a mi tío Juan lo obligaron a retratarse, lo pararon en la pared con su banda negra de viudo en el brazo derecho y lo retrataron.
Al otro día por la mañana, cuando el fotógrafo paseaba por la plaza y todos los muchachos y los perros de la cuadra le andaban detrás, a mi tío le dio un síncope, se le rompió una bolsa de sangre en la cabeza y se murió. Cayó en el baño de un solo golpe, tieso como si la carne se le hubiera secado de golpe y el ruido que hizo fue tan grande que resonó en toda la casa. Mi tía Gardita que estaba cosiendo los libros del Registro, porque era encuadernadora, salió dando gritos y diciendo que lo había visto caer de largo a largo, como si se hubiera desprendido del techo en medio de aquella mesa grande donde trabajaba.
Lo enterraron. Al otro día llamaron al fotógrafo, que la noche anterior, mientras las personas rezaban en el corredor y yo estaba llorando en mi cuarto, montó los cascos delanteros en la ventana que daba al jardín y por allí asomó su cara de caballo, larga, llena de huesos. El fotógrafo se llevó el retrato de mi tío y como a la semana, cuando todavía los días eran largos y no se oían los pasos, regresó con una ampliación grande que colgaron de una vez en la sala.
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Salvador Garmendia, (Barquisimeto, 1928 - Caracas, 2001) Escritor
venezolano considerado el mejor representante de la novela en su país.
Parte de su obra: Los pequeños seres
(1959), Los habitantes (1961),
Día de ceniza (1963), La mala vida (1968), Los pies de barro, editada en
Barcelona (España) (1973) Doble fondo
(1965), Difuntos, extraños y
volátiles (1970), Los
escondites (1972), Memorias
de Altagracia (1974), El
inquieto Anacobero y
otros cuentos, El brujo hípico
(1979), El único lugar posible
(1981), La casa del tiempo
(1986), Cuentos cómicos (1991,
Galileo en su reino (1993), La media espada de Amadís
(1998).
Guillermo
Meneses
La noche
porteña se desgarró en relámpagos, en fogonazos. Voces de miedo y de pasión
alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido (¡«naciste hoy!») tembló en
el aire caliente mientras la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro.
Ascendía el escándalo sobre el cielo del trópico cuando el hombre dijo (o
pensó): «Hay aquí un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una
serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal
vez soy yo el que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el
espejo del cuarto de Bull Shit?... La vida de ella podría pescarse en ese
espejo... O su muerte...».
La mano de
la mujer se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas pintadas descansaba
sobre la piedra carcomida: una mano pequeña, ancha, vulgar, en contacto con el
frío muro robusto, enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas antiguas para
que resistiese el roce del tiempo y, sin embargo, ya destrozado, roto en su
vejez. Por mirar el muro, el hombre pensó (o dijo): «Hay en esta pared un
camino de historias que se enrolla sobre sí mismo, como la serpiente que se
muerde la cola».
El hombre
hablaba muchas cosas. Antes -cuando entraron en el cuarto, cuando encontró en
el espejo los blancos redondeles que eran las gorras de los marineros- murmuró:
«En ese espejo se podía pescar tu vida. O tu muerte».
Hablaba
mucho el hombre. Decía su palabra ante el espejo, ante la pared, ante el maduro
cielo nocturno, como si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que lo
entendió en el momento oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito
ladeado, el que intervino en la historia de los marineros, el que podía ser
considerado -a un tiempo mismo- como detective o como marinero).
Cuando
miraba la pared, el hombre hizo serias explicaciones. Dijo: «Trajeron estas
piedras hasta aquí desde el mar; las apretaron en argamasa duradera; ahora, los
elementos minerales que forman el muro van regresando en lento
desmoronamiento hacia sus formas primitivas: un camino de historias que se
enrolla sobre sí mismo y hace círculo como una serpiente que se muerde la
cola». Hablaba mucho el hombre. Dijo: «Hay en esa pared enfermedad de lo que
pierde cohesión: lepra de los ladrillos, de la cal, de la arena. Reciedumbre
corroída por la angustia de lo que va siendo».
La mano de
la mujer se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos sobre las rugosidades
de la piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas tamborilearon en
movimiento que decía «aquí, aquí». O, tal vez, «adiós, adiós, adiós».
El hombre
respondió (con palabras o con pensamientos): «La piedra y tu mano forman el
equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de los
instantes y el lento desaparecer de lo que pretende resistir el paso del
tiempo».
El hombre
dijo: «Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas menos efímera que
los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una mariposa detuviera su
aletear en un segundo de descanso sobre la rugosa pared, sus patas podrían
moverse en gesto semejante al de tu mano, diciendo «aquí, aquí», o, acaso,
«adiós, adiós, adiós».
El hombre
dijo: «Lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del tiempo sería,
apenas una delgada lámina de humana intención, matiz que el hombre inventa;
porque, al fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo se diferencia de lo
eterno».
Eso dijo el
hombre. Y añadió: «Entre tu mano y esa piedra está sujeta la historia del
barrio: el camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que
se muerde la cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la vida que el
muro limitaba. Tu mano dice qué sucede cuando un castillo frente al mar cambia
su destino y se hace casa de mercaderes; cuando, entre las paredes de una
fortaleza defensiva, se confunde el metal de las armas con el de las monedas».
Rio el
hombre: «¿Sabés qué sucede?... Se cae, simplemente, en el comercio porteño por
excelencia: se llega al tráfico de los coitos». Cerró su risa y concluyó
severo: «Pero tú nada tienes que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya
estaba hecha la serie de las transmutaciones. El castillo defensivo ya había
pasado por casa de mercaderes y era ya lupanar».
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(Guillermo Meneses, Caracas, 1911- Margarita,
1978) Escritor venezolano. Está considerado como una de las figuras más
representativas de la narrativa venezolana.
Sus
principales títulos son las novelas Campeones
(1939) y El falso cuaderno de
Narciso Espejo (1953) y los cuentos La balandra Isabel llegó esta tarde (1934) y La mano junto al muro (1951).
Ida
Gramcko
VOZ
Hay alguien que llama
desde remotas cimas,
|
hay una voz profunda que
me pide estar cerca.
|
Los aires se arremansan
en corrientes continuas
|
hasta fundir los ecos en
la dormida piedra.
|
El camino es un paso que
dio el gigante mundo
|
con sus botas de
angustia, pensativas y negras;
|
era un viajero entonces,
desamparado y rudo,
|
y con su andar de nave
fue duplicando huellas.
|
A veces tengo alas. Los
cabellos furtivos
|
se fugan entre ratos de
las furias del viento,
|
las manos, como arañas,
van tejiendo en sus giros
|
una red infinita de
locura y de ensueño.
|
¡Llegaré hasta la
cumbre! Tendré todas las flores
|
azules y mojadas que
habitan en las cuevas,
|
y habrá un concierto
claro de pájaros y voces
|
en la garganta virgen de
la desnuda tierra.
|
Hay alguien que me llama
desde remotas cimas
|
y voy tras su llamado
como la humilde sierva:
|
manos y pies
descalzos…entre luces y vidas,
|
hasta la voz profunda
que me pide estar cerca.
|
Ida Gramcko, Nació en Puerto Cabello,
Venezuela 1924 - Falleció en Caracas, Venezuela en 1994, poeta, ensayista,
dramaturga, cuentista y periodista.
Cuentos entrañables, de profunda problemática de la literatura de esos años, inigualables panoramas del alma humana, detalles que el alienamiento actual, ya no percibe. Perlas literarias, narraciones que subyugan....Y una preciosa poesía, con todo la carga emocional de un alma femenina !!!!
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