EL TÍO JAIME
Te
voy a contar la historia de mi tío Jaime, el que siempre andaba apurado para
irse de fiestas.
Tenía
unos cuántos años más que mi padre, pero desde chicos salieron juntos, buscando
la diversión después de tantas horas de trabajo arduo en el campo. Se
empilchaban que daba gusto, rasuraban bien la cara, recortaban el bigote y
partían. Aunque a mi viejo apenas le asomaban unos pelos hirsutos en el borde
de la quijada, pero igual, le hacía que se pasara la maquinita para quedar con
la piel suave, como de niño recién parido.
El
tío Jaime tenía unas pilchas nuevitas, relucientes, que guardaba con
mucho celo en el fondo del ropero de su cuarto allá en el rancho y las usaba
nada más que para los fines de semana, cuando salían para tener fiestas en
algún lugar del pueblo. A mi viejo apenas si le daba unas chirolas para que
tuviera en el bolsillo por si alguna vez se le antojaba algo raro, pero no era
cuestión de andar gastando en pavadas. Solo si surgía algo de momento, y no
estaban tan cercanos como para andar rasguñando los bolsillos en la búsqueda
del sustento que les permitiera tirarse una cana al aire, según se presentara
la fiesta.
Los
preparativos llevaban unas horas, aunque desde la tarde anterior sabían que al
día siguiente no se trabajaría hasta tarde. No se comía demás, por las dudas
que se descompusieran en los bailes, tanto hamacarse en los compases de las
milongas y las cuecas. Era puro jolgorio saber que al día siguiente podrían
bailar con las chicas, engordar el ojo para que dure hasta la semana que viene…
Mi
viejo era demasiado chico para enamorarse en serio, decía el tío Jaime.
Si
al final de cuentas, él mismo era un solterón empedernido que había jurado no
volver a buscar a nadie que le propinara lisonjas y caricias robadas a las
estrellas, detrás de la enramada de los patios donde se celebraban las fiestas.
Tenían
la conducta de beber hasta que las velas no ardieran, pero siempre, debían
volver juntos para las casas, no fuera cosa que en el entrevero de las
despedidas, alguno quedara tirado en una acequia de pura curda nomás…
La
música era la invitación primera para los bailes comunes, cuando se miraba a la
chica y se le hacía la cabeceadita, ese murmullo de ojos y sonrisas demasiado
esquivas, por si la niña decía que no, y no quedaran expuestos a la negativa.
Mi
viejo no pretendía mucho, todavía era muy joven; pero el tío Jaime, cuentan que
ya andaba medio desesperado buscando alguna niña de su casa que supiera de los
quehaceres del día y las bienaventuranzas de la noche, sin haber pasado
demasiado por los catres ajenos y las sábanas de paja de los graneros. Había
que ser un poco cauto, no era cuestión de andar desparramando ilusiones entre
algunas que no tenían merecido.
Salían
después de la última comida de la noche, los viernes de casi todas las semanas.
Ya sabían de antemano quién de todos los de la zona se encontrarían en el
baile, cómo se saludarían entre cada uno con las manos francas, extendidas y
fuertes en el apretón que dejaría la impronta de la sinceridad del guapo que
trabajaba bien la tierra. Mi viejo apenas si tocaba el ala del sombrero en el
saludo, y en seguida extendía su mano franca y un poco temblorosa, aunque nadie
le prestara demasiada atención. Sólo iba de acompañante del tío Jaime y nadie
preguntaría por él si algún día no llegaban juntos. El muchacho
tendría que hacerse hombre, quemarse el garguero con la ginebra y darle un
toque de macho a su voz cambiante de aquélla época. Tenía que aprender a beber
y a no caer. A bailar y no sentir, a querer y no enredarse en la partida. Todo
eso pensaba el tío Jaime cada vez que salía con mi padre en búsqueda de una
noche de parranda y vino tinto.
Las
trancas eran machazas. Venían zigzagueando por las banquinas, a veces de a
caballo, otras en el carro de algún vecino, tirados sobre los fardos, mirando
para arriba. Cuando la noche se empañaba de rocío la curda se hacía más cruda,
apenas si reconocían. Les dijeron que para llegar más erguidos a las casas,
tendrían que valerse de algún jugo de hinojos y cenizas, pero dónde hallarlos
en las amanecidas borracheras de tío y sobrino.
Las
chicas eran siempre las mismas. No había demasiadas variantes entre las que
venían al baile cada viernes, apenas si cambiaban los vestidos. Pero una noche,
bien brillante la luna sobre los postes del camino, el tío Jaime volteó la
vista y allí la vio; una niña preciosa, pura sonrisa en el rostro, el pelo
cayéndole en rizos cobrizos sobre los hombros, una seda brillante ciñendo
apenas la curva de sus caderas firmes, anchas, buena matrona sería. La invitó a
bailar llegándose hasta la mesa. No era cuestión de andar con cabeceadas, ni
medias sonrisas. Cruzó todo el salón para acercarse donde la chica estaba
rodeadas de tías y comadres, como corresponde a una verdadera joyita que sea
digna. Pidió permiso a las viejas, ninguna le miró el rostro. Alguna de ellas,
bien hubiera querido que el tío Jaime la llevara al centro de la pista. La niña
puso su mano sobre la del hombre. Una mano firme, pequeña, blanquecina. Toda
ella era blanca, transparente, cristalina. El soplo de un ángel parecía.
Bailaron toda la noche. Entre trago y baile, la mirada del tío se hizo nublada,
los pasos lánguidos, las voces apenas susurros de muselina.
