ADN
Llegar con las naves hasta el final del
desierto.
Llegar al espanto que causa la pérdida del
horizonte.
“El hombre del sombrero
azul.” - Patricia Díaz Bialet
Nicolás
Pascual Gatti arribó a la Ciudad de Buenos Aires el 12 de enero de 1882, cuando
tenía solamente 13 años. Vino con su madre Agostina Longinotti y su padre
Giovanni Battista Gatti navegando en el Duchessa di Xenoa durante varios días.
Giobatta, su padre, era agricultor, analfabeto y honrado. Más trabajador que una bestia de carga pero
con su cabeza llena de sueños: estaban llegando a “la América“, y el futuro
estaba asegurado.
El puerto estaba atestado. Los aburridos empleados aduaneros anotaron
los nombres de toda la familia en un libro negro y los hospedaron en el Asilo
de los Inmigrantes, sobre la
calle Cerrito.
Nicolás
había nacido el 24 de febrero de 1869 en Perlezzi, uno de los siete países
de la aldea
Sopralacroche , cerca de Borzonasca (a 20 kilómetros al
norte del puerto de Génova). Sabía que
iba a tener que trabajar a la par de su padre y de su madre para tener casa y
comida; también sabía que jamás volvería a los Apeninos a gozar de las
travesuras de sus amigos, ni a oler la mañana salada del mar o el perfume
blanco de la nieve helada.
Cuando llegó a la capital de la Argentina le
llamó la atención el calor y la humedad.
En Génova el frío le cortaba la cara - el hambre también - pero ya se
acostumbraría. “Para eso nacieron los
hombres”. Además, el cura de la
capilla del “paese “lo había bendecido y le había deseado buen viaje y mejor
suerte.
(Pero “la mama“ siempre lo cobijaría, y le
cantaría a su lado, y para ella siempre sería un eterno niño).
En el Asilo también estaba hospedada Luisa
Ciallella, de 11 años de edad, con su padre Vincenzo y su madre Giuditta
D´Andrea, llegados del puerto de Nápoles un tiempo antes. Eran de rasgos
distintos. Los Gatti eran dueños de ojos
azul profundo, tez pálida y cabello rubio dorado. Los Ciallella, nativos de
Roccamandolfi, en Campobasso, eran de otra herencia: tenían vivos ojos negros
como el pelo, y su piel era morena, color aceituna.
En
ningún momento se cruzaron por los pasillos ni se vieron ni se hablaron; no
llegaron a tratarse, anónimos entre esa marea de inmigrantes desconocidos.
Giobatta Gatti encontró a un paisano que lo
llevó al Ferrocarril Buenos Aires al Pacífico, donde necesitaban peones. Se
instalaron en un conventillo en el Barrio de San Telmo, una antigua casa de
ricos que habían huido de la fiebre amarilla de 1870. Allí convivían españoles, otros italianos,
unos sirio-libaneses y hasta algún judío que fabricaron entre todos una torre
de Babel sin estatura, un conglomerado de ambiciones, vivillos, trabajadores y
vagos que con el tiempo darían origen a la más pura sangre argentina.
Ciallella, en cambio, viajó con otro paisano
al pueblo de Junín, donde el Buenos Aires al Pacifico, ya conocido como B.A.P.
construiría en el año 1886 un taller para reparar las locomotoras y vagones de
los trenes. Los agricultores se
transformaron en peones y los peones en ferroviarios, cuyos rieles araban esos
sueños incumplidos de futuros dueños de la tierra. Se instalaron
en un barrio que se estaba formando al lado de las vías que atravesaban el
pueblo; rancho al medio, patio adelante, letrina al fondo. Las calles eran de
tierra, y atrás de la casa, cerca del excusado y las plantas de calas, las
mujeres plantaban verduras y legumbres mientras criaban algunas gallinas y un gallo.
Un matarife montado en un carro de dos ruedas tirado “a caballo” cruzaba el
caserío y vendía durante el día la carne de vaca que guardaban en una fiambrera
para que no la atacaran las moscas. Al atardecer, cuando regresaban los
hombres, las mujeres les cebaban unos mates, costumbre que arraigó enseguida
entre los “gringos”, mientras encendían el fuego en el patio del frente para
asar la carne de vaca, iluminando el cielo con una fogata al lado de la otra. Desde esos
momentos el sabor del “asado” se hizo tan popular como la pasta y este
barrio se llamó definitivamente La Tierra del Fuego.
Giobatta Gatti se convirtió en un obrero
ejemplar. Gracias a su empeño logró que ingresara en la compañía su hijo
Nicolás Pascual, como aprendiz. El
capataz habló con su jefe - un inglés, por supuesto - y se le ofreció un cargo
de “maquinista” de locomotoras a vapor a Giobatta y Guarda del furgón de cola a
su hijo Nicolás. Los puestos estaban vacantes en el pueblo de Junín.
