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lunes, 12 de enero de 2015

EL TÍO JAIME, escribe María Inés Malchiodi, San Luis, Argentina



EL TÍO JAIME


Te voy a contar la historia de mi tío Jaime, el que siempre andaba apurado para irse de fiestas.
Tenía unos cuántos años más que mi padre, pero desde chicos salieron juntos, buscando la diversión después de tantas horas de trabajo arduo en el campo. Se empilchaban que daba gusto, rasuraban bien la cara, recortaban el bigote y partían. Aunque a mi viejo apenas le asomaban unos pelos hirsutos en el borde de la quijada, pero igual, le hacía que se pasara la maquinita para quedar con la piel suave, como de niño recién parido.
El tío Jaime tenía unas pilchas  nuevitas, relucientes, que guardaba con mucho celo en el fondo del ropero de su cuarto allá en el rancho y las usaba nada más que para los fines de semana, cuando salían para tener fiestas en algún lugar del pueblo. A mi viejo apenas si le daba unas chirolas para que tuviera en el bolsillo por si alguna vez se le antojaba algo raro, pero no era cuestión de andar gastando en pavadas. Solo si surgía algo de momento, y no estaban tan cercanos como para andar rasguñando los bolsillos en la búsqueda del sustento que les permitiera tirarse una cana al aire, según se presentara la fiesta.
Los preparativos llevaban unas horas, aunque desde la tarde anterior sabían que al día siguiente no se trabajaría hasta tarde. No se comía demás, por las dudas que se descompusieran en los bailes, tanto hamacarse en los compases de las milongas y las cuecas. Era puro jolgorio saber que al día siguiente podrían bailar con las chicas, engordar el ojo para que dure hasta la semana que viene…
Mi viejo era demasiado chico para enamorarse en serio, decía el tío Jaime.
Si al final de cuentas, él mismo era un solterón empedernido que había jurado no volver a buscar a nadie que le propinara lisonjas y caricias robadas a las estrellas, detrás de la enramada de los patios donde se celebraban las fiestas.
Tenían la conducta de beber hasta que las velas no ardieran, pero siempre, debían volver juntos para las casas, no fuera cosa que en el entrevero de las despedidas, alguno quedara tirado en una acequia de pura curda nomás…
La música era la invitación primera para los bailes comunes, cuando se miraba a la chica y se le hacía la cabeceadita, ese murmullo de ojos y sonrisas demasiado esquivas, por si la niña decía que no, y no quedaran expuestos a la negativa.
Mi viejo no pretendía mucho, todavía era muy joven; pero el tío Jaime, cuentan que ya andaba medio desesperado buscando alguna niña de su casa que supiera de los quehaceres del día y las bienaventuranzas de la noche, sin haber pasado demasiado por los catres ajenos y las sábanas de paja de los graneros. Había que ser un poco cauto, no era cuestión de andar desparramando ilusiones entre algunas que no tenían merecido.
Salían después de la última comida de la noche, los viernes de casi todas las semanas. Ya sabían de antemano quién de todos los de la zona se encontrarían en el baile, cómo se saludarían entre cada uno con las manos francas, extendidas y fuertes en el apretón que dejaría la impronta de la sinceridad del guapo que trabajaba bien la tierra. Mi viejo apenas si tocaba el ala del sombrero en el saludo, y en seguida extendía su mano franca y un poco temblorosa, aunque nadie le prestara demasiada atención. Sólo iba de acompañante del tío Jaime y nadie preguntaría por él si algún día no llegaban juntos. El  muchacho tendría que hacerse hombre, quemarse el garguero con la ginebra y darle un toque de macho a su voz cambiante de aquélla época. Tenía que aprender a beber y a no caer. A bailar y no sentir, a querer y no enredarse en la partida. Todo eso pensaba el tío Jaime cada vez que salía con mi padre en búsqueda de una noche de parranda y vino tinto.
Las trancas eran machazas. Venían zigzagueando por las banquinas, a veces de a caballo, otras en el carro de algún vecino, tirados sobre los fardos, mirando para arriba. Cuando la noche se empañaba de rocío la curda se hacía más cruda, apenas si reconocían. Les dijeron que para llegar más erguidos a las casas, tendrían que valerse de algún jugo de hinojos y cenizas, pero dónde hallarlos en las amanecidas borracheras de tío y sobrino.
Las chicas eran siempre las mismas. No había demasiadas variantes entre las que venían al baile cada viernes, apenas si cambiaban los vestidos. Pero una noche, bien brillante la luna sobre los postes del camino, el tío Jaime volteó la vista y allí la vio; una niña preciosa, pura sonrisa en el rostro, el pelo cayéndole en rizos cobrizos sobre los hombros, una seda brillante ciñendo apenas la curva de sus caderas firmes, anchas, buena matrona sería. La invitó a bailar llegándose hasta la mesa. No era cuestión de andar con cabeceadas, ni medias sonrisas. Cruzó todo el salón para acercarse donde la chica estaba rodeadas de tías y comadres, como corresponde a una verdadera joyita que sea digna. Pidió permiso a las viejas, ninguna le miró el rostro. Alguna de ellas, bien hubiera querido que el tío Jaime la llevara al centro de la pista. La niña puso su mano sobre la del hombre. Una mano firme, pequeña, blanquecina. Toda ella era blanca, transparente, cristalina. El soplo de un ángel parecía. Bailaron toda la noche. Entre trago y baile, la mirada del tío se hizo nublada, los pasos lánguidos, las voces apenas susurros de muselina.