Mi
viejo se quedó a un costado, esperando que la música callara y los de la
orquesta decidieran dar por terminada la velada. Medio mareado, medio cansado,
todo a medias, también hastiado por la espera, salió al patio y el cielo ya
estaba clareando, se cernía un frío húmedo que calaba los huesos hasta hacer
rechinar los dientes. La curda de esta noche sofrenaba el paso, pero había que
esperar al tío. Mientras limpiaban la barra, le ofrecieron otra caña, y la
mandó de un solo trago. Para calentar la fibra, pensó, y miró para donde estaba
su compañero. En eso, vio que salían, la niña ya no tenía a sus acompañantes
que la esperaban. Nadie más que ellos quedaban a las puertas del baile, y entre
mareos y suspiros, el tío Jaime se quitó el saco para cubrir los hombros de la
muchacha que temblaba, entre el amanecer y el rocío.
Tenían
que acompañarla hasta la casa, y emprendieron el camino. Había caballo para
dos, y ella no quería montar. Mi viejo subió a su zaino,
y el tío de a pié fue llevando a la yegua de tiro, y a la niña del brazo. Por
un tramo largo fueron zigzagueando, llenándose de tierra las botas,
escurriéndose en las cunetas, saltando charcos y escuchando gallos amanecidos.
La chica le agradeció tanto por esa noche de fantasía… se colgó de su cuello,
lo besó con tierna cadencia mortecina, apenas el roce de su labio sobre la cara
curtida.
Llegaron
a la casa y el tío prometió que la visitaría al día siguiente, y al otro y al
que vendría. La chica le dio una ramita de poleo de la planta que había en la
puerta del rancho, y el tío Jaime la guardó en su pecho, acaso queriendo
amortiguar el hedor de tanto vino. La muchacha cortó un ramito, lo olió
despacio, impregnando todo su cuerpo con olor a sierras amanecidas.
Por
obra de Dios habían llegado caminando hasta el lugar; habría que ver si el
caballo y la yegua se animaban a encontrar el rumbo hasta las casas y dejarlos
que el sueño borrara los rastros de la tranca de aquella noche. Tan boleados
estaban los dos, uno de sueño y otro de amor, que ninguno creyó que el alcohol
fuera el motivo por el que estaban felices, babeantes, distendidos, sonrientes,
aunque la cabeza comenzara a girar en órbitas más amplias, y el martilleo de
las sienes semejara el galope que los animales no se atrevían a emprender.
- Qué te
pareció mi china, sobrino? – dijo el tío Jaime al día siguiente, como a
las cinco de la tarde cuando despertó de su prolongada siesta. Era
feriado y no tenían las obligaciones del trabajo en el campo, podrían dormir a pata
ancha hasta que se les acabara la resaca.
- Bonita, tío.
Volverá a verla?
- Ya mismo me voy a
su casa. Le dije que al atardecer estaría buscándola para dar un paseo.
Así
fue como el tío Jaime partió solo y fresco. Ni rastro de la borrachera de la
noche anterior, ni de las de siempre. No había pasado nada por ese cuerpo, más
que la dulzura de esa niña por la que convenía andar los pasos aunque fuera a
pie para llegar a la casa del poleo en la puerta.
Golpeó
las manos, y al rato, apareció una vieja. Preguntó por la chica. Matilde se
llamaba. Al menos, eso le dijo entre los bailes y las risas.
- Acá no hay nadie
con ese nombre, dijo la mujer con sorpresa.
- Mire, doña. Anoche
acompañé a su casa a una chica, estaba con usted y las comadres en el baile de
La Petra, recuerda?
- Pero aquí no hay
ninguna niña, ni con ese nombre ni con ninguno. Se ha equivocado de plano,
amigo- dijo otra vez la vieja.
Al
rato salió un hombre. Llevaba puesto un sombrero grande, gastado y mugriento.
No se parecían en nada a la chica. Ni por las tapas hubiera dicho que eran
parientes de la niña de la noche de la fiesta del pueblo.
El
tío Jaime volvió unos pasos hacia atrás. Miró en derredor, tocó la
planta, recorrió las pequeñas ramas hasta dar con la
cicatriz fresca de unos cortes. Si era allí donde dejara
a Matilde, por qué negarla, si la dejaron bailar toda la noche…
Buscó
las huellas. Había pisadas frescas de caballos. Botas de hombre marcadas
en la tierra. No cabían dudas. Era la casa, era la puerta, era la planta de
poleo y el recuerdo.
Por
qué negarla, volvió a preguntarse en medio de tanta tierra.
- Puedo
pasar?- preguntó el tío Jaime, en un último intento de encontrarla…
- Mire, don Jaime –
dijo el hombre, entrejuntando las cejas. – Matilde hace mucho que se ha ido de
esta casa. Era m´hija, sabe? Pero no le haga más preguntas a la vieja. La va a
poner triste. No vale la pena. Matilde murió hace mucho… M´hijita es
una estrella que titila de esperanza cada noche. Pero usté no
vuelva.
- No puede ser, dijo
el tío Jaime. -Yo vine aquí, mi sobrino me acompañaba. Él no me
dejará mentir… déjeme entrar, seguro no quiere que yo la vea.
- Pase… si usté desea…
El
tío Jaime entró.
En
un extremo de la cama de hierro del cuarto de Matilde, colgaba el saco con
que la noche anterior, la cobijara del frío.
A
los pies de la cama yacía, apenas mustio, un ramito de poleo…
© MARÍA INÉS
MALCHIODI, poeta y escritora argentina.
MIEMBRO ACTIVO DEL GRUPO DE AMIGOS DE ASOLAPO ARGENTINA.
Desde San Luis, Argentina
Un relato precioso donde la fantasía de una noche ideal, encaja con naturalidad en la vida común ,verdadera , simple y campesina, perfumada por un ramito de poleo .....
ResponderEliminar¡Qué hermosa historia! inquietante historia , felicitaciones María Inés.
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