Viajó la familia y se instaló en un terreno baldío
en el lado izquierdo de las vías. El padre ya era socio del Sindicato La
Fraternidad y solicitó un préstamo en la Cooperativa Italia Unita.
Todos los vecinos eran inmigrantes, todos eran ferroviarios y todos
construyeron un nuevo barrio: El Pueblo Nuevo.
En El
Pueblo Nuevo eran todas casas chorizo.
* * * * * * *
Nadie sabe cómo ni cuándo ni porqué, pero
Nicolás Gatti conoció a Luisa Ciallella. Se enamoraron y se casaron el 3 de
agosto de 1892. Construyeron una nueva habitación, detrás del dormitorio principal
de los padres y con la galería abierta hasta la cocina trasera, el “chorizo”
fue tomando forma. En el año 1894 nació María Luisa; en 1896 Juan Bautista;
luego María Julia en 1898 pero nació y murió en el medio del parto. El 5 de mayo de 1900 nació Pascual Mateo pero
todos en la familia comenzaron a llamarlo solamente Mateo, como se llamaba el
abuelo de su madre. Cuando tenía 2 años nació Rosa, la última de los
hermanos. María Luisa, que era idéntica
a su madre, tenía piel morocha y ojos negros. Los demás hermanos eran rubios y de ojos
claros sobre todo Mateo, el de mejor estampa.
Sus rasgos eran más lindos, con ojos de flores color violeta.
Su padre escuchó hablar a los anarquistas,
luego a los socialistas y le pareció muy bien, pero nunca se metió en
política. Su misión en la vida era
trabajar como lo hacen las bestias y ser honrado. Decidió que todos sus hijos concurrieran a la Escuela Pública y
todos estudiaron hasta terminar sexto grado. La madre les inculcó sus ideas
católicas y fueron progresando, lentamente, poco a poco, y junto con el pueblo
que se transformó en ciudad, se fueron convirtiendo en ciudadanos del Granero
del Mundo.
* * * * * * *
Pascual Mateo Gatti era cafiolo. Nunca
duraba en ningún conchabo y le gustaban tanto las hembras como el juego de
naipes. Su porte, su belleza y su simpatía lo volvían irresistible. Las mujeres
- sobre todo las de vida fácil - terminaron trabajando para el fiolo que les
quitaba el dinero, las calmaba a cachetadas y tranquilizaba a las más díscolas con
una toalla mojada.
Fanático del “Peludo” Yrigoyen
discutía fuerte y abundante y hasta pegaba algunas buenas trompadas para
dirimir litigios, tan frecuentes en estos años dominados por el gobierno
copetudo de Marcelo T. de Alvear.
La noche del 21 de septiembre de 1926
dejó a su pupila Griselda de sólo 17 años “trabajando” en el burdel de La Turca Blanca en el
barrio de Las Morochas. Le pegó una
cachetada, luego le dio instrucciones, la besó en los labios y se fue al Comité
Radical de la calle
Rivadavia frente al sólido edificio del Club Social de
Junín. Allí se bebió dos ginebras. Alguien lo miró mal; un vasco que le tenía
ojeriza, de puro vasco nomás. Mateo lo insultó, se acomodó el lengue blanco, se
calzó el sombrero negro y se retiró sin miedo.
Antes de llegar a la puerta se escuchó un estruendo. Fue un disparo de
Colt calibre 38 que le perforó el pulmón por la espalda y le rozó el corazón.
Cayó muerto en el acto impulsado sobre la vereda en medio de un charco de
sangre oscura y espesa.
* * * * * * *
Su madre Luisa sufrió como solamente sufre
una madre a la que le matan el hijo: nadie es capaz de explicar ese dolor. Pero a Nicolás la pérdida lo abatió; se fue
convirtiendo en un desierto, en una flor sin agua, en una estrella sin luz, en
un sol lleno de escarchas. No salía a la calle, se olvidó de la risa, y
saludaba a sus otros hijos como desde la vereda de enfrente. La vergüenza fue dolorosa, insistente. Le fue
agrietando el corazón, dejándolo solo, amargo, sin amigos. La vida se le fue escapando por la calle
recién empedrada hasta que se perdió de vista definitivamente el 31 de marzo de
1928.
* * * * * * *
El 24 de diciembre de 1927, por la tarde,
Luisa entró suavemente en la habitación principal de la casa. Estaba a
oscuras. Nicolás se hamacaba imperceptiblemente sentado sobre la esterilla del
sillón Thonnet.