Mi viejo se quedó a un costado, esperando que la música callara y los de la orquesta decidieran dar por terminada la velada. Medio mareado, medio cansado, todo a medias, también hastiado por la espera, salió al patio y el cielo ya estaba clareando, se cernía un frío húmedo que calaba los huesos hasta hacer rechinar los dientes. La curda de esta noche sofrenaba el paso, pero había que esperar al tío. Mientras limpiaban la barra, le ofrecieron otra caña, y la mandó de un solo trago. Para calentar la fibra, pensó, y miró para donde estaba su compañero. En eso, vio que salían, la niña ya no tenía a sus acompañantes que la esperaban. Nadie más que ellos quedaban a las puertas del baile, y entre mareos y suspiros, el tío Jaime se quitó el saco para cubrir los hombros de la muchacha que temblaba, entre el amanecer y el rocío.
Tenían que acompañarla hasta la casa, y emprendieron el camino. Había caballo para dos, y ella no  quería montar.  Mi viejo subió a su zaino, y el tío de a pié fue llevando a la yegua de tiro, y a la niña del brazo. Por un tramo largo fueron zigzagueando, llenándose de tierra las botas, escurriéndose en las cunetas, saltando charcos y escuchando gallos amanecidos. La chica le agradeció tanto por esa noche de fantasía… se colgó de su cuello, lo besó con tierna cadencia mortecina, apenas el roce de su labio sobre la cara curtida.
Llegaron a la casa y el tío prometió que la visitaría al día siguiente, y al otro y al que vendría. La chica le dio una ramita de poleo de la planta que había en la puerta del rancho, y el tío Jaime la guardó en su pecho, acaso queriendo amortiguar el hedor de tanto vino. La muchacha cortó un ramito, lo olió despacio, impregnando todo su cuerpo con olor a sierras amanecidas.
 Por obra de Dios habían llegado caminando hasta el lugar; habría que ver si el caballo y la yegua se animaban a encontrar el rumbo hasta las casas y dejarlos que el sueño borrara los rastros de la tranca de aquella noche. Tan boleados estaban los dos, uno de sueño y otro de amor, que ninguno creyó que el alcohol fuera el motivo por el que estaban felices, babeantes, distendidos, sonrientes, aunque la cabeza comenzara a girar en órbitas más amplias, y el martilleo de las sienes semejara el galope que los animales no se atrevían a emprender.
-          Qué te pareció mi china, sobrino? – dijo el tío Jaime al día siguiente, como a las cinco de la tarde cuando despertó de su prolongada siesta.  Era feriado y no tenían las obligaciones del trabajo en el campo, podrían dormir a pata ancha hasta que se les acabara la resaca.
-          Bonita, tío. Volverá a verla?
-          Ya mismo me voy a su casa. Le dije que al atardecer estaría buscándola para dar un paseo.
Así fue como el tío Jaime partió solo y fresco. Ni rastro de la borrachera de la noche anterior, ni de las de siempre. No había pasado nada por ese cuerpo, más que la dulzura de esa niña por la que convenía andar los pasos aunque fuera a pie para llegar a la casa del poleo en la puerta.
Golpeó las manos, y al rato, apareció una vieja. Preguntó por la chica. Matilde se llamaba. Al menos, eso le dijo entre los bailes y las risas.
-          Acá no hay nadie con ese nombre, dijo la mujer con sorpresa.
-          Mire, doña. Anoche acompañé a su casa a una chica, estaba con usted y las comadres en el baile de La Petra, recuerda?
-          Pero aquí no hay ninguna niña, ni con ese nombre ni con ninguno. Se ha equivocado de plano, amigo- dijo otra vez la vieja.
Al rato salió un hombre. Llevaba puesto un sombrero grande, gastado y mugriento. No se parecían en nada a la chica. Ni por las tapas hubiera dicho que eran parientes de la niña de la noche de la fiesta del pueblo.
 El tío Jaime volvió unos pasos hacia atrás. Miró en derredor, tocó la planta, recorrió las pequeñas ramas hasta dar con la cicatriz  fresca de unos  cortes. Si era allí donde dejara a Matilde, por qué negarla, si la dejaron bailar toda la noche…
Buscó las huellas. Había pisadas frescas de caballos. Botas de hombre marcadas en la tierra. No cabían dudas. Era la casa, era la puerta, era la planta de poleo y el recuerdo.
Por qué negarla, volvió a preguntarse en medio de tanta tierra.
-          Puedo pasar?-  preguntó el tío Jaime, en un último intento de encontrarla…
-          Mire, don Jaime – dijo el hombre, entrejuntando las cejas. – Matilde hace mucho que se ha ido de esta casa. Era m´hija, sabe? Pero no le haga más preguntas a la vieja. La va a poner triste. No vale la pena. Matilde murió hace mucho…  M´hijita es una estrella que titila de esperanza cada noche. Pero usté no vuelva.
-          No puede ser, dijo el tío Jaime.  -Yo vine aquí, mi sobrino me acompañaba. Él no me dejará mentir… déjeme entrar, seguro no quiere que yo la vea.
-          Pase… si usté desea…
El tío Jaime entró.
En un extremo de la cama de hierro del cuarto de Matilde, colgaba el saco con que la noche anterior, la cobijara del frío.
A los pies de la cama yacía, apenas mustio, un ramito de poleo…

© MARÍA INÉS MALCHIODI, poeta y escritora argentina.
MIEMBRO ACTIVO DEL GRUPO DE AMIGOS DE ASOLAPO ARGENTINA.
Desde San Luis, Argentina




2 comentarios:

  1. Un relato precioso donde la fantasía de una noche ideal, encaja con naturalidad en la vida común ,verdadera , simple y campesina, perfumada por un ramito de poleo .....

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  2. ¡Qué hermosa historia! inquietante historia , felicitaciones María Inés.

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