-¡Eh! Nicola...golpearon la
puerta...es una mujer joven...linda...quiere hablar
con vos...trae un bebé piccolino en
brazos.
-¿Y qué quiere?-
-¡No sé! - mintió Luisa- Pero ya la hice entrar...-
¡Adelante señorita, mi marido la va a atender!- ordenó.
Era una jovencita criolla, linda, flaca, con
ojos increíblemente tristes y un rictus amargo en la boca. Alzaba y mecía
un niño de alrededor de un año de edad de rasgos muy finos, cabello rubio y
ojos de flores violetas.
Tropezó con el dintel de la puerta, parpadeó
dos o tres veces hasta que tomó fuerzas y farfulló:
- Buenas tardes señor...me llamo
Griselda...fui la mujer de su hijo...este es el hijo de Mateo, es su nieto...a
Mateo lo mataron antes de que se enterara de mi embarazo...- trago saliva y se
atragantó - no está anotado... todavía no tiene nombre ni apellido...yo no le
puedo dar de comer...ni vestir...me van a llevar a Bolivia...le vengo a dejar a
su nieto...-
Ahora no se pudo controlar y llorando
continuó murmurando:
- Tome
señora...es su nieto...-
- ¿Pero qué dice? - pregunto furioso
don Nicolás- ¡Mocosa prostituta!!
- ¡¡Sí!!- dijo Griselda - ¡¡ Pero Mateo era
mi hombre!! ¡¡ Yo trabajaba para darle la plata, pero era mi hombre!! ¡¡Y este
es su nieto!! ¿No ve que es igual a usted, señor?
* * * * * * *
Mateo acomodó los manuscritos, las copias de
las partidas, cerró la carpeta que le había dado su padre y se restregó los
ojos. Acomodó el pasaporte, el certificado de Ciudadanía Italiana y observó a
la azafata, que se reflejaba con disimulo en sus ojos azules. Era la primera
vez que viajaba en avión pero ya había pasado el susto. Hacía ya seis o siete horas que estaba
cruzando el Atlántico, volando sobre las nubes.
¡¡Así que éste es un trozo de su historia!! Recién a los 22 años de edad - ¡en agosto del
2002! - la conocía en detalle a pesar de
haber escuchado tantos murmullos y frases entrecortadas que las viejas tías
dejaban de contar cuando él entraba. Le hubiera gustado conocer a su abuela,
aun siendo una prostituta ¡Pobre mina! Amaba tanto a su abuelo que laburaba
de puta. ¡La vida nunca es como uno quiere! Repetía su padre. Ahora sintió miedo... ¡mucho miedo! Mateo no
era analfabeto, ni agricultor, ni había nacido en los Apeninos, ni era un
inmigrante como Giobatta Gatti... ¡Peor! Era un emigrante...estaba
haciendo el mismo viaje que hizo su tatarabuelo pero en sentido inverso, como
las agujas de un loco reloj que vuelve del atardecer a la mañana.
¡Regresaba a La Italia, a los Apeninos, a las raíces, a la
sangre, a la negra tierra donde no había estado nunca! Era como un cometa que
pasaba nuevamente por el mismo lugar cada 150 años. Como una flor de cactus que
sólo florece después de la
lluvia. Lo impulsaban los sueños, la angustia, la falta de
futuro, la búsqueda de un cielo limpio, un trabajo seguro, un poquito de
dignidad. Abandonaba a sus amigos y a su familia actual por otros hermanos
nuevos, otro idioma, otros amores vírgenes. Se partía - una y otra vez - en montones de pedazos distintos, en
recuerdos, en papeles, en fotos; humillado, aterrorizado, pero buscando
comenzar un nuevo ciclo, ser nuevamente el cometa, el origen, la sangre, tal
vez derramar su semilla urgente envuelto en ese perfume a albahaca. Cómo cuando su tatarabuelo Giobatta, en plena
montaña, en medio del bosque, debajo del viejo avellano, acostó sobre la hierba
a Agostina a la hora de la siesta, la acarició, la besó, la amó; le levantó las
enaguas con fuerza pero con infinita dulzura, le hizo el amor hasta lo más
profundo y la embarazó.
La embarazó por montones de años, por
muchísimos partos, por otros tantos hijos y otras tantas cruces.
Por distintos cielos. Por distintos mundos.
Por una misma sangre y por una misma larga,
larguísima vida.
©il piccolo
grillini
– HÉCTOR GRILLO,
poeta y escritor argentino – noviembre 2002
MIEMBRO HONORÍFICO DE ASOLAPO
ARGENTINA
PRECIOSOS RELATOS...(.Para no perder la memoria)